El caso de Drake y los millones de escuchas “inauténticas”: la demanda contra Spotify que cuestiona a la industria musical
Una demanda contra la plataforma denuncia números inflados por robots, VPN y cuentas imposibles que escuchan 23 horas al día de música del célebre rapero (aunque esta historia no va sobre él)
Una demanda colectiva presentada hace unas semanas en California por el primo de Snoop Dogg, el rapero RBX, sostiene que Spotify permitió, durante más de tres años, un volumen significativo de streams (o sea, reproducciones) inauténticos alrededor del catálogo de Drake. ¿Qué significa exactamente “inauténticos”? El documento habla de bots, cuentas automatizadas y tráfico enmascarado mediante VPN que habría inflado parte de los casi 37.000 millones de reproducciones acumuladas por el artista entre 2022 y 2025. No se da una cantidad exacta, pero se habla de “miles de millones”. Como ejemplo, cita que durante un período de cuatro días hubo streams sospechosos, concretamente 250.000, de la canción No Face.
Cuidado: Drake no está acusado de fraude, pero sí aparece como beneficiario potencial de una lógica que mezcla supervisión laxa, incentivos económicos opacos y un sistema que prioriza el volumen por encima de la coherencia. La demanda menciona patrones tan improbables como cuentas escuchando casi 23 horas al día, rutas que saltan entre países en cuestión de minutos y cientos de miles de reproducciones de un mismo tema originadas en Turquía pero registradas como tráfico británico. Es decir: señales que cualquier ser humano reconocería como anomalías, pero que habrían convivido sin fricción dentro de uno de los catálogos más importantes de la plataforma.
¿Por qué este caso importa, más allá del morbo que siempre rodea a un artista de escala global? Porque en el subsuelo de la música estas historias han dejado de sorprender: centenares de artistas emergentes en todo el mundo han visto cómo Spotify retenía pagos o marcaba como sospechosos picos de actividad que ellos no habían provocado ni podían explicar. La plataforma nunca sanciona directamente al músico, tal y como se explicita en su renovada guía sobre los streams artificiales, sino a la distribuidora. Ésta traslada después la penalización al artista, que queda atrapado en un proceso en el que no tiene ninguna capacidad para demostrar su inocencia.
Uno de los casos recientes es el del madrileño Álvaro Corrochano, cuya canción Ocaso experimentó un aumento repentino de escuchas tras aparecer en una playlist de unas 70.000 personas. El perfil parecía legítimo, pero al día siguiente la playlist entera desapareció sin explicación y el pico continuó, señal suficiente para que él comenzara a sospechar. Corrochano contactó con Spotify: primero con un bot, después con lo que parecía otro bot con forma de “trabajador humano”. El mensaje fue siempre el mismo: “No te preocupes, tenemos sistemas automáticos que detectan y eliminan streams artificiales”. Pero los streams no se eliminaron, nadie le notificó nada y la playlist desapareció de su panel de artista como si nunca hubiera existido.
La ambigüedad de casos como este es lo que alimenta la sensación de que el sistema opera con criterios opacos: cuando los números suben, nadie explica por qué; cuando bajan, las justificaciones son automáticas y casi siempre recaen sobre el eslabón más débil. Corrochano no sabe si fue víctima de un servicio de bots, de una playlist irregular o de un error del propio algoritmo, pero sí sabe que no tiene forma de saberlo. Su experiencia coincide con la de muchos músicos independientes (Reddit está lleno de testimonios): picos inexplicables que no generan ingresos reales, respuestas genéricas que parecen salidas de una plantilla y un sistema de detección de fraude que se aplica con dureza cuando perjudica a quien gana poco, pero que desaparece cuando conviene interpretar las anomalías como simple éxito orgánico. Por eso el triángulo RBX–Drake–Spotify ha generado tanto interés: porque revela una contradicción que los artistas pequeños conocen desde hace tiempo. Que la plataforma actúe con celo en los márgenes del sistema, pero no parezca capaz de ejercer el mismo control en el centro, donde los números (y las consecuencias) se hacen enormes.
La pregunta inevitable es si el sistema está diseñado para detectar fraude o para gestionar riesgos sin comprometer sus métricas más valiosas. Ese es el verdadero trasfondo de la demanda: más que señalar a Drake, cuestiona los mecanismos con los que Spotify decide qué considera irregular y qué interpreta como simple variación estadística. La plataforma ha construido su legitimidad sobre dos indicadores, usuarios activos y volumen total de streams mensuales, sosteniendo su relato de crecimiento casi perpetuo ante sus inversores. ¿Hubo intención? La demanda no lo afirma específicamente. Spotify no se ha pronunciado sobre el litigio pero ha afirmado “no beneficiarse en modo alguno de las escuchas artificiales, un fenómeno generalizado en la industria“. Lo que sugiere es algo más sistémico: que ciertas desviaciones no generan alarma porque, en el equilibrio general del negocio, resulta más útil integrarlas que investigarlas.
Otra ironía es que, justo antes de este litigio, Drake había demandado a Universal Music Group alegando que la compañía impulsó artificialmente un tema de Kendrick Lamar para dañar su reputación durante su enfrentamiento público. Aquel caso fue desestimado por un juez federal con el argumento de que las alegaciones contra Not Like Us eran “opinión, no hechos constatables” y por tanto no podían constituir una difamación. Esta curiosa coincidencia revela que incluso los artistas más grandes del mundo han empezado a sospechar que sus carreras pueden verse afectadas (o favorecidas) por movimientos de datos que apenas controlan. Cuando un artista denuncia a su propio sello por “manipulación algorítmica”, y semanas después aparece rodeado por acusaciones de fake streams, el foco deja de estar en las personas y se desplaza hacia la arquitectura que mueve los hilos.
Sin comerlo ni beberlo, Drake, el artista más escuchado en Spotify en la década pasada, ve como puede convertirse en un involuntario verificador de la popular Teoría del Internet muerto. La teoría de la conspiración, aparecida alrededor de 2016, asegura que una parte creciente de la actividad digital ya no la generan personas, sino automatismos diseñados para simular participación constante y alterar algoritmos, percepciones y resultados de búsqueda. No se trata de creer que “los humanos ya no están ahí”, más bien se trata de intuir que hay sistemas capaces de “funcionar” incluso cuando las señales que procesan no pertenecen a nadie. El caso RBX–Drake–Spotify nos sugiere que el streaming puede prosperar aunque una fracción de su tráfico sea estadísticamente inverosímil. Si cuentas imposibles pueden coexistir con normalidad dentro de las cifras de uno de los 10 artistas más consumidos del planeta, la pregunta deja de ser si hay bots (por supuesto, los hay) y pasa a ser cuánto depende la industria de ellos para mantener su escala actual.
En última instancia, este caso no redefine a Drake ni cuestiona su posición en la cultura pop. Lo que desvela es, sobre todo, una infraestructura que convierte millones de acciones dispersas en dudosos indicadores de valor. Si los artistas emergentes pueden perder ingresos por unas pocas miles de reproducciones sospechosas y, al mismo tiempo, un volumen de anomalías mucho mayor puede integrarse sin desviar la narrativa global, entonces el problema está en la lógica que gobierna susodicha plataforma. Quizá por eso esta demanda está reverberando más allá del rap, el pop o los frecuentes dramas entre artistas y majors: porque obliga a mirar de frente algo que sentimos pero no podemos demostrar fácilmente.