Yohji Yamamoto, el niño de la guerra que revolucionó cómo vestimos: “Si no fuera diseñador, estaría en la cárcel”
El legendario modisto reflexiona sobre su trayectoria y desvela el ingrediente secreto de su éxito: un enfado contra el mundo que comenzó cuando tenía 4 años
La planta baja de la sede en París de Yohji Yamamoto está llena de gente, pero reina el silencio. Los empleados, vestidos de negro, se mueven con premura y sigilo. Luz blanca, prendas oscuras. Hoy es día de ventas y los invitados —compradores de almacenes importantes y propietarios de tiendas de moda de todo el mundo— estudian de cerca las colecciones. El propio diseñador (Tokio, 80 años) es el mejor embajador de su marca: con su sempiterno sombrero y sus prendas negras superpuestas y ...
La planta baja de la sede en París de Yohji Yamamoto está llena de gente, pero reina el silencio. Los empleados, vestidos de negro, se mueven con premura y sigilo. Luz blanca, prendas oscuras. Hoy es día de ventas y los invitados —compradores de almacenes importantes y propietarios de tiendas de moda de todo el mundo— estudian de cerca las colecciones. El propio diseñador (Tokio, 80 años) es el mejor embajador de su marca: con su sempiterno sombrero y sus prendas negras superpuestas y cuidadosamente descuidadas, saluda a viejos amigos. Parece un templo zen, pero estamos en pleno centro de París, a escasos metros del Centre Pompidou, en una de esas calles de aceras estrechas con tráfico generoso y llenas de cafeterías, librerías y tiendas para turistas. Fue precisamente ese ajetreo lo que cautivó al diseñador en su primer viaje a París, cuando era un estudiante de Derecho en plena crisis vocacional.
“En tercer curso mis compañeros de universidad empezaron a planificar su carrera, a pensar en qué empresa querían entrar. Se pasaban el día hablando de ello. Era un fastidio. Y yo no quería entrar en ninguna empresa, así que vine a Europa”. Han pasado casi seis décadas desde aquel viaje, pero Yamamoto lo reconstruye con precisión: “Cogí un barco en Yokohama y luego me subí a un avión ruso enorme. Tomé el transiberiano y llegué a San Petersburgo, y de ahí al norte de Europa, a Finlandia y Noruega. Era precioso, parecía un decorado. Los jardines eran perfectos, pero aquello no me decía nada. Así que me subí un tren en Alemania y llegué a París. Al bajar del tren en la estación, me asaltó de inmediato el olor a cigarrillos Gauloises y Gitanes, y el griterío de la gente. Me sentí bien de inmediato. Desde entonces es mi ciudad favorita”.
Yamamoto celebró su primer desfile en París en 1981, y con él sentó las bases de lo que hoy es un imperio de la moda. Mucho se ha escrito acerca de aquel desembarco junto a la también japonesa Rei Kawakubo, su pareja en aquel momento y fundadora de Comme des Garçons: ambas marcas fueron el ariete de una generación revolucionaria que hizo que se tambaleasen los prejuicios de una industria anquilosada por las hombreras, los cardados, el brillo y los signos de estatus. “Intentaba no hacer lo mismo que los diseñadores europeos. Quería aportar un valor distinto. Así que hice ropa negra y con agujeros. Recuerdo muy bien que, tras el desfile, el periódico WWD publicó una foto de mi look y otra de Comme des Garçons. Y debajo escribieron, con caracteres occidentales: Sayonara. Era genial. En lugar de hacer una crítica profunda, solo Sayonara. Me encantó”.
Su empeño en no encajar le llevó a crear su propio nicho. Cuando hacemos esta entrevista, cuatro décadas después, sigue siendo un verso suelto. Sus compañeros de generación han abandonado la primera línea de fuego o han diluido sus colecciones en infinitas subdivisiones que explotan una imagen, casi un cliché, asociada a los profesionales del arte o el diseño. Pero Yamamoto sigue siendo un gurú, un revolucionario impenitente que firma desfile tras desfile; en su país natal, donde reside habitualmente, es tan omnipresente como Giorgio Armani en Italia, y en el resto del mundo cuenta con una nutrida legión de seguidores que pronuncian su nombre como en un susurro: Yohji.
Lo comprobamos en junio, durante su último desfile, en este mismo edificio. Entre el público había fans de la marca —conocidos como cuervos por su fidelidad al color negro—, periodistas e incluso algún famoso, aunque desde la firma explican que las celebrities nunca han sido su prioridad y que las que acuden lo hacen por iniciativa propia. Así que los cantantes Rauw Alejandro y Maluma, y la influencer Noah Cyrus —hipnótica con una enorme pamela asimétrica— ocupaban su sitio en la primera fila no como pistoleros a sueldo sino como clientes.
En una semana de la moda cada vez más efectista, cada desfile de Yamamoto supone un rito austero que cede el protagonismo a unas prendas exquisitas, maravillosamente caóticas y llenas de detalles —estampados, serigrafías, bordados, patchwork— que en otras marcas resultarían banales. Pero no aquí. Incluso la música —versiones de éxitos melódicos como I Will Always Love You o You Raise Me Up— subraya el enigma. Cara a cara, sin embargo, Yamamoto huye de la mística y de la abstracción. Prefiere contar historias que expliquen su estilo. Cuando desfiló por primera vez, la prensa lo bautizó “chic posnuclear”, pero para él la bomba atómica que desencadenó su tormenta interior no fue la de Hiroshima, sino la rabia ante la injusticia del mundo y de su tragedia familiar.
“Mi madre perdió a su marido cuando yo tenía dos o tres años. A mi padre lo mandaron a Filipinas y nunca volvió. Mi madre contaba que, antes de irse, mi padre le contó que el ejército le había dado varias prendas de color beis. No había buenas telas en Japón en aquella época, así que imagino que sería un tejido muy básico y barato, lona de combate. El caso es que aquello fue lo último que le dijo. Nunca volvió. No tengo recuerdos de mi padre, pero sí una rabia enorme. A los cuatro o cinco años ya estaba enfadado con los adultos. Y esa rabia sigue en mí. Si no hubiera sido diseñador, ahora estaría en la cárcel”.
En su colección para el verano que viene, la rabia se traslada a prendas rojas, deshilachadas, que evocan la sangrienta guerra de Ucrania. El enfado de Yamamoto no es con el mundo, sino con su violencia. Incluso su compromiso impenitente con el color negro, su tono predilecto, tiene una función casi terapéutica. Cuenta Yamamoto que siempre quiso trabajar en el taller de su madre, que era modista, pero ella intentó disuadirle. “Quería que fuese abogado, pero yo no quería formar parte de los adultos”, explica. Finalmente accedió a que le ayudase, a condición de que estudiara corte y confección. “Cuando empecé a ayudar a mi madre en la modistería estábamos en la posguerra y Japón era muy pobre. Pero las mujeres ricas empezaron a vestir como las occidentales, con prendas coloridas y estampados de flores. Me agotaban los ojos. Empecé a pensar en hacer algo que no cansara. Me puse una camiseta negra e intenté no usar colores llamativos en la ropa, solo gris, beis, caqui y negro. Elegí estos tonos por un motivo muy personal: para no fatigar los ojos de los demás”.
Aprendió el oficio en Bunka, una escuela tokiota donde se enseñaban con devoción los principios de la alta costura francesa. Sin embargo, en la lejana Europa aquella forma de entender la moda ya estaba en crisis. “Cuando volví a París ya había empezado el prêt à porter”, rememora. “Recuerdo estar sentado en una mesita al fondo de un café y ver cómo por las puertas giratorias pasaban chicas llevando aquella nueva ropa. Me sorprendió mucho. Yo había estudiado alta costura y aquello no tenía nada que ver. Fue una época complicada, vivía en un apartamento muy barato en la zona de Odéon. En aquel entonces solo podía sacar de Japón un máximo de 500 dólares, así que tuve que dosificarlo, vivir con uno o dos dólares al día. Comía baguette y salchichas para desayunar, comer y cenar”, recuerda. “Yo no sabía nada de prêt à porter. Estaba decepcionado conmigo mismo. No tenía nada que hacer. Mis últimos tres meses en París los pasé por Pigalle, jugando al billar por las noches. Un día pensé que, si seguía con esa vida, acabaría mal. Así que decidí volver a Tokio”.
Allí, las reticencias de su madre se habían esfumado. El joven, ya con su título de diseñador de moda, se hizo cargo del taller de modistería. “Las clientas eran mujeres ricas a las que sus maridos les regalaban vestidos. Me pasaba el día tomando medidas y haciendo ropa con tejidos muy caros que compraba en Europa. Hasta que me agoté. Y empecé a pensar que necesitaba un cambio. Ropa masculina para mujeres. Monté un pequeño taller de prêt-à-porter. Finalmente presenté una colección de gabardinas y por primera vez vendí algo. Una compradora profesional me dijo: ‘Tu momento está llegando’. Me dejó atónito”.
Su momento, de hecho, había llegado. Durante los años ochenta y noventa, el imperio Yamamoto creció en un territorio colindante al de la moda oficial de la época. Era la época de las hombreras, el power dressing, los productos con logos. Y, mientras tanto, Yamamoto seguía fi el a un ensimismamiento fascinante, casi novelesco: un asceta en la era del brilli-brilli, un artesano en el imperio del marketing. En Notebook on Cities and Clothes (1988), película documental que le dedicó Wim Wenders, vemos al japonés repetir varias veces su firma con tiza sobre una pizarra hasta obtener la definitiva que, fijada con espray, será el letrero de su nueva tienda.
En la película, un filme de culto para entender la moda de culto, Wenders y Yamamoto hablan en inglés de las influencias del japonés, de su fascinación por la ropa de los obreros retratados por August Sanders o, como no podía ser de otro modo, de su predilección por el color negro, que le permite centrarse en el volumen y la silueta; no extraña que fueran precisamente los diseñadores japoneses los primeros en reivindicar la faceta más conceptual, escultórica y abstracta de Cristóbal Balenciaga.
A medida que la moda japonesa irrumpía en Occidente, Occidente se esforzaba por comprender sus códigos. En 1977 se había traducido al inglés el Elogio de la sombra de Junichiro Tanizaki, un remoto texto de 1933 que, sin embargo, ofrecía una introducción perfecta a estética decorativa japonesa, a su aprecio por lo gastado y lo añejo –la estética wabi-sabi que popularizó en Occidente en los años noventa el editor Leonard Koren–, a su predilección por los tonos intermedios de sombras, los brillos apenas vislumbrados en la oscuridad y el silencio. La ropa de Yamamoto bebía de la tradición y de la contracultura. En 1984 llegó su colección masculina. “La gente empezó a decir que las mujeres que vestían mis colecciones intimidaban a los hombres. Así que decidí hacer ropa para ellos”. En esta ocasión, el diseñador no tuvo que llevar a cabo extravagantes experimentos mentales, sino seguir su propio instinto. “Al principio odiaba el traje de negocios. Me parece feísimo, especialmente la corbata. Prefiero que las prendas sean más amplias y tengan movimiento”.
Muchos han visto en esa estética una alusión al concepto japonés Ma, que define el aire que puebla los espacios intermedios, y que, aplicado a la relación entre el cuerpo y la ropa, justificaba la razón de ser de aquellas prendas holgadas y flexibles, que se superponían al cuerpo y lo ocultaban: si Yamamoto afirmaba vestir a las mujeres con abrigos masculinos para protegerlas de las miradas ajenas, sus trajes amplios serían adoptados por hombres que no se reconocían en las estrecheces de la época. No en vano Karl Lagerfeld fue uno de los clientes más célebres de Yamamoto en los años previos a su adelgazamiento radical, cuando ocultaba su rostro con gafas de sol y abanicos, y vestía fabulosos trajes drapeados del japonés que recordaban casi a un kimono o una túnica.
Sin embargo, la penúltima pirueta de Yamamoto hacia el éxito vino del lugar menos pensado: el deporte. “En Nueva York, me llamó la atención ver que los ejecutivos iban en deportivas al trabajo y se ponían los zapatos al llegar a la oficina. Pensé presentar zapatillas. Llamé a Nike, que me dio una respuesta muy amable: ‘Muchas gracias, pero solo hacemos deporte, no moda’. Un año y pico después Adidas contactó conmigo. Fue una sorpresa maravillosa”. En 2003, Y-3, la firma diseñada por Yohji Yamamoto para Adidas, se convirtió en la primera línea de ropa deportiva creada por un diseñador de prestigio. Con un embajador de lujo, Zinedine Zidane, se hizo un hueco en el mercado gracias a diseños futuristas y minimalistas e inauguró un camino por el que luego ha desfilado el resto de la industria, con historias de éxito apoteósico como Yeezy, Gucci o Balenciaga.
Las últimas dos décadas han visto la conversión de Yamamoto en una leyenda viva. El tiempo le ha dado la razón: muchas de sus propuestas más arriesgadas —vestir por capas, combinar tonos cercanos pero no idénticos de blanco o negro, reivindicar la dignidad de lo gastado, preferir lo holgado a lo estrecho— forman parte del estilo actual. Su fidelidad a un mismo programa estético tiene pocos equivalentes en la industria, y su fiera independencia empresarial se ha plasmado, a lo largo de las décadas, en distintas líneas para distintos públicos: Y’s, Yohji Yamamoto, Y-3 y, últimamente, S’Yte, una línea especialmente centrada en la venta online. Pero su base sigue siendo el lujosísimo prêt à porter que fabrica en Japón y desfila en Francia, y que sigue teniendo un único rostro detrás: el suyo. Preguntarse por el futuro es inevitable. “Trabajar exige esfuerzo. Es duro crear algo nuevo dos veces al año. Pero en los últimos tiempos he perdido a Kenzo, a Issey Miyake, a Karl Lagerfeld, a Alaïa. Me gustaba mucho Alexander McQueen, pero falleció. Así que, al final, me he quedado sin rivales. Me he quedado solo”. ¿Cómo ve el futuro de la marca? “La gran pregunta es cuántos años podré continuar”, responde. “Es un quebradero de cabeza. Pero soy consciente de que los tiempos de la moda están cambiando”. Yamamoto habla de la guerra de Ucrania, de la decadencia de su isla favorita, Miyakojima, peligrosamente cerca de Taiwán. También teme las tensiones raciales y políticas. “Me temo que el planeta se dirige a una tercera guerra mundial. Pero, bueno, yo nací en la guerra. Sé lo que es”. Sus colaboradores, comenta, le recomiendan que no hable de política, porque es un artista. “Y tienen razón”, añade. “Pero, como artista, puedo decirte que, por ejemplo, el planeta está aumentando de temperatura. Hay demasiado dióxido de carbono. Así que elijo tejidos más ligeros y con agujeros. Lo hago de forma natural”. ¿Se siente orgulloso de su carrera? “Orgulloso no; sigo enfadado, sin más”, responde. “La base de todo sigue siendo la ira contra los adultos, contra la sociedad y contra el mundo. Eso no ha cambiado desde que tenía cuatro años. Lo convencional me irrita. Siempre he querido ser un outsider de la moda”.
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