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“Ana Belén no quería desnudarse. Gran error por su parte”: génesis y legado de ‘Matador’, la película más extraña de Almodóvar

El quinto film del manchego es una ‘rara avis’ en su filmografía. A punto de cumplir 40 años, se ha proyectado en Venecia y remasterizado para que lo descubra una nueva generación

Matador (1986), la quinta película de Pedro Almodóvar, contiene algunas de las imágenes más extremas e impactantes de toda su filmografía, pero su protagonista, Assumpta Serna, recuerda aquel rodaje como una experiencia bastante grata. “La mayoría de los chicos eran gais, como Pedro, o el coprotagonista, Nacho Martínez, y también el actor al que yo me llevaba a la cama en la primera escena [Jesús Ruyman]”, cuenta en videoconferencia desde su casa, en Madrid. De modo que, a pesar de las escenas de sexo y desnudos en las que participaba, que habían disuadido a otras actrices de aceptar el papel, ella se sintió “más cómoda imposible”.

Acaba de volver del festival de Venecia, que finalizó el pasado sábado. Allí ha asistido a un pase de la película –remasterizada en versión 4K por la plataforma FlixOlé y la distribuidora Video Mercury–, coincidiendo con el 40 aniversario de su filmación. “Como a lo largo de mi carrera me han preguntado tanto por ella, la tengo muy presente”, apunta, quizá entre agradecida y resignada. También considera que Matador es, por su osadía, una invitación a que los directores actuales se atrevan a transgredir los límites de la corrección política: “Lo que me impresionó al volver a verla es que evidencia que muchas de las películas de ahora sirven para reforzar el statu quo, más que para hacer progresar las cosas. En cambio, Matador hablaba muy directamente de temas que siguen siendo tabú, como el placer y la muerte o la mentira”.

Desde luego, si algo demuestra su revisión es que no solo mantiene intactas algunas de sus cualidades originales, sino que aún resulta, por momentos, más perturbadora que cuando se estrenó. Aunque el argumento solo es una parte del artefacto, ya nos advierte del material explosivo que tenemos entre manos: el ex torero Diego Montes (Nacho Martínez) y la abogada María Cardenal (Assumpta Serna) comparten una mórbida obsesión con la muerte, y por ello son como dos planetas destinados a alinearse. A su alrededor orbitan los personajes de un joven mortificado por repentinas visiones de asesinatos (Antonio Banderas), una modelo con complejo de redentor hacia el torero (Eva Cobo), un inspector de policía que investiga una serie de crímenes con los que los anteriores están relacionados (Eusebio Poncela) y una psiquiatra muy sentimental enamorada de este último (Carmen Maura). Sus historias se entrecruzan en un clima fatalista para converger en un trágico final más grande que la vida.

Después de haber trabajado bajo condiciones materiales precarias, por primera vez Almodóvar contaba con la holgura garantizada por un gran productor para los estándares españoles, Andrés Vicente Gómez. Esta colaboración no tendría continuidad, ya que todas sus películas posteriores las puso en pie la productora El Deseo, capitaneada por su hermano, Agustín Almodóvar (a quien, significativamente, está dedicada Matador: “A Tinín”, dice el rótulo sobreimpreso tras los créditos). Quizá por ello, parece un tanto descabalgada del canon almodovariano. Otro factor que hace de Matador una especie rara es que el guion no está firmado por el director en solitario, sino que en los créditos figura un coguionista, el escritor Jesús Ferrero (esto volvería a ocurrir solo en Carne trémula, donde colaboraron Ray Loriga y Jorge Guerricaechevarría).

Ferrero venía fresco del éxito de su primera novela, Bélver Yin, una historia de pasiones oscuras ambientada en China, muy apreciada por la crítica y los lectores por su refinado estilo, poco frecuente en el panorama literario español del momento. La idea inicial de Almodóvar era justamente adaptar ese libro, pero el proyecto fracasó por falta de financiación, según recuerda el propio Jesús Ferrero en conversación con ICON: “También Bigas Luna lo intentó sin éxito, porque esa habría sido una película muy cara, más para Hollywood que para el cine español. Entonces, Pedro me dijo que quería hacer otra película que ironizara con la corrida a través de dos necrófilos, un hombre, torero, y una mujer. Yo respondí que los necrófilos no me interesaban nada, y que mejor convertirlos en asesinos que disfrutaran del acto de matar. Y así lo planteamos, con dos asesinos perversos como protagonistas”.

Tráiler de la película 'Matador' (1986) dirigida por Pedro Almodóvar.Vídeo: HD Retro Trailers

El proceso de escritura a cuatro manos tuvo lugar en Barcelona durante poco más de un mes. “Fue un trabajo que llevamos a cabo muy concentrados y con gran satisfacción, lo pasamos muy bien”, evoca Ferrero. Más dificultades hubo para encontrar la financiación, hasta que apareció Andrés Vicente Gómez: “Costó encontrar productor, y hubo un primer intento que se frustró, pero eso acabó beneficiándonos, porque en el cambio nos pagaron el guion dos veces”. Del rodaje, Ferrero recuerda ante todo la cercanía con Antonio Banderas -“él aún era un actor semiprofesional que iba al set en mobylette”- y con Nacho Martínez. No tanto con Assumpta Serna, con la que después trabaría amistad, pero que entonces guardaba cierta distancia con el resto del equipo, él incluido.

Ella explica: “Aquel era un ambiente muy distinto al mío, y llegué a él a través de mi primer marido [el actor Carlos Tristancho], que sí era amigo de Almodóvar, con el que yo ya había hecho un pequeño papel en Pepi, Luci, Bom (1980). Pero el rodaje fue muy agradable, en especial por Nacho Martínez [fallecido en 1996], que me protegió mucho y mediaba entre Pedro y yo. No sé por qué, pero decidió asumir ese papel”.

La actriz catalana, que ya había iniciado una carrera internacional que después se afianzaría con títulos como Yo, la peor de todas (1992) o Jóvenes y brujas (1996), aterrizó en el proyecto después de que el personaje de María Cardenal fuera rechazado por Charo López y Ana Belén (Almodóvar también citaría a Amparo Muñoz y Bibiana Fernández entre las opciones barajadas). “Creo que Ana Belén no quería desnudarse, algo que el guion exigía”, dice Ferrero. “Aquel fue un gran error por su parte”.

“Sabía que yo no era la primera opción de Pedro, aunque a mí no me lo dijo con tanta claridad”, cuenta Assumpta Serna. “Charo López habría representado esa mujer española que yo de manera natural no daba, y por eso me tiñeron el pelo de negro. Pero otras cosas mías, como la sofisticación o la estatura, las aprovechamos para el personaje”. Con un denso maquillaje de femme fatale que por momentos parece remitir al teatro kabuki japonés o la ópera china, Serna aparece aquí ultraestilizada y vestida (o desnuda) para matar. En la muy turbadora secuencia inicial, que une sexo y muerte y por ello marca el tono de la cinta, su cabello está peinado como la novia de Frankenstein y coronado con un alfiler de plata (diseño del joyero Chus Burés) que ella convertirá en su estoque, en una suerte de adelanto de la Sharon Stone de Instinto básico, de Paul Verhoeven, que se estrenaría siete años más tarde.

La película no funcionó mal en taquilla, pero tampoco supuso el salto cualitativo esperado para Almodóvar. “En España al principio no gustó tanto, y de hecho duró poco en los cines”, prosigue Jesús Ferrero. “Pero sí que gustó en el extranjero, sobre todo en Portugal [obtuvo varios premios en el festival Fantasporto, en Oporto], en Francia y en los Estados Unidos, por lo rara que era. Les parecía algo extrañísimo”. Cuenta con fans declarados como Quentin Tarantino, que en su libro de memorias, Meditaciones de cine, la cita como ejemplo de un cine que por aquel entonces no era posible en los Estados Unidos -con sus créditos iniciales en los que Nacho Martínez se masturbaba ante un televisor que mostraba sangrientos asesinatos de mujeres-, y que hoy quizá no lo sería en ningún lugar del mundo. En los habituales ránkings que ordenan de mejor a peor el cine de Almodóvar, suele ocupar lugares discretos. Fue, sin embargo, su propio autor quien –en el libro Conversaciones con Almodóvar, de Frédéric Strauss– la consideró una de sus películas menos logradas.

Es, también, una de las más inclasificables. En su reseña de la película, Vincent Canby, crítico de The New York Times, tiraba de calificativos como “comedia surrealista” e “insistentemente disoluta”, acaso interpretándola como una parodia del cine negro. Esto no era una novedad: también cabía interpretar los trabajos inmediatamente anteriores del director, Entre tinieblas y ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, como parodias de otros géneros, respectivamente el melodrama con ambientación religiosa y el neorrealismo. Si toda parodia implica, tal y como la han definido autores como Linda Hutcheon o Umberto Eco, un discurso crítico enunciado desde el registro del humor o la ironía, hay que admitir que la parodia -uno de los estilos característicos de la posmodernidad- está presente no ya en estas películas, sino en la obra almodovariana al completo. Sin embargo, tales interpretaciones solo dan cuenta de parte de la verdad, porque Almodóvar hace estos géneros al mismo tiempo que los cuestiona, de modo que su cine reúne lo mejor de ambos mundos.

Este mecanismo puede compararse con un coro de dos cantantes perfectamente empastados: ambas voces resultan indistinguibles hasta el punto de terminar operando como una sola, así que el espectador no tiene la opción de elegir entre una u otra. Lo que puede resultar desconcertante, pero también tiene su recompensa: ante un filme de Almodóvar se obtiene al mismo tiempo la frescura y la energía de quien realiza algo como si fuera la primera vez, y la distancia irónica que requiere manejar un material desgastado por el uso. Quizá sea en Matador donde llega más lejos en este principio, sobre todo cuando lo aplica a los clichés de la cultura española: machismo, religión y tauromaquia.

Cuando los personajes dicen cosas como “te he buscado en todos los hombres que he amado y he tratado de imitarte cuando los mataba”, “a las tías hay que tratarlas como a los toros: plantarles cara y acorralarlas sin que se den cuenta” o “el dolor y la vergüenza también son una cárcel”, lo hacen totalmente en serio, pero también parecen conscientes de que tales diálogos exigen la infiltración de cierta forma de humor. Cabe pensar, por otro lado, que para los actores no resultara fácil moverse en el filo de esa navaja. “Algunas de mis frases eran imposibles de decir, de tan lapidarias”, confirma Assumpta Serna. “Así que recurrí al misterio y al deseo, mis dos claves para afrontar el personaje”.

Cuenta Jesús Ferrero que él había imaginado un drama claustrofóbico en la línea de Lo importante es amar, de Andrzej Zulawski, “más de interiores, pasillos y calles estrechas, con muchos primeros planos para expresar la vida interior de los personajes”. Pero Almodóvar marcó un rumbo estético muy distinto al optar por una fotografía de gran belleza formal, obra de Ángel Luis Fernández. Buscaba con ello alejarse de la fealdad deliberada de ¿Qué he hecho yo… y acercarse a “los colores de Douglas Sirk” (así lo explicaba él mismo en un reportaje del programa de TVE De película), entre los que destacaban los tonos rojos, símbolo evidente de la pasión y la vida, pero también de la muerte, que desde entonces se convertirían en distintivo de la casa.

Gracias a esas imágenes de un cromatismo vibrante y muy nítido, que también parecían beber del giallo italiano, el polar francés, los editoriales de moda, el cine de Bresson y la atmósfera poética y amenazante de El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima (cuyo título original japonés es, no por casualidad, La corrida del amor), la película alcanza un grado de abstracción que la sitúa en el territorio de lo legendario. A ello contribuyen también la música de Bernardo Bonezzi, los interiorismos de Pin Morales y Román Arango y los espectaculares modelos que visten las protagonistas, diseñados por Francis Montesinos.

El propio Almodóvar interpreta a Montesinos en la escena del desfile de moda, titulado España dividida porque, según el personaje, nuestro país se divide en las categorías de los intolerantes y los envidiosos: “Yo pertenezco a ambas”, informa el modisto/director. Esas dos Españas las encarnan en la historia dos madres terribles, las interpretadas por Julieta Serrano y Chus Lampreave. La primera es una fanática religiosa, representante del periodo franquista recién cerrado que aún enrosca sus tentáculos alrededor de las clases acomodadas, y la segunda la petarda con ínfulas de modernidad que ha visto su oportunidad para brillar en el nuevo paradigma post-movida madrileña, de la que es la versión más esperpéntica.

Tal vez la película diste de ser perfecta (alguna de las interpretaciones desmerece del conjunto, y su aproximación al tema de la violencia contra las mujeres, que en la época podía ser simplemente frívola, resulta hoy algo chirriante), pero en cierto sentido es algo mucho mejor que eso. Su poder de fascinación y su falta de concesiones al llevar adelante una radical apuesta formal, narrativa y temática la sitúan muy encima de sus posibles defectos. Jesús Ferrero, que admite haber experimentado sentimientos ambiguos hacia ella cuando se estrenó, ha cambiado de parecer con el tiempo. “Ahora me gusta más que entonces”, afirma. “Creo que al fin he aprendido a ver Matador”.

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