“En el cine español de los ochenta y noventa siempre había un camello, pero también en las empresas inmobiliarias”
‘Deprisa, deprisa’, el clásico de Carlos Saura sobre la juventud desencantada, delincuente y drogadicta de los ochenta, revive en una edición restaurada y vuelve a la Berlinale, donde ganó el Oso de Oro en 1981
Heroína, atracos a mano armada, marginación: así era la vida de parte de la juventud de los barrios de aluvión en la periferia en el Madrid durante los primeros años de la Transición, abandonada a su suerte entre chabolas, descampados y pisos colmena. Carlos Saura (Huesca, 1932-Madrid, 2023) se sumergió de lleno en aquellos ambientes para rodar Deprisa, deprisa (1981), una de las cumbres de su extensa filmografía, que ganó el Oso de Oro en...
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Heroína, atracos a mano armada, marginación: así era la vida de parte de la juventud de los barrios de aluvión en la periferia en el Madrid durante los primeros años de la Transición, abandonada a su suerte entre chabolas, descampados y pisos colmena. Carlos Saura (Huesca, 1932-Madrid, 2023) se sumergió de lleno en aquellos ambientes para rodar Deprisa, deprisa (1981), una de las cumbres de su extensa filmografía, que ganó el Oso de Oro en la Berlinale de 1981. Coincidiendo con el primer aniversario de la muerte del realizador oscense, durante la pasada edición del festival alemán la cinta regresó a la gran pantalla y se convirtió en la primera producción española que participaba en Berlinale Classics, la sección del certamen que proyecta restauraciones de alta calidad de obras maestras del cine.
“No es una película menor. Y después de volverla a ver ahora, me parece aún mucho más moderna”, declara Antonio Saura, uno de los hijos del director, que fue el encargado de presentar la cinta en su reestreno en la Akademie der Künste a finales del pasado febrero. Se trata de una versión en calidad 4K digitalizada por la plataforma FlixOlé y la distribuidora Mercury Films: un proceso de restauración desarrollado a partir del negativo original de 35mm. “Es sorprendente lo poco que ha envejecido, pero eso pasa con casi todo el cine de mi padre”, apunta.
Producida por Elías Querejeta, el filme cuenta la historia de cuatro amigos sin expectativas de ningún tipo que consiguen dinero rápido cometiendo robos a punta de pistola para sufragar su día a día, que básicamente se reduce a deambular por arrabales, esnifar heroína a ritmo de rumba y fantasear con un futuro. No mejor, simplemente un futuro. Con un presupuesto de 36 millones de pesetas (unos 216.000 euros) y un reparto formado por actores no profesionales reclutados en Villaverde Alto, Deprisa, deprisa se estrenó en España el 30 de marzo de 1981. Obtuvo buenas críticas y la aprobación del público en pleno apogeo del cine quinqui, una etiqueta de la que reniega Antonio Saura, que ahora es el director general de la agencia de ventas Latido Films. “Mi padre nunca vio la conexión con ese género. Con todo el respeto, esto era otra cosa. Y la razón por la que no hizo nunca una segunda o tercera parte fue porque la droga se volvió muy bestia en esos ambientes. Y eso él ya no lo entendía”.
José Luis García-Berlanga, el primogénito del director Luis García Berlanga, fue el auxiliar de dirección en aquel rodaje que discurrió por diversas zonas de la capital (La Guindalera, Villa de Vallecas o el Cerro de los Ángeles). “Ahora todo el mundo quiere poner etiquetas, pero cine quinqui era lo de Eloy de la Iglesia”, comenta vía telefónica. “Carlos lo que hizo fue plasmar la realidad de una gran crisis general en España, con áreas muy deprimidas, donde la droga estaba muy presente y con atracos continuos. A mí me sigue encantando, me parece un peliculón: auténtico, duro y, además, muy bonito. Mi padre decía que la función de un director es vampirizar y Saura supo sacar todo lo que tenían dentro estos chicos, que no eran actores profesionales”.
Sin embargo, las primeras reacciones tras su pase de prensa en la Berlinale de 1981 fueron bastante controvertidas. La crónica que firmaba Diego Galán en EL PAÍS, el 21 de febrero de ese año, aseguraba que algunos críticos extranjeros se habían sentido perplejos ante nueva obra del realizador aragonés, “buscando en ella, nadie sabe por qué, truculencias o explicaciones sociológicas baratas”. En ese artículo, Galán, que más tarde llegó a dirigir el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, ensalzaba “esta crónica negra de la llamada delincuencia juvenil española, en la que Saura no ha abusado de ningún moralismo fácil, ofrece una visión desapasionada y objetiva, aunque no por ello exenta de complicidad, sobre estos jóvenes marginados que solo pueden esperar de la sociedad que les rechaza lo que ellos mismos puedan conseguir”. El hijo de Saura, 43 años después, asiente. “Es que Diego era un gran crítico y sabía mucho. Por eso entendió que con Deprisa, deprisa mi padre regresaba a un territorio que ya había transitado en su debut, Los golfos (1960)”.
En 1980, cuando se rodó, Antonio Saura tenía 20 años. Recuerda que en aquella época su padre leía mucha novela negra de Ross Macdonald o Dashiell Hammett y estaba interesado en contar una historia parecida, “En paralelo, Francis Querejeta, el hermano de Elías, estaba haciendo una investigación sobre el extrarradio, así que le empezó a presentar a gente y juntos se pusieron a estudiar sobre el tema. Allí descubrieron la realidad de este tipo de personas, con las que tuvieron una relación muy bonita. De hecho, el 60% de los diálogos son expresiones que utilizaban los actores en su vida diaria. De ahí sale esta historia, que no es un film noir, pero se le acerca”.
Cine negro, pero ultrapropulsado por rumbas suburbiales. Así, en su banda sonora se puede encontrar a Los Chunguitos (Me quedo contigo o ¡Ay! Qué dolor, que suena en bucle durante el metraje), Los Marismeños (Caramba, carambita) o Lole y Manuel (Un cuento para mi niño). “Esas canciones no las escuchaba nadie en los círculos intelectuales”, asegura Antonio Saura. “Aquello fue una revolución. Ahora parece que todo el mundo oía eso. Y no era así. Era otro universo musical. Mi padre tenía estos casetes porque los había comprado en los stands de las gasolineras. ¡Y mira qué joyas se encontraban ahí!”.
El cuarteto protagonista de este drama romántico surgió de diferentes castings en Villaverde Alto, una barriada del sur de Madrid: Berta Socuéllamos (en el papel de Ángela); José Antonio Valdelomar, El Mini (Pablo en la ficción); Jesús Arias Aranzueque, El Susi (como Meca) y José María Hervás Roldán (como Sebas). “Con estos chavales, que eran auténticos, nos íbamos Carlos y yo a buscar localizaciones todos los días. Estuvimos dos o tres meses recorriendo la ciudad”, rememora José Luis García-Berlanga, que ha sido también director y guionista, aunque ahora regenta el restaurante madrileño Berlanga. “El ayudante de Saura solía ser Francis Querejeta, pero se puso enfermo. Así que, ante la enfermedad de Francis, el jefe de producción decidió ponerme en ese rodaje al lado de Carlos”.
Como no contaba con actores profesionales, Saura decidió comprar un vídeo y una cámara a Enrique Cerezo, que entonces vendía este tipo de equipamiento, y junto a García-Berlanga se encerró en un sótano del barrio de Salamanca para ensayar con los intérpretes. “Entonces ellos nos empezaron a poner pegas respecto al guion”, confiesa el que fuera mano derecha del realizador. “Nos decían: ‘Es que esto nosotros lo hacemos de otra manera’. Y Carlos, que era muy listo, les respondía: ‘Bueno, pues cuéntame, majo’. Y ellos le contaban su vida, los atracos reales que cometían, anécdotas, historias de lo que habían hecho, de cómo después de un robo quemaban el coche en el Cerro de los Ángeles… Así que Carlos habló con Elías Querejeta y le pidió retrasarlo todo. Se volvió a su casa y reescribió el guion”.
Para muchos de los protagonistas aquella fue su primera y su última película. “Berta Socuéllamos, que sigue viva, no hizo nada más en el cine. Y los otros tres muchachos acabaron en prisión, muriendo de sobredosis o abatidos por la policía, porque eran un peligro público”, apunta Antonio Saura. “Eso le afectó muchísimo a mi padre. No sé hasta qué punto en 1980 ya se intuía los estragos que estaba causando la droga en determinadas clases sociales. Luego, a mediados de los ochenta y los noventa, los destrozos fueron bestiales. Por eso nunca más quiso tratar ese tema. Le cogió mucho miedo, porque estaba por todas partes. Siempre había algún amigo o conocido que tenía un problema serio. No sé si con lo que se supo después lo hubiera manejado igual, pero es que esa era la vida de los chicos que estaba retratando. No mostró nada que no fuera lo que ellos le contaron”.
Varios periódicos publicaron en 1981 que los actores utilizaron heroína durante el rodaje con el fin de darle una mayor veracidad. “Hay directores que buscan un realismo extremo, forzándolo. Y otros, como mi padre, que simplemente dirigían muy bien”, se defiende Antonio Saura. “No creo que eso fuera necesario. Yo no estuve en esa filmación, pero lo que pueda hacer alguien para estimularse pertenece a su ámbito privado. Aquí no hubo épica. No estamos hablando de películas de Werner Herzog ni gente pegando tiros en el set”.
Incluso hubo artículos que llegaron a asegurar que la producción suministraba heroína a los intérpretes. Una teoría que Quique San Francisco, un habitual del cine quinqui, pero que no participó en este rodaje, volvió a sostener en una entrevista con la revista Esquire en 2014. “El problema no era que quisieran pagar con heroína, es que si no había caballo durante la producción no iban los chavales al rodaje, porque si estaban con el mono dejaban tirada la película”, decía San Francisco. “Producción se tuvo que cubrir en ese aspecto, me imagino. Eso no quiere decir que aquí se pague con heroína. No malentendamos lo que estoy diciendo. Supongo que producción hablaría con un tío que iría a comprar. No querrían ni verlo, pero no podía faltar el caballo, porque si faltaba heroína se piraban. Eran heroinómanos de verdad los que salían”.
Berlanga niega la mayor. “Eso es falso. No se pagaba con heroína. Lo que pasa es que los chicos estaban enganchados y consumían diariamente, eso es lo que yo recuerdo. Bueno, no todos consumían: Berta no se metía, porque ellos tenían su cosa machista y decían que no querían que ella se enganchara, porque era muy caro”. Antonio Saura le respalda. “Si nos ponemos a indagar, en todo el cine español de los ochenta y noventa siempre había un camello en algún sitio. Igual que en las empresas inmobiliarias, vaya. Quique San Francisco fue camello durante una época, eso es algo público. Se pagaba su propia droga vendiéndola. Y metió a mucha gente de su grupo en la heroína. Yo conozco un par de casos, no hablo ociosamente. No sé por qué dijo eso, pero de lo que estoy seguro es que si mi padre hubiera tenido constancia de eso, lo hubiera impedido, porque era muy puritano con este asunto”.
Tras el estreno, Berta Socuéllamos, que cobró 250.000 pesetas por ese papel, desapareció del mapa para llevar una vida anónima. “Se dio cuenta de que si esto no era lo suyo, porque no pensaba dedicarse al cine, mejor se apartaba”, explica Antonio Saura. “Cuando se han utilizado actores naturales en la pantalla, después ha sido muy peligroso para ellos por el impacto de los medios”. Y eso que ella ya se había convertido por derecho en una estrella incipiente. “Es que la cinta tiene una visión de la mujer muy poderosa. Ella es la protagonista. Yo antes no me había dado cuenta. Ahora que vemos las cosas con otra mirada descubrimos que la historia gira en torno a ella, que es la que toma las decisiones. Y es el personaje más inteligente de todos”.
En el número de agosto de 1981 de la revista Fotogramas, Socuéllamos, que entonces tenía 18 años, concedía una de las pocas entrevistas de su breve carrera en el piso de su familia en Villaverde. Allí le preguntaban si la clase de vida que se mostraba en pantalla era cierta. “La verdad es que es peor. Esto sí que es una película”, atestiguaba ella. “No se puede estar tranquilo en la calle, pero no por la gente del barrio, sino por los policías. Vives en una tensión continua, en un terror permanente, porque aparecen en todas partes, portándose como chulos y atemorizando a la gente solo por divertirse (…). Te quieren hacer sentir continuamente como un delincuente cuando no lo eres; en todo caso, ellos. Yo tengo unas ganas terribles de marcharme de aquí”.
Ella, a su manera, consiguió escapar de aquel entorno. Se casó con José María Hervás Roldán, otro de los protagonistas, y ambos hicieron mutis. José Antonio Valdelomar, la pareja de Socuéllamos en la ficción, no tuvo tanta suerte. Cobró 300.000 pesetas por su papel, pero fue detenido junto con otro compinche el 11 de marzo de 1981, dos semanas antes del estreno, tras atracar una sucursal del Banco de Vizcaya en la madrileña calle de Ríos Rosas y llevarse 167.000 pesetas. Entre la documentación que portaba Valdelomar aún estaba el contrato del filme que le haría famoso. Después de ingresar varias veces en prisión, murió por sobredosis el 11 de noviembre de 1992 en la cárcel de Carabanchel. Tenía 34 años. Otro de los intérpretes, Jesús Arias Aranzueque, también fue detenido en agosto de 1981 al asaltar una oficina de la Caja de Ahorros de Madrid, aunque pudo regresar al cine en 1987 de la mano de José Luis Cuerda, con un personaje secundario en El bosque animado. Volvió a pasar por diferentes presidios antes de fallecer el 22 de abril de 1992, con 31 años, en Zumárraga (Guipúzcoa), en donde se había refugiado para intentar desintoxicarse.
Antes de alzarse con el Oso de Oro en la Berlinale, el propio Carlos Saura firmaba una columna acerca del largometraje en la revista Fotogramas. Hoy, más que prólogo, aquellas palabras de febrero de 1981 resuenan como trágico epílogo: “Pocas veces he llegado a querer tanto a mis personajes como en Deprisa, deprisa y espero que eso esté allí”, escribía el realizador. “En nuestra colaboración yo he salido beneficiado a todas luces y les doy las gracias. Ellos me han hecho ver la otra cara de la moneda, me han hecho comprender algo tan obvio como que la bondad y la maldad se reparten por igual entre los que se marginan y los que reprimen, con la salvedad de que la represión suele ser una fría máquina burocrática, llena de sirenas apabullantes y misteriosas llamadas de radio, de tácticas, alarmas y metralletas que se disparan al menor roce del dedo, para tranquilidad del ciudadano bienpensante. Al otro lado, la mayor parte de las veces solo hay un ansia irreprimible de vivir, de vivir de otra forma, de vivir deprisa en una marginación que es una forma de revuelta condenada desde el principio a la catástrofe”.
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