A grandes males, ¿grandes Estados? Cómo la pandemia ha replanteado el ideal del Gobierno reducido
Las dimensiones de la intervención pública demandada por la covid se contraponen a uno de los grandes mitos del neoliberalismo
¿Puede un Estado reducido a la mínima expresión gestionar eficazmente una emergencia como la actual pandemia? La pregunta no es absurda ni tiene una respuesta demasiado obvia. De hecho, está siendo objeto de intenso debate tanto en medios académicos como en la prensa internacional, sobre todo la anglosajona. El relato dominante (avalado, según encuestas recientes, por una amplia mayoría de ciudadanos de países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico ...
¿Puede un Estado reducido a la mínima expresión gestionar eficazmente una emergencia como la actual pandemia? La pregunta no es absurda ni tiene una respuesta demasiado obvia. De hecho, está siendo objeto de intenso debate tanto en medios académicos como en la prensa internacional, sobre todo la anglosajona. El relato dominante (avalado, según encuestas recientes, por una amplia mayoría de ciudadanos de países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico OCDE) es que los grandes males exigen grandes Estados. Así lo expresa, por ejemplo, el experto en economía Zachary D. Carter en un artículo en The New York Times: “El coronavirus ha sido el golpe de gracia para los que aún conservaban una fe supersticiosa en las virtudes del Estado mínimo”.
Carter argumenta que “ha sido imprescindible una intervención gigante tanto en la economía como en la actividad social para preservar la vida y la salud de los ciudadanos y facilitar las condiciones para una rápida y eficaz recuperación económica”. La covid ha enterrado prejuicios y ensoñaciones ideológicas, y ha demostrado que “el mercado no es una máquina de crear prosperidad que se alimenta a sí misma de manera continua y autosostenible; son las sociedades fuertes las que tienen capacidad de respuesta y de intervención masiva”. Mariana Mazzucato, economista y escritora italiana, fue de las primeras en proclamar “el enorme fracaso del pequeño gobierno”. Y la historiadora de la ciencia Naomi Oreskes afirmaba en Time que “solo un gobierno firme y sólido sustentado en unos impuestos cada vez más progresivos puede salvarnos de desastres como la emergencia sanitaria o el ya casi consumado cambio climático”.
Sin embargo, voces tan enérgicas como la del estadounidense Thomas A. Firey, miembro del centro de estudios conservadores Cato Institute y jefe de redacción de su revista, Regulation, especializada en economía, se rebelan contra la idea de que “no hay libertarios ni partidarios del Estado mínimo en tiempo de pandemia”. Firey opina que sí que los hay, y que su presencia es imprescindible para evitar que “los poderes públicos se aprovechen de la situación de emergencia para atribuirse nuevos poderes e intervenir de forma aún más intrusiva y autoritaria en la vida de los ciudadanos”. El periodista y politólogo promueve la vigilancia activa sobre unos Estados que, casi sin excepción, “han tomado decisiones radicales que no estaban apoyadas en una sólida evidencia científica, y han fingido en todo momento que sabían lo que hacían cuando estaban actuando a ciegas, como demuestran los nefastos resultados de la gestión de la pandemia”.
Opiniones como la de Firey proliferan en la parte del espectro de opinión liberal y conservador que ocupan libertarios, algunos liberales clásicos y los llamados minarquistas (es decir, los partidarios del Estado mínimo). En un artículo de The Financial Times, el escritor y periodista Simon Kuper se plantea hasta qué punto una retórica basada en la reducción continua del papel del Estado (la tesis del llamado small government) ha acabado calando entre los simpatizantes del Partido Republicano de EE UU.
Según el relato de Kuper, esa derecha se acostumbró tras el ataque a Pearl Harbour, en 1941, a la idea de que el Estado debe ser “lo bastante grande como para proteger a sus ciudadanos del enemigo exterior”. Ese enemigo exterior que justificaba un Gobierno federal poderoso, burocratizado y bien financiado fue cambiando a lo largo de los años. Hasta 1991 fue la Unión Soviética y, a partir del 11-S, el terrorismo islámico. Sin embargo, los extremistas musulmanes apenas han causado 107 muertes en los Estados Unidos en los últimos 20 años, “menos de los que morían de coronavirus en una hora en un día de invierno de este año moderadamente malo”, recuerda Kuper, por lo que ya apenas cuentan como amenaza que justifique medidas excepcionales.
La derecha social sí exige al Gobierno que proteja a la nación de los inmigrantes ilegales, pero, tal y como explica Kuper “ni los más fanáticos consideran que las familias guatemaltecas que acuden en busca de una vida mejor sean una amenaza comparable a la Unión Soviética”. Como conclusión, los republicanos se habían instalado gradualmente en la idea de que no necesitaban que el Gobierno estadounidense hiciese gran cosa por ellos. Hasta que llegó la pandemia, un punto de inflexión de consecuencias imprevisibles, según apunta Kuper, ahora que incluso el expresidente George W. Bush considera que “cuando las circunstancias nos golpean, es cuando el Gobierno debe acudir al rescate”.
En la Unión Europea, reducto de los Estados sociales y “de una filosofía de gobierno que da prioridad a la cooperación y las regulaciones claras apoyadas en estados fuertes, flexibles y redistributivos”, según la describía el político y académico Francisco Patxi Aldecoa en declaraciones a ICON hace unos meses, apenas hubo debate sobre la necesidad de una gestión centralizada de la pandemia. En plena primera ola, el Reino Unido de Boris Johnson se planteó no imponer restricciones a la movilidad social, en un intento de alcanzar lo antes posible la inmunidad de grupo, pero acabó aparcando esa vía. Solo Suecia, país de tradición socialdemócrata, optó por lo que algunos califican como una gestión liberal (es decir, no intervencionista) de la crisis, con resultados controvertidos.
El economista y profesor universitario castellonense Juan Ramón Rallo es una de las voces críticas con el Gobierno central español. Se define como minarquista. En su opinión, siguiendo al filósofo neoyorquino Robert Nozick, “el Estado es un mal, puede que un mal necesario, y las sociedades verdaderamente libres son aquellas que limitan su poder al máximo”. Rallo no acepta que la creciente complejidad del mundo en que vivimos exija un grado cada vez mayor de intervención y coordinación institucionalizada: “Al contrario, pienso que necesitamos reglas simples para un mundo complejo. La mayoría de las situaciones no requieren intervención estatal, pueden resolverse mejor mediante contratos libres entre particulares”.
El economista admite en cambio que “la emergencia sobrevenida que supuso la primera ola de la COVID sí exigía un alto grado de coordinación a gran escala y una intervención firme del Estado”. El problema es que “las medidas de restricción de libertades que se impusieron por entonces, y que podían, en mi opinión, estar justificadas y ser compatibles con un punto de vista liberal, han tendido a prolongarse en el tiempo”. Desde que se hizo evidente, según Rallo, “que la estrategia de los Estados europeos no era erradicar el virus, sino mitigarlo, convivir con él evitando una expansión descontrolada, se debería haber buscado un equilibrio entre la protección de la salud de los ciudadanos y el respeto a las libertades sociales y económicas”. Como alternativa, “los políticos se han atribuido un poder extra al que les cuesta renunciar”.
Rallo considera que “aspectos de la gestión de la pandemia, como el plan de vacunación, tal vez hubiesen funcionado mejor con menor intervención estatal e incluso con una gestión completamente privatizada”. Para el académico, “usamos una doble vara de medir: al mercado se le juzga por sus resultados y al Estado, por sus intenciones”. Si juzgásemos al Estado por sus resultados “deberíamos hablar de una gestión calamitosa y, además, poco o nada respetuosa con las libertades de los ciudadanos”. Para Rallo, el Estado más eficaz es, casi siempre, el que tiene la sensatez y el pragmatismo de reducirse a la mínima expresión. Carter opina todo lo contrario: “No podemos pasarnos décadas aprovechando cualquier pretexto para laminar el estado y luego tener la desfachatez intelectual de quejarnos de que no funciona bien cuando más lo necesitamos”.
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