La democracia en Myanmar salta una vez más por los aires. Los jóvenes se aferran a ella
El Ejército del país asiático, que asegura que ha tomado el poder para “salvar la Constitución”, ha vuelto a un mando que, en realidad, nunca había abandonado. Los próximos meses serán decisivos
Tres dedos de la mano derecha apuntando al cielo; cánticos de “¡abajo los militares!”; miles de manifestantes con camisetas rojas y negras y pósteres con la imagen de Aung San Suu Kyi, la líder de facto del Gobierno civil depuesto; en las calles de Yangón, las llanuras del delta del río Irrawaddy, en las montañas de los Estados Shan o Kachin, al norte y al este. Jóvenes con carteles irónicos —”La Junta es peor que tener la regla...
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Tres dedos de la mano derecha apuntando al cielo; cánticos de “¡abajo los militares!”; miles de manifestantes con camisetas rojas y negras y pósteres con la imagen de Aung San Suu Kyi, la líder de facto del Gobierno civil depuesto; en las calles de Yangón, las llanuras del delta del río Irrawaddy, en las montañas de los Estados Shan o Kachin, al norte y al este. Jóvenes con carteles irónicos —”La Junta es peor que tener la regla”, “La Junta es peor que mi exnovio”—, ancianos, trabajadores en uniforme, mujeres de clase alta en traje de baile, drag queens con la bandera arcoíris. Huelgas de trabajadores. Retiradas masivas de dinero de los bancos estatales.
Cada día, desde el golpe de Estado del 1 de febrero, continúan las escenas de protesta contra el ejército que lo perpetró y que detuvo a los jefes del Gobierno civil, incluida La Dama Aung San Suu Kyi, de 75 años. La Junta militar reacciona con una escalada de contundencia: bloqueos de internet, estado de emergencia durante un año, ley marcial, blindados en las calles, disparos y detenciones nocturnas, en un nuevo pulso a cara de perro. Este viernes, la represión de las manifestaciones se cobró su primera víctima mortal, una joven de 20 años que llevaba 10 días en estado crítico tras recibir un disparo de bala en la cabeza.
De un plumazo, la década de transición democrática parece haber quedado reducida a polvo. Suu Kyi, premio Nobel de la Paz e icono de ese proceso, se encuentra, una vez más, bajo arresto domiciliario —por importación ilegal de unos walkie-talkies, entre otros cargos— y encara hasta seis años de cárcel en un juicio secreto. La Junta insiste en que lo ocurrido el 1 de febrero no fue un golpe, sino una intervención para salvar la Constitución, supuestamente en riesgo tras un fraude electoral masivo —negado por los observadores— en las elecciones del 8 de noviembre. En esos comicios, la Liga Nacional para la Democracia (NLD, por sus siglas en inglés) de La Dama vapuleó al Partido de la Solidaridad y el Desarrollo de la Unión (USDP) de los militares.
A primera vista, es un regreso al pasado. Durante 50 años, entre 1962 y 2011, los militares perpetraron dos golpes de Estado (1962 y 1990) y gobernaron Myanmar (Birmania) con mano de hierro. Ahora, después de la asonada, vuelven a estar a un mando que, en realidad, nunca habían abandonado. El aislamiento internacional, la presión interna de su población y una economía en caída libre tras años de pésimas decisiones les forzó a ceder el poder en 2011 a un Gobierno mixto civil-militar y a comenzar la transición democrática. Pero lo hicieron con las cartas marcadas: la Carta Magna que aprobaron tres años antes, y que sigue vigente, les reserva el 25% de los escaños en el Parlamento y les concede tres potentes ministerios: Interior, Defensa y Fronteras. También impide que Suu Kyi sea jefa de Estado, puesto vetado a quienes, como ella, tienen hijos de nacionalidad extranjera.
Fue precisamente el miedo a perder su cuota de poder tras las elecciones lo que, según los analistas, precipitó la asonada. Aunque el estado de emergencia durará un año y los militares han prometido después unas elecciones a cuyo ganador traspasarán el mando, pocos tienen fe en que las cosas sucedan exactamente así. O que, de hacerlo, las cartas no estén todavía más marcadas. “Creo que los militares harán lo que esté en su mano para mantener un poder sustancial, sea gobernando directamente o mediante algún tipo de elecciones con reglas que hayan ajustado”, opina el exembajador de EEUU en Myanmar Scot Marciel en una videoconferencia organizada por Asia Society. “Es una institución que cree que su papel es imprescindible, por mucho que los ciudadanos hayan votado una y otra vez para decir que no quieren que los militares los gobiernen”. Pero, aunque el golpe de Estado haya devuelto al Ejército al poder absoluto, la Birmania de hoy es muy distinta de la de hace 60 años. O de la de hace solo 10.
Un país, 14 Estados, 135 etnias y más de 20 guerrillas
El proceso de apertura que ha corrido paralelo al de su limitada transición democrática ha mejorado las condiciones de vida de un modo que hubiera parecido impensable hace solo un par de décadas, cuando este país de ubérrimos recursos naturales se situaba a la cola de las naciones más pobres del mundo. Con la transición llegó la inversión extranjera, atraída por un mercado aún por explotar y el potencial de sectores como el jade, la madera o la minería. La pobreza extrema, que padecía el 48% de la población, se ha reducido al 25%. El PIB per cápita se ha doblado en 10 años: ya es de 1.408 dólares anuales. En ciudades como Yangón o Mandalay, espectaculares pagodas y palacios reales de otras eras conviven con grandes centros comerciales y un tráfico endiablado. Si hace 10 años una tarjeta SIM costaba miles de dólares, hoy, los 54 millones de birmanos tienen acceso a internet; 22 millones tienen cuentas de Facebook, que utilizan con fruición.
Su joven población —cerca de la mitad tiene menos de 30 años— está “conectada con el resto del mundo, con las tendencias y discurso político y económico global. Se ha vuelto más sofisticada en cuanto a ideas, política, cultura”, señala Jonathan Liljeblad, experto en Myanmar en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Australia. “Los jóvenes utilizan el mismo lenguaje que sus pares en el resto del mundo, y hacen mucho más uso de la tecnología de la información, que han incorporado a las protestas”, afirma.
Son ellos, principalmente, quienes han salido a las calles estos días. No necesariamente para defender a Aung San Suu Kyi y su NLD, pero sí a una democracia que han probado y a la que, por imperfecta que sea, no quieren renunciar. El golpe, consideran, puede acabar siendo un buen punto de inflexión para acometer las profundas reformas del sistema necesarias para resolver los graves problemas del país, pero perennemente pospuestas.
Unos problemas que el golpe de Estado ha vuelto a poner sobre la mesa en este país en forma de cometa y de tamaño 1,3 veces el de España, atrapado entre los dos colosos asiáticos —China e India—, extraordinariamente complejo y tan colorido y bello que George Orwell, que lo patrulló como joven policía del Imperio Británico hace un siglo, describió como “paraíso en la tierra”. Combina un norte de alturas tibetanas, un sur de playas tórridas con el mar de Andamán y un centro con su corazón en el fangoso río Irrawaddy y las llanuras de su amplio delta, frente al golfo de Bengala.
En un país formado por 14 Estados y que reconoce 135 etnias, la discriminación racial y religiosa —especialmente por parte de la privilegiada mayoría budista bamar (dos tercios de la población), que acapara la mayor parte de los puestos en las fuerzas armadas y el Gobierno— se suma a un largo conflicto civil en las áreas fronterizas entre el Gobierno central y una veintena de guerrillas étnicas, algunas de las cuales son verdaderos ejércitos.
Más de 700.000 rohinyás musulmanes han huido del país por miedo a la violencia del Ejército. Esta minoría no está reconocida oficialmente, por lo que se ven privados de ciudadanía entre la indiferencia, o el aplauso, de la mayoría de la población. La inestabilidad en las zonas fronterizas ha convertido a Birmania en un centro mundial de producción y distribución de droga, y de contrabando de jade, de maderas exóticas… o de personas.
La desigualdad creciente, la concentración de la riqueza en unas élites vinculadas a los militares, la miseria —especialmente, la rural—, las expropiaciones de tierras que han obligado a muchos a emigrar a Tailandia, los efectos del cambio climático y las consecuencias de una pandemia que ha afectado de manera desproporcionada a los más pobres figuran en el abanico de desafíos pendientes. Además del papel del Ejército, cuyos mandos son odiados de manera casi universal.
¿El Ejército o el caos?
La Myanmar actual fue creada por las armas del Imperio Británico; y tan maltratada que Orwell escribiría años después que “es verdad que los británicos están robando y esquilmando Birmania de manera bastante desvergonzada”. El país estrenó la independencia en 1948 arrastrando una división étnica fomentada por los colonizadores y que se convertiría en la madre de todos sus problemas. El general Aung San, padre de Suu Kyi y héroe de la patria birmana, había ofrecido a los líderes de las minorías que se sumaran a la naciente Unión Birmana con la promesa de una amplia autonomía. No ocurrió. Aung San fue asesinado meses antes de que naciera el nuevo país. La rebelión de las minorías que esa situación desencadenó abrió la puerta al protagonismo del Ejército en la política birmana. En 1962, el general Ne Win perpetraba el golpe de Estado que llevaría a los militares al poder durante 49 años.
La brutal represión contra la población civil en las áreas étnicas en conflicto —de la que se acusa, entre otros, al nuevo líder de la Junta militar, el general Min Aung Hlaing— continúa aún ahora, como dio fe la campaña de violencia contra los rohinyá (descendientes, en su mayoría, de inmigrantes bengalíes de los tiempos de la colonia, nacidos y crecidos en Birmania desde hace generaciones pero que la mayoría bamar rechaza al considerarlos extranjeros) en el Estado de Rakhine, en el oeste del país, entre 2017 y 2018. “Dentro del Tatmadaw [como se conoce popularmente al Ejército birmano] existe este sentimiento de representar el alma de la nación”, apunta Anthony Davis, analista de la consultoría especializada en defensa Janes. “A lo largo de las últimas siete décadas, la historia del Tatmadaw ha sido combatir para controlar el país, para crear una nación-Estado contra un abanico de enemigos, toda una gama de fuerzas étnicas, que se les enfrentan y desafían la naturaleza de una nación-Estado moderna. Cuando tienes una historia así, automáticamente crees que eres el único factor que mantiene [el país] unido”, agrega. Algo que, hasta cierto punto, el experto considera cierto. “Incluso hoy día, y con la crisis actual, el Tatmadaw es el pegamento que mantiene unidas las piezas del país. Si desapareciera mañana, Birmania se convertiría en el Afganistán del sureste asiático. Myanmar no sería solo un Estado fallido, sería un Estado fallido elevado a la enésima potencia”.
Esa percepción no es compartida por el resto de la población birmana, que reprocha a los mandos, más que al Ejército en sí, su brutalidad, una corrupción sistémica y una mentalidad de élite exclusiva, con sus propios códigos y carta blanca para todo. A través de los conglomerados empresariales propiedad del Ejército controlan buena parte de los sectores más lucrativos del país. “Más que un Ejército, son una casta”, precisa el analista.
No es casualidad que quien se ha convertido en su némesis, primero como líder de la oposición durante un cuarto de siglo y después como jefa de facto del primer Gobierno civil del siglo XXI, sea, precisamente, una miembro de esa misma casta. Como hija del general Aung San, Suu Kyi es una de los suyos. Alguien que comparte con ellos el mismo estilo autoritario, y el mismo sentimiento de estar ungida por el destino para salvar el país. También tienen en común —como ha quedado demostrado desde que ganó en 2015 las primeras elecciones libres del país en 25 años— una visión de Myanmar como una nación-Estado dominada por los bamar, en la que permitir una mayor autonomía para los territorios étnicos abriría una puerta al separatismo. Y en la que no hay lugar para los rohinyá.
Los próximos meses serán decisivos para resolver el pulso entre el Ejército y el pueblo, en un marco que, como recuerda la analista Moe Thuzar, del think tank Iseas en Singapur, está cada vez “más polarizado”. El pacto de cohabitación entre el Ejército y la NLD de La Dama ha saltado por los aires. El historiador de origen birmano Thant Myint-U lo resumía en un tuit este miércoles, la jornada de mayores protestas en varios días: “No cabe duda de que estamos solo en los inicios de un nuevo capítulo en la política birmana, con casi todos los personajes importantes aún por introducir, la trama de la historia aún por conocer”.
La Myanmar resultante —muy probablemente lastrada por sanciones internacionales, si se prolonga el mandato de la Junta militar— tendrá que dar prioridad a la resolución de sus acuciantes problemas, en particular la situación de las minorías étnicas. Deberá atender a su economía, que tras la crisis rohinyá ya había visto menor entusiasmo en el sector turístico y entre los inversores extranjeros. Y decidir cuáles quiere que sean sus relaciones con las dos grandes potencias que la cortejan, China y Estados Unidos.
Una cosa sí se sabe con seguridad: los jóvenes representan la gran esperanza en esta nueva etapa. Como apunta Liljeblad, “hay un segmento de la población que puede llevar al país a un futuro más conectado con el resto del mundo, pero que aún se encuentra en un estado de maduración” en sus carreras. El mundo —opina— debe “intentar mantener las puertas abiertas [a Myanmar] hasta que esta generación madure y pueda tomar las riendas del país”.
El futuro de Myanmar a la sombra de China
La Birmania de esta nueva etapa tendrá que decidir cuál quiere que sea su relación con China, el país con el que comparte una frontera de 2.160 kilómetros y una historia difícil. Un gigante que es su principal socio comercial y segundo inversor extranjero directo. Pekín
se ha limitado a esperar y ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Mientras los países occidentales se apresuraban a condenar el golpe, Pekín se limitaba a describir a Myanmar como un “vecino amistoso”, y el golpe, como una “reorganización en el Gobierno”.
Se enfrenta a la abierta desconfianza de los manifestantes birmanos, que creen —sin fundamento, según la embajada china en Yangón— que la segunda economía del mundo pueda estar ayudando al Gobierno militar a crear un cortafuegos para la información en internet similar al que impone la censura china en su país.
Los lazos de China con los militares birmanos son tan antiguos como complicados. Durante
la Revolución Cultural, Pekín apoyó política, económica y militarmente al Partido Comunista de Birmania, hoy desaparecido, pero cuya insurgencia entonces se convirtió en uno de sus grandes dolores de cabeza. Tiananmen, y la represión similar de los militares de lo que se conocería como “revolución 8.8.88” por la fecha en que ocurrió, les reconcilió.
Durante los años de sanciones y aislamiento internacional más duro para la Junta (los noventa y comienzos del siglo XXI), Pekín se convertiría en el principal aliado de un Gobierno militar sin otras opciones a las que recurrir. Un logro para el Ejecutivo chino: Myanmar representa una pieza geopolítica clave, que le abriría el acceso al golfo de Bengala y al Índico sin necesidad de pasar por el cuello de botella del estrecho de Malaca.
Esa falta de opciones fue uno de los motivos por los que el Ejército birmano comenzó a
plantear, a partir de 2003, la posibilidad de una transición democrática. Preocupaba caer
en una dependencia excesiva de un vecino que mantiene lazos étnicos con varias de las
minorías que tratan de garantizarse una mayor autonomía por la vía de las armas.
Aung San Suu Kyi volvió a reforzar los lazos con Pekín, después de que se le cerraran las
puertas de Occidente a raíz de la crisis rohinyá. La Dama dio el visto bueno al desarrollo del
Corredor Económico China-Myanmar, uno de los proyectos estrella de su Nueva Ruta de la Seda y que tiene como broche de oro la construcción de un puerto de aguas profundas en Kyaukphyu: la soñada salida china al Índico. Esos proyectos, como todo en Myanmar ahora, han quedado en el limbo.