Rusowsky, así se consigue el éxito internacional desde tu habitación
A Ruslan Mediavilla le escuchan más de un millón de personas al mes en Spotify. Ha colaborado con C. Tangana o Dellafuente, actuado en festivales como Lollapalooza y girado por México. Y todo empezó en su cuarto de Madrid
“Siento que he fallado a Valencia”, lamenta Rusowsky al terminar su concierto en la sala Moon a finales de octubre. “Si hubiese ido bien, ahora mismo estaría tirado en ese sofá y tendría tirones por todo el cuerpo”, añade, sudando tras actuar bajo un ushanka (gorro ruso con orejeras) y un anorak.
—Una pava en primera fila ha estado llorando casi desde el principio —jura uno entre bastidores.
—La última vez había gente volando por los aires —insiste el cantante, encendiendo el segundo cigarro en cinco minutos.
—Escucha, Rus —interviene finalmente su manager, M...
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“Siento que he fallado a Valencia”, lamenta Rusowsky al terminar su concierto en la sala Moon a finales de octubre. “Si hubiese ido bien, ahora mismo estaría tirado en ese sofá y tendría tirones por todo el cuerpo”, añade, sudando tras actuar bajo un ushanka (gorro ruso con orejeras) y un anorak.
—Una pava en primera fila ha estado llorando casi desde el principio —jura uno entre bastidores.
—La última vez había gente volando por los aires —insiste el cantante, encendiendo el segundo cigarro en cinco minutos.
—Escucha, Rus —interviene finalmente su manager, Manuel Jubera—, ¿exactamente cuál es la paranoia?
Unas horas antes de enfrentarse a esa pregunta, Ruslan Mediavilla (Madrid, 24 años), artísticamente Rusowsky, se había acomodado en primera clase en un tren que partía de Chamartín. “Normalmente hacemos los viajes en la cafetería, pero hoy está llena”, dice el cantante, que, pese a viajar con un reducido equipo de tres personas, es uno de los músicos del momento. Miembro del sello Rusia Idk, al que pertenecen Ralphie Choo, Mori, Tristán o Drummie, le escuchan más de un millón de personas en España y Latinoamérica. Ha colaborado con C. Tangana o Dellafuente y actuado en festivales como Lollapalooza. Entre sus éxitos está So So, que ha superado 20 millones de reproducciones en Spotify. Tiene un estilo minimalista y ecléctico, entre bedroom pop, tecno, hip hop o jazz.
Viene de una gira por México donde ha sumado sold outs durante casi dos semanas. “El público allí es distinto, especial”, comenta. Solo se queja de que en algunos conciertos la primera fila estaba reservada para los VIP. “Imagínate estar cantando y que haya un tío comiéndose un perrito en tu puta cara. A alguno le llegué a insultar”. En su anterior visita a México conocieron a Rasek (“César al revés”, detalla el músico). “Era el de seguridad. Un tío increíble que nos llevó después de fiesta a Tepito, uno de los barrios más peligrosos”. Allí atravesaron un laberinto de calles estrechas hasta llegar a un bar clandestino en un sótano. “Era un sitio de película, lleno de drogas, armas y gente pegándose puñetazos. Estábamos seguros porque, por lo que pudimos comprobar, Rasek era muy respetado”.
Como la cafetería no da señales de vaciarse, pide un bocadillo y patatas fritas cuando pasa el carrito de comida. Durante la conversación casi no mira el móvil y repite mucho flow y swag. ¿Lo de swag ya no lo dice nadie, no? “Claro, está tan pasadísimo y suena tan cutre que puede volver a utilizarse”, explica.
Hace un día radiante en Valencia. Buscan restaurante sin mucho tiempo porque a las cinco tienen la prueba de sonido. “¿Habrá proyector?”, pregunta Rusowsky. “La mitad del show soy yo y la mitad los visuales. Sin proyector va a ser cero épico”. Piden una ronda de cervezas, la del cantante algo más grande que el resto. Entre plato y plato, cigarros. “¿Te tiro las fotos al acabar de comer?”, pregunta el fotógrafo al artista. “Con no tener que posar, como si me sacas cagando”, responde.
El manager es el último en unirse. Acaba de estar en Bilbao con Ralphie Choo. Rusowsky y este son muy amigos, tanto que desde hace año y medio viven juntos. Son ellos dos y Barry, otro músico algo mayor. Cada uno usa su habitación como estudio de música y va a su propio ritmo: “Ralphie se levanta pronto, se fuma 18 cigarros y a trabajar. Yo soy más perezoso”.
De camino a Moon, se coloca sus fundas de dientes. “A la que haya un mínimo de flexear (hacerse el chulo) me las pongo”. ¿Tiene algún ritual preconcierto? “Sí, fumar muchos cigarros y beber mucha cerveza”. Al entrar, lo primero en lo que se fijan todos es en el proyector. “El problema es que la pantalla ocupa demasiado”, explican. No habrá visuales. Todo lo demás funciona. La prueba de sonido dura más de una hora, y después, con ganas de charlar, responde a todo tipo de preguntas.
“Lo de Rusowsky surgió casi como una broma”, confiesa. “No me gustaba al principio, me parecía ridículo. Ahora le voy cogiendo cariño”. Todos le llaman Rus, “porque Ruslan suena demasiado estrepitoso”. Su madre es bielorrusa y conoció a su padre en una gira que estaba haciendo por Europa con su grupo de folk. “Se mandaron cartas y mi padre se puso a aprender ruso, hasta ahora, que habla casi mejor que ella”, relata. Su madre se hizo profesora de música, y muchas veces le llevaba a sus clases. “Son mis primeros recuerdos. Me acuerdo de estar ahí sentado con mis juguetes y escuchando”. Empezó tocando la guitarra y el piano, y después se metió al conservatorio. Pero le costó que sus padres aceptaran su vocación. “Siempre ha habido movidas en casa de a ver qué onda. Se habían dedicado a ello y sabían que no era easy”.
En el concierto, con el aforo para 800 personas completo, poca gente supera los 25 años. Rusowsky no se quita nada de lo que ha llevado puesto todo el día. Al contario, se añade el ushanka y el anorak. “Me mola mazo estar muy tapado”, explica. Ya está todo listo para empezar. “¿Oye?”, le dice al fotógrafo, “¿qué puedo decir en valenciano así para animar a la gente?”. No se le ocurre. Alguno de los presentes en el backstage propone amunt València, pero no convence.
Salta al escenario y se mueve enérgicamente. Saluda al público y les hace gritar, pero antes de que pasen diez segundos de la primera canción para la música. “¿Me podéis subir a tope para que se quede sorda esta peña?”, vocifera al técnico. El tema vuelve a empezar, y el cantante insiste en que no se escucha bien. El problema es que la sala tiene un limitador de volumen y ya está puesto al máximo. Después de dos canciones, parece olvidar el problema y se entrega al máximo. El momento más emotivo llega cuando se sienta al teclado y empieza Mwah :), donde su voz suena sutil y delicada, y deja al público en un estado de atención contemplativa. En primer término, está la chica que se ha pasado llorando todo el concierto.
Cuando ya se ha ido todo el mundo, uno de los encargados entra en el backstage y encuentra a Rusowsky descamisado. “Disculpa”, le inquiere, “hay un montón de gente afuera esperando y no creo que se vayan hasta que salgas a saludar”. Rusowsky, entre resignado e incrédulo, se viste, se cubre con una capucha y sale al encuentro de sus fans. Regresa con una pulsera nueva en la muñeca y una expresión más relajada.
—¿Alguna vez termina contento los conciertos?
—¿Tú qué crees? —ríe el manager.
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