El ‘link’ está en la ‘bio’
“¿Acaso estamos tan curados de espanto que ya solo pensamos en chistes? Puede que sí, pero puede que todavía no estemos sentenciados”
Durante el asalto al Capitolio, yo, como todo el mundo, estaba en mi casa mirando Instagram. Mientras cambiaba de canal de televisión y refrescaba la pantalla del móvil me escribió un amigo:
–¿Has visto las imágenes? No he podido parar de hacer pantallazos. ¡Es como de Agárralo como puedas!
–A mí es que todo esto me da miedo. No...
Durante el asalto al Capitolio, yo, como todo el mundo, estaba en mi casa mirando Instagram. Mientras cambiaba de canal de televisión y refrescaba la pantalla del móvil me escribió un amigo:
–¿Has visto las imágenes? No he podido parar de hacer pantallazos. ¡Es como de Agárralo como puedas!
–A mí es que todo esto me da miedo. No me da risa –respondí con cierta dignidad.
–A ver, un poco sí.
Y me envió un torrente de fotos: la policía haciéndose selfis con los asaltantes, un seguidor de Trump con gorra roja al teléfono desde un despacho del Capitolio, el tipo que robó el atril de Nancy Pelosi saludando a cámara... y un meme, Kendall Jenner dándole una Pepsi a un antidisturbios en el polémico anuncio que protagonizó en 2017 con un escueto comentario: “¿Y ELLA DÓNDE ESTABA?”. Claro, me tuve que reír. Y acabé subiendo memes y comentarios graciosos yo mismo.
Al día siguiente, mi amigo y yo teníamos resaca. “Te sentías repugnante pero a la vez era tan divertido”, lamentamos medio avergonzados. Ironizar sobre lo trágico que nos pasa no es nuevo, pero sí lo es la omnipresente predisposición a descojonarnos ante la dimensión ridícula de la vida. Porque al poco, durante la investidura de Joe Biden, no fue ni él, ni su mujer, ni Jennifer Lopez vestida de Frozen, ni Lady Gaga, sino la silueta de un Bernie Sanders sentado, traspuesto y con unas manoplas que una mujer de Vermont le había tejido con restos de jerséis de lana, la que dio la vuelta al mundo.
Adaptada, eso sí, al práctico formato pantalla, y recortada y recolocada en cualquier otro lugar: en el salón de casa, en una performance frente a Marina Abramovich, en una nave aniquilando la Tierra o multiplicada, diminuta y pega- da en el estampado del vestido de Gucci que ese mismo día llevó Melania Trump al aterrizar en Mar-A-Lago. Una risa. Por supuesto, no se puede decir a estas alturas que los memes sean algo minoritario o contracultural: el propio Sanders ha puesto a la venta una pegatina con su efigie a través de Instagram, y los ingresos irán a asociaciones benéficas de Vermont. El link está en su bio.
¿Acaso estamos tan curados de espanto que ya solo pensamos en chistes? Puede que sí, pero puede que todavía no estemos sentenciados. La misma ceremonia de Biden fue una oda al más sano aburrimiento: la ropa, la puesta en escena, incluso aquellas intervenciones llenas de promesas de reconstrucción (lo desasosegante, para mí, es que parecían los discursos de un armisticio) y no de perversidad trumpiana. Las noticias que nos llegan desde la Casa Blanca, después de aquello, también son relajantes: diversidad, dos pastores alemanes, familias presidenciales cuyo apellido no da nombre a ningún imperio inmobiliario, vuelta al Tratado de París, mascarillas. Pura ortodoxia. Escasa munición viralizable.
Por mucho que Trump no vaya a desaparecer, y que sus fuerzas sigan vivas tanto en EE UU como en buena parte de Europa e incluso entre nosotros, echaremos de menos a un enemigo tan colorido como él. Entre otras cosas porque, ahora que hemos perdido su imperdonable fotogenia para generar memes, tenemos que volver a hacer el esfuerzo de matizar nuestros puntos de vista.
Empezar a tomar decisiones sobre asuntos que llevan años pidiéndolo. Como, ya lo decíamos, nuestra relación con las redes sociales. En este número, Iñigo López Palacios investiga los cada vez más frecuentes casos de hackeos de cuentas de Instagram, una herramienta en la que depositamos nuestros datos, nuestro ingenio y hasta nuestra vida profesional, pero por la que casi ninguno pagamos dinero y que se ha probado escasamente resolutiva a la hora de afrontar los problemas de usuarios privados.
También buscamos inspiración en personajes cuya obra no es necesariamente una explicación de su vida, como Vincent Cassel. Nuestro hombre de portada le cuenta a Marc Bassets cómo alguien nacido en un entorno acomodado y poco problemático se ha hecho un nombre con papeles que hablan de desafección y violencia, y que, para él, la política termina justo donde empieza el cine. También apostamos por moda que nos haga felices en la calle y en casa, pero sin ropa de yoga. Y, si se queda con ganas de matices y soluciones creativas para estos tiempos tan raros, dé la vuelta a la revista: como cada mes de febrero, hemos elaborado la guía oficial del Madrid Design Festival. Un evento con el que, durante todo el mes, y esta vez de forma más online que nunca, nuestros amigos de La Fábrica celebran la cultura del diseño como receta artística, estratégica y tecnológica para progresar.
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