La perturbadora película francesa que 25 años después aún se muestra en las escuelas para entender qué pasa en las calles
‘El odio’, que en 1995 dio a un joven Mathieu Kassovitz la Palma de Oro en Cannes a la mejor dirección, cumple un cuarto de siglo sin haber perdido un ápice de su discurso social: el racismo y la violencia que denunciaba entonces sigue hoy más viva que nunca
“Un hombre está cayendo de un edificio de cincuenta pisos. Para tranquilizarse, mientras cae al vacío, no para de repetir: hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien. Pero lo importante no es la caída, es el aterrizaje”. Esta cita, extraída del personaje que Steve McQueen interpreta en Los siete magníficos, abre y cierra El odio, la película de Mathieu Kassovitz que se estrenó hace un cuarto de siglo en Francia.
Esta frase es uno de los símbolos contenidos en la cin...
“Un hombre está cayendo de un edificio de cincuenta pisos. Para tranquilizarse, mientras cae al vacío, no para de repetir: hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien. Pero lo importante no es la caída, es el aterrizaje”. Esta cita, extraída del personaje que Steve McQueen interpreta en Los siete magníficos, abre y cierra El odio, la película de Mathieu Kassovitz que se estrenó hace un cuarto de siglo en Francia.
Esta frase es uno de los símbolos contenidos en la cinta, porque El odio es una película de símbolos; una fábula moderna, gris, sucia y brutal que sigue resultando muy actual. La película narra un día decisivo en la vida de un grupo de amigos que viven en uno de esos barrios desheredados que rodean París, una banlieue, Les Muguets. Son Vinz, Hubert y Saïd, un judío, un africano y un árabe. La noche anterior se ha producido un fuerte enfrentamiento con la policía que ha dejado medio barrio destrozado. Las revueltas han estallado porque un chico del barrio, Abdel, se encuentra ahora en coma después de que unos agentes de policía le dieran una paliza casi mortal en comisaría.
Durante los altercados, un policía ha perdido su arma. Ese revólver perdido es otro de los símbolos alrededor de los que gira el filme. Durante el film, los tres amigos deambulan por las calles de su barrio. No hay nada que hacer, se aburren, se sientan a ratos en parques desolados, hablan del programa de la tele de la noche anterior o trapichean con un poco de hachís mientras dan patadas a jeringuillas que se acumulan en el suelo, llenas de tierra. La policía siempre está acechando, vigilando; son una parte más del paisaje del barrio.
Pero Vinz, Hubert y Saïd no solo se sienten maltratados en su barrio. Viajan al centro de París donde tampoco se sienten queridos por nadie. Los habitantes de la capital los ignoran, los miran con una ceja levantada y los tratan como animales exóticos. Una desagradable realidad similar a la que describió Céline Sciamma en Bande de filles (2014), en ese caso en clave femenina.
Kassovitz comenzó a escribir el guion de El odio en 1993, después de conocer el asesinato a manos de la policía de Makome M’Bowole, un joven zaireño de 17 años. Un año más tarde, comenzó el rodaje y en 1995 se estrenó en el Festival de Cannes, donde el cineasta recogió el premio a la mejor dirección. La crónica que desde aquella edición del festival escribió Ángel Fernández-Santos para EL PAÍS no es nada complaciente con la película, a la que califica como “resultona”. El crítico caracteriza a Kassovitz como un genio de la autopromoción e incluso habla de un cierto tufo a “premio prefabricado”. Sin embargo, la opinión de Fernández-Santos no fue compartida por el resto de la crítica y la película tuvo en general muy buenas críticas. En Francia se convirtió en la película del año, recibió varios premios César y tanto a Kassovitz como a Vincent Cassel —que interpreta a Vinz en su primer papel importante—, se les aplicó el socorrido término de enfant terrible del cine francés.
Todo sigue igual (o incluso peor)
Resulta triste pensar que una película que denunciaba la estigmatización de los habitantes de la banlieue (los barrios de la periferia de París), así como la brutalidad policial, la violencia y la deshumanización omnipresentes en la sociedad, se haya convertido en un clásico atemporal del cine político. Porque estos barrios siguen exactamente igual o incluso peor que hace 25 años. El hombre que se precipita y se repite “Hasta ahora todo va bien” representa a todas las personas que pudieron hacer algo para cambiar el destino de estos barrios en los ochenta, en los noventa y en lo que llevamos de siglo XXI, pero que miraron, y siguen mirando, hacia otro lado. Esperando el inevitable aterrizaje.
En una reciente entrevista en Another Magazine, Kassovitz señaló la innegable actualidad de El odio: “El poder hacer una película política que siga siendo relevante veinticinco años después es sorprendente y terrible al mismo tiempo. Porque también significa que los problemas todavía están aquí. Son aún peores ahora, se añaden a otros problemas que no teníamos entonces”. En la actualidad hay más racismo, más segregación y más desigualdad en Francia. También más conciencia de ello: tras el asesinato de George Floyd a manos de Derek Chauvin, el debate sobre la inmigración entre los musulmanes franceses y los hijos de inmigrantes de África y del Caribe se ha avivado y ha vuelto a reclamar la necesidad de abordar el problema de la desigualdad todavía presente en el país.
Al mismo tiempo, el fantasma de la radicalización religiosa y el terrorismo asoma cada dos por tres en toda Europa, y la extrema derecha crece en apoyos con cada elección. En 2019, los actos racistas y xenófobos aumentaron un 130%. Para colmo, la pandemia que vivimos ha contribuido a tensar un poco más la situación. Según el sociólogo Michel Kokoreff de la Universidad de París-VIII-Vincennes-Saint-Denis, que ha estado trabajando en los barrios de clase trabajadora de París durante treinta años, “las poblaciones de estos barrios obreros están jugando el papel de chivos expiatorios en tiempos de pandemia”, contó hace unos días al diario Libération.
Una situación similar ocurre en nuestro país. Según el informe ‘Racismo y xenofobia durante el estado de alarma en España’ realizado por la ONG Rights International Spain en colaboración con el Equipo de Implementación del Decenio Internacional para los Afrodescendientes en España, “el racismo institucional y estructural, la explotación laboral de las personas afrodescendientes y otros grupos étnicos raciales se ha incrementado desde que vivimos inmersos en una crisis sanitaria global”.
Las banlieues francesas están entre las zonas más afectadas por el virus ya que la mayoría de sus habitantes tienen trabajos de primera necesidad que los hacen exponerse a la covid-19 a diario: son cajeros, repartidores, conductores… Y como la presencia policial allí es muy fuerte, las denuncias por incumplimientos del confinamiento alcanzan las cifras más altas del país, lo que incrementa la estigmatización. “En algunos barrios”, insiste Kokoreff, “la policía sigue comportándose como un ejército de reserva colonial”.
Tampoco es que nada haya cambiado durante estos años pero, para Kokoreff, los esfuerzos han sido más estéticos que otra cosa, lo que no deja de ser perverso. “El ejemplo más emblemático es el del municipio de Clichy-sous-Bois, de donde proviene el director Ladj Ly”. Se trata del director de Los miserables, una película que por su temática y atmósfera se ha comparado recientemente con El odio. “No pudo filmar algunas de las escenas allí porque el área había sido completamente renovada”, continúa Kokoreff. “Pero aparte de las condiciones de vida, a menudo más dignas, nada ha cambiado realmente. La situación social de las familias no ha mejorado. El desempleo entre los menores de 25 años sigue siendo tres o cuatro veces mayor que el nivel nacional. Y la experiencia de la discriminación étnica y racial nunca ha sido tan significativa”.
Una solución desde dentro
Ante todas estas décadas de abandono, una gran parte de la población de estos barrios ha decidido olvidarse de una ayuda que nunca llega y ha comenzado a trabajar para arreglar las cosas desde ONG o participando activamente en la política del país. Durante los últimos meses, en respuesta a la crisis del coronavirus, han surgido iniciativas por parte de los ciudadanos de estas barriadas, para hacer recados, entregar comida a domicilio, o ayudar a ancianos, así como a otras personas que viven solas o a familias que pasan hambre.
Por ejemplo, en la citada Clichy-sous-Bois, se distribuyeron durante el mes de abril, 50 palés de comida durante ocho días a cientos de personas. Una iniciativa que fue promovida, entre otros, por el colectivo Aclefeu, que lucha por visibilizar a la gente que vive en los barrios, y por empresarios nacidos en el barrio y que, según esta asociación, “no han olvidado de dónde vienen”.
No cabe duda de que con el paso de los años, El odio se ha convertido en un clásico de culto desde un punto de vista cinematográfico. Lo que resulta más especial es que el film se utiliza de manera habitual como material didáctico, y muchas entidades educativas incluyen una proyección de El odio en sus programas para que los jóvenes reflexionen sobre la cultura de la violencia, la discriminación social, la marginación y las desigualdades económicas. Es el caso, por ejemplo, de la Red de Escuelas por los Derechos Humanos de Amnistía Internacional o el proyecto de la Fundación La Caixa, EduCaixa.
“La película cambió la vida de muchas personas”, le contó Kassovitz a Another Magazine. “He conocido a gente que decidió hacerse policía o abogado después de verla. Es lo que buscas cuando haces una película política, que sirva para algo más que para entretener a la gente. El odio les dio fuerza y autoestima a los chicos de los suburbios, y también hizo que la policía los viese de una forma diferente. Inspiró a mucha gente y ayudó a crear una nueva generación de artistas y realizadores, no fue solo una moda pasajera. Conseguir algo así es la razón por la te embarcas en una película como esta y por eso estoy orgulloso de ella”.
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