Pijama, chupito, cámara, acción: el año en que la vida cotidiana se coló en los Globos de Oro
La ceremonia, dividida en dos escenarios y cientos de hogares, marca el ritmo a seguir en esta recién inaugurada temporada de premios: una mezcla de alta costura y sudadera, de salón de lujo y despacho humilde y, sobre todo, de realeza de Hollywood y escena de telerrealidad
“Ya nadie va al cine, ya nadie ve los canales de televisión generalistas, todo el mundo está viendo Netflix. Esta gala debería consistir únicamente en que yo salga al escenario y diga: ‘Bien hecho, Netflix, has ganado todo, buenas noches”. Las palabras son del monólogo de Ricky Gervais del pasado año, el último del cómico como presentador de los Globos de Oro, también el último antes de que el mundo cambiase y, a su manera, con...
“Ya nadie va al cine, ya nadie ve los canales de televisión generalistas, todo el mundo está viendo Netflix. Esta gala debería consistir únicamente en que yo salga al escenario y diga: ‘Bien hecho, Netflix, has ganado todo, buenas noches”. Las palabras son del monólogo de Ricky Gervais del pasado año, el último del cómico como presentador de los Globos de Oro, también el último antes de que el mundo cambiase y, a su manera, con un extraño poder profético. No hemos ido al cine, hemos visto plataformas de pago en bucle y esta noche Netflix domina los premios al igual que dominó nuestra existencia (audiovisual) en el último año.
Este discurso sobre nuestra contemporaneidad está presente desde el principio de la gala. “Soy Tina Fey desde Nueva York”. “Y yo soy Amy Poehler desde Beverly Hills”. Las dos presentadoras aparecen en el televisor de la misma manera en que nuestros familiares y amigos han aparecido en nuestras vidas desde hace en un año: en pantalla partida y medio plano. “Normalmente esta sala estaría llena de famosos, pero hoy nuestro público en ambas costas son los espectaculares trabajadores de primera línea”. El paisaje es algo triste y se echa de menos a Meryl, Leonardo, Quentin, Nicole o Brad entre el público. Eso sí, se diría que han invitado a los trabajadores de primera línea más guapos, porque todos ellos podrían pasar por estrellas de cine de una realidad paralela. Se agradece.
El monólogo inicial de Tina y Amy funciona y sigue en la línea de los chistes de los Globos de Oro, que es reírse de –y criticar a– los propios Globos de Oro. Un ejemplo: “La Asociación de la Prensa Extranjera en Hollywood está hecha de 90 periodistas no-negros que se dedican a ir a las entrevistas promocionales de las películas en busca de una vida mejor”. Pese a todo, Tina y Amy, cómicas gigantescas, parecen intentar no ser demasiado graciosas. Tal vez no es el momento. Su discurso está lleno de halagos a los nominados, a la industria del entretenimiento y tiene, en general, un tono que pretende alzar la moral más que hacer que nadie se ría a costa de los famosos, como sí hacía Gervais. Aun así, esos famosos a veces mencionados en el discurso aparecen fugazmente en planos desde sus casas, algunos vestidos de noche, otros rozando la ropa de gimnasio, algunos en grandes salones, otros en la esquina de un despacho. El efecto es extraño y frío: saltando del escenario al salón de una casa, la magia del chiste ha muerto por el camino.
A escasos minutos de haber comenzado la gala, Laura Dern da el nombre del recipiente del premio a mejor actor secundario de cine a Daniel Kaluuya, por Judas and the Black Messiah. Y ocurre, ya al principio, lo que todo el público está esperando con cierta maldad: que la webcam falle. Y falla. Daniel comienza un discurso que no se escucha mientras de fondo suena una extraña música de ascensor, así que Dern, con profesionalidad, se disculpa, corta la comunicación y asegura que se alegra del premio. Pero no: Daniel vuelve de la nada, preguntando: “¿Me oís, me oís ahora?”. Esperamos que sea la última vez que esto suceda, pero no será así. El segundo premiado también deja una anécdota: cuando John Boyega es nombrado mejor actor de reparto de televisión por Small Axe, desde su casa solo suelta: “¿Empiezo a hablar ya, sin más?”. La siguiente premiada, Catherine O’Hara (mejor actriz de comedia en televisión por Schitt’s Creek), parece responder a esa pregunta con una idea estupenda: a mitad de su discurso de agradecimiento, su marido (el diseñador de producción Bo Welch, que comparte sofá con ella) empieza a reproducir en su móvil música de orquesta. Es, como sabrá cualquiera que haya visto una sola gala de los Oscar, la señal inequívoca de que el tiempo se acaba.
Justo a partir de aquí, la gala empieza a tomar forma. Nos damos cuenta de que es mucho más interesante lo que ocurre en las pantallas que lo que pasa sobre el escenario. Especialmente inspirador es el momento de la victoria de Mark Ruffalo por I Know This Much Is True: aparece solo al principio con su esposa en el sofá, pero al oír su nombre, los dos hijos de la pareja aparecen por detrás para abrazar a su padre, mientras ella comienza a llorar. La escena, por tierna, hace que algunos de sus compañeros nominados y no premiados parezcan aun más miserables y tristes en sus rectangulitos: Hugh Grant y Jeff Daniels, que acuden a la gala telemática en completa soledad, no solo se han quedado sin premio, sino también sin una familia tan unida como la del rectángulo de abajo. Aunque luego, al ver el espectacular apartamento de Aaron Sorkin (mejor guion por El juicio de los 7 de Chicago) empezamos a preguntarnos si preferimos una familia o esos espectaculares lacados que se adivinan en la enorme cocina que aparece al fondo de ese interminable apartamento neoyorquino. Ha dado un sentido discurso sobre el asalto al Capitolio, pero a estas horas ese fondo se lleva toda nuestra atención. Mientras tanto, por cierto, en el recuadro de al lado, David Fincher se tomaba un chupito tras perder. Tantas cosas ocurriendo en una pantalla partida empiezan a recordar más a Brian de Palma que a una reunión de Zoom.
Justo después, Maya Rudolph, durante un número cómico junto a Kenan Thompson, dice: “El covid es un invento”. Aquí, en unos premios más autóctonos, no hubo que pagar a ningún guionista para que una actriz dijese eso mismo. Durante el tierno discurso de agradecimiento de Norman Lear, que recibe el premio Carol Burnett (él habla desde su casa, con el Globo de Oro en la mano y una cámara en condiciones, que para esto es un premio de honor), se intercalan a menudo los rostros de otros nominados, que escuchan con arrobo a esta leyenda de la televisión. Jason Sudeikis, por ejemplo, lo hace vistiendo una sudadera. Y en otra pantalla nos preguntamos si el pelirrojísimo hijo de Cynthia Nixon se ha quedado dormido o solo está cerrando los ojos para escuchar a Lear con más concentración. Al lado de todos esos planos de actores que están solos en casa toman más valor estas palabras que cierran su estupendo discurso: “Casi con 99 años, puedo deciros que nunca he vivido solo y nunca he reído solo. Y eso tiene más que ver con el hecho de que esté aquí con vosotros esta noche que cualquier otra cosa que pueda imaginarme”.
Pero aquí va otra cosa que nadie podría imaginarse: Laura Pausini, esa artista superventas generalmente (e injustamente) relegada a cantante para niñas y señoras, recogiendo un Globo de Oro a la mejor canción. Lo ha hecho, delante de un enorme piano blanco, presumimos que desde su casa en Italia, por la canción que ha escrito junto a Diane Warren para La vida por delante, el regreso al cine de Sofia Loren. Es, probablemente, la manera en que la Asociación Extranjera de la Prensa de Hollywood pide perdón a la propia Loren por no haberla nominado a ella. Y después, justo después, los Globos de Oro vuelven a hacer algo muy bien: premiar a Jason Sudeikis (por Ted Lasso) para que podamos ver, por primera vez en la historia de los premios, a alguien recoger un Oscar en sudadera. No será el único homenaje al confinamiento (y a nivel estilístico Jodie Foster lo hará todavía mejor dentro de un rato). Cuando Ben Stiller sale a presentar el premio a mejor actriz de comedia para Rosamund Pike portando un pastel “porque en este último año he aprendido a hornear”. Pike, por cierto, no le sigue el juego: acepta su premio vestida con un enorme tutú y en una esquina de su casa que parece un decorado de 2001: una odisea del espacio.
Lee Isaac Chung, director y guionista de Minari, vuelve a hacer que reviente el ternurómetro cuando agradece su premio con su hija comiéndoselo a besos mientras él aclara: “Mi mujer está escondida tras el ordenador”. Minari, en realidad una película estadounidense, gana el Globo de Oro a Mejor Película Extranjera porque en ella hablan, mayormente, coreano, lo cual dará material a que el año que viene la asociación entone otro mea culpa como el de esta noche, cuando en una escena con una solemnidad que casi inspiraba risa prometieron incluir más diversidad racial entre sus miembros. No pasa nada: una controversia en 2021 allanará el camino para un aplauso en 2022. Así será esto siempre.
Con el premio de honor Cecil B. DeMille a Jane Fonda llega uno de los momentos álgidos de la noche. En su discurso explica que las historias le han enseñado a ser empática: a entender lo que se siente al ser negro, musulmán o víctima de la violencia sexual. Cuando dice que Hollywood debe meditar sobre “a quién se ofrece un lugar en nuestra mesa y a quién se le aparta”, realización corta a un plano de Jodie Foster con su esposa Alexandra Hedison, ambas en pijama acompañadas de su perro. Justo después, Jamie Lee Curtis le otorgará el premio a Mejor Actriz de Drama por The Mauritanian. Jodie besa a su mujer, acaricia a su perro y da un discurso de agradecimiento breve y entusiasta. Sabe a poco, pero ella es realeza de todo esto y puede hacer lo que le venga en gana. Ahí, en esa casa y en esa estampa, es donde querríamos quedarnos y donde esta modalidad de gala de premios traiciona al gran cotilla que llevamos dentro: continuamente ofrece al espectador unas escenas que le interesan mucho más que la del escenario para, a continuación, arrancarnos de ellas al segundo. Por cierto, Jodie Foster, recogiendo un premio de honor en esta misma gala hace ocho años, pareció responder a este mismo comentario: “¡Privacidad!”, exclamó. “Algún día, en el futuro, la gente mirará atrás y recordará lo hermosa que era”.
El Globo de Oro a Chadwick Boseman, que tristemente es póstumo, deja la escena más lacrimógena de la noche. Su viuda, Taylor Simone Ledward, acepta el premio a solas en su sofá, llorando desde el principio hasta el final, mientras el resto de nominados o presentadores, ya sea en uno de los dos escenarios o en casa, lloran a su vez. Justo a continuación, otro momento no menos emocionante: una mujer recogiendo el premio a mejor directora. Lo hace Chloe Zhao por Nomadland. Es la segunda en 78 años (se lo llevó Barbra Streisand por Yentl en 1984 y pare de contar).
Joaquin Phoenix aparece, ya casi al final, para resumir en una imagen el espíritu de esta gala: lleva camisa y corbata mezclada con unas viejas Converse y una sudadera. Apenas dice nada, solo el nombre de la ganadora a mejor actriz en drama (es Andra Day por Los Estados Unidos contra Billie Holiday). Probablemente no hace falta que diga nada más: es Joaquin Phoenix, una performance en sí mismo.
“¡Otros Globos de Oro asombrosos y rarísimos!”, concluye Amy Poehler al final de la gala, después de que Nomadland se lleve el Globo de Oro a mejor drama y se convierta en la revelación de la noche. La sensación que deja esta edición de los es confusa: uno se enfrentaba a este tipo de premios deseando el escapismo, asistir a una realidad inalcanzable desde nuestro sofá. Y este año, a base de webcams, sonido que falla, gente en sudadera o pijama y mesas vacías, hemos visto algo que nos recuerda demasiado a nuestras propias vidas. Los Oscar, han dicho, podrían seguir una línea parecida y organizarse en diferentes localizaciones y con múltiples conexiones. Solo pedimos que, si es así, los nominados giren levemente su ordenador y abran el plano: queremos ver más de ellos, menos de la gala. En este nuevo orden en el que todo lo que conocemos se ha visto reducido al plano medio de un amigo, de un familiar o de una estrella recogiendo un premio, hemos empezado a mirar más allá. Probablemente, tras esta temporada de galardones, habremos llegado a la conclusión de que los objetos de decoración, los cuadros, las cortinas, la iluminación e incluso la compañía que un famoso elige para conectar con una gran gala de premios dice mucho más de él que la ropa. ¿Qué quiere decirnos la que posa ante un carísimo piano en contraposición al que recibe un premio en una esquina de un triste despacho con la luz tenue de un flexo? Tanto o más, probablemente, que el traje de Valentino, Prada o Calvin Klein en los que tantos nos fijábamos hasta ahora. El pijama ha llegado a la alfombra roja. A lo que queda de ella, más bien.
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