“Traductor, traidor”: ¿lo entendemos todo cuando vemos una película o solo queremos creerlo?
Subtítulos, doblajes y traducciones nos permiten consumir productos culturales de cualquier parte del mundo, ¿pero se puede realmente traducir por completo la riqueza de un idioma remoto?
La expresión lost in translation no es fácil de traducir. Más o menos indica que el sentido o significado que algo tenía en un idioma se pierde en la traducción a otro porque, simplemente, no hay una expresión fiel que lo refleje. Y eso es positivo. Demuestra que en un mundo globalizado y convertido a marchas forzadas en un gigantesco no-lugar sigue habiendo idiosincrasias, modismos, acentos y formas de decir las cosas cuya profundidad y complejidad solo se capta ...
La expresión lost in translation no es fácil de traducir. Más o menos indica que el sentido o significado que algo tenía en un idioma se pierde en la traducción a otro porque, simplemente, no hay una expresión fiel que lo refleje. Y eso es positivo. Demuestra que en un mundo globalizado y convertido a marchas forzadas en un gigantesco no-lugar sigue habiendo idiosincrasias, modismos, acentos y formas de decir las cosas cuya profundidad y complejidad solo se capta en un momento y un lugar. “Toda traducción, por muy fiel que sea, es una interpretación de una obra, no su espejo”. Lo afirma en conversación con ICON Joaquín Fernández-Valdés, ganador del XVII Premio de Traducción Esther Benítez por su titánica traducción de Guerra y paz para Alba Editorial, que le llevó cuatro años. “Una traducción aporta una mirada distinta, única y particular sobre un texto literario. Esto se ve claramente con la música clásica: ¿por qué tantísimos pianistas han grabado las sonatas de Beethoven? Porque cada uno ofrece su interpretación”.
También ocurre en el cine, claro. Jaume Ripoll, creador de Filmin, la plataforma que ha conseguido que veamos más cine europeo y asiático que nunca, mantiene que viendo películas de lugares remotos “es inevitable que se pierdan detalles, matices y elementos singulares si la obra original los tiene”, tanto en el subtitulado como con el doblaje. Esto choca con cierta idea de omnipotencia que padecemos como espectadores: creemos que podemos verlo, leerlo y entenderlo todo y en su totalidad. Un equívoco incubado en la globalización, la democratización cultural y, últimamente, la IA, que hace un par de semanas convertía un vídeo de Belén Esteban hablando perfectamente inglés en la comidilla (¡intente traducir comidilla al coreano!) de las redes sociales.
Uno de los momentos más divertidos y reveladores de El sol del futuro, la última película de Nanni Moretti, es la reunión del protagonista, un director en crisis que intenta sacar adelante su relato soñado sobre un líder comunista italiano y un circo húngaro, con ejecutivos de Netflix. Estos le repiten varias veces: “¡Nuestros productos se ven en 190 países!”. Él parece preguntarse de qué sirve que te vean en 190 países y si acaso lo van a entender. La respuesta corta es: sí. La larga es: sí, con matices. Hemos venido a desarrollar la segunda.
Traductor/traidor (y una fiambrera como salvavidas)
“Hay un dicho latino que dice traduttore, traditore (traductor, traidor) así que creo que toda empresa de traducción implica, de alguna manera, traicionar el texto original”. Lo explica Álvaro Llamas, autor de Esos días a finales de aquel año y traductor de francés e inglés. “Dicho esto, existen obras más sencillas que otras a la hora de ser traducidas. No es lo mismo una obra literaria llena de localismos, chistes y juegos de palabras que un artículo académico que verse sobre asuntos más o menos abstractos que se expresen en el lenguaje internacional de la ciencia”. La primera pregunta es sencilla: ¿es posible la traslación fiel y completa de un producto cultural de un idioma a otro? Alba Hernández, traductora de japonés, Ainhoa Urquia, traductora de coreano, y Sandra Bustins, traductora de chino, están de acuerdo en que siempre hay que sacrificar algo. “¿Se pierden cosas? Seguramente. ¿En idiomas más lejanos pasa más a menudo? También, porque tenemos un desconocimiento mayor de la cultura de esos países, pero eso no significa que no podamos disfrutar de una obra”, explica Bustins.
No es solo el idioma: el asunto cultural es clave. Es sencillo que entendamos referencias estadounidenses, lingua franca cultural del mundo entero. Un ejemplo: en la primera traducción española de A sangre fría (Truman Capote, 1966), de María Luisa Borrás, se explicaba en una nota a pie de página qué era Halloween (”vigilia de Todos los Santos que los niños celebran disfrazándose y yendo de casa en casa pidiendo golosinas”). Hoy es impensable tener qué aclararlo. Aclarar o no aclarar, recurrir o no a una nota a pie de página, es una de las grandes encrucijadas del traductor. Urquia está viéndose en una parecida en la traducción del coreano que tiene ahora entre manos.
“Estoy con una novela en la que se habla continuamente de un dosirak, unos platos preparados que incluyen diferentes alimentos dentro de una bandeja. También es popular en japón, donde se llama bento. Lo más lógico sería usar la palabra bento, porque son más famosos y la gente los reconoce gracias a los omnipresentes restaurantes japoneses y el manga, pero ¿tiene sentido que meta una expresión japonesa en una novela coreana? Ahí te ves frente a un dilema que tiene que ver con la hegemonía cultural de un país sobre otro, en este caso de Japón sobre Corea. Usar bento podría resultar ofensivo”. De momento, y sin mucha convicción, Urquia ha salido del embrollo recurriendo a la palabra “fiambrera”. “Cuando más conocimiento tenemos de una cultura, más sencilla es la traducción”, remata. “Palabras coreanas como kimchi o japonesas como emoji (que ya está en la RAE), por ejemplo, ya no la necesitan”.
Todo traductor de un idioma remoto tiene su propia palabra maldita. Fernández-Valdés, por ejemplo, sufre con el término toská. “Es algo muy ruso que me da muchos quebraderos de cabeza: una mezcla de tristeza, tedio, angustia vital y congoja. Según el contexto, lo soluciono de una forma u otra”. Volvamos a Japón: “Un caso que daría para toda una tesis es la palabra sumimasen”, explica Alba Hernández. “Se puede traducir por ‘perdón’, ‘gracias’ o ‘por favor’, entre muchos otros significados. Y, palabras aparte, a veces hacen sonidos como ‘mmm’ o ‘eh’ que también cambian de significado según el momento y la entonación. Pueden equivaler a los sonidos que hacemos nosotros, de pensamiento o incredulidad, o ser afirmaciones, como un ‘sí”. Hernández también alerta de que el japonés es un idioma en el que se puede decir “buenos días” de seis maneras diferentes.
En chino, explica Sandra Bustins, es especialmente complicado traducir las fórmulas de tratamiento. “Te puedes dirigir a cualquier persona de la edad similar a la de tus padres como ‘tío’ o ‘tía’ sin que sean familiares. Lo mismo pasa con ‘hermano’ y ‘hermana’, y eso en español a veces puede crear confusión”. En el primer caso, en la traducción suele dejar un “señor” o “señora” para que la narración fluya, pero no es exactamente eso lo que se dice en el original.
Volverse implacable
Ainhoa Urquia recuerda que cuando empezó a ejercer su profesión de traductora de coreano se negaba a sacrificar cualquier estructura, construcción, giro o modismo, porque todas le parecían hermosas e imprescindibles. “Pero el oficio te vuelve implacable”. Para ello, da la vuelta al ejemplo. “Si un coreano nos escucha decir la frase ‘préstame atención’ le parecerá muy bonito. Es una expresión que denota, con ese ‘préstame’, que tú estás escuchando a cambio de que luego te escuchen a ti, implica una devolución. Pero si te sientas a analizarlo, ¿tiene esa frase una sutileza y unas connotaciones culturales españolas? ¡No! Lo decimos así y punto. Pues en muchas expresiones en coreano, igual”. Urquia explica, además, ese enigma al que los espectadores españoles asisten cuando ven películas tan populares como Parásitos y observan que, con apenas un vocablo o dos de un personaje, la pantalla se llena de subtítulos. “Este es un idioma en el que con muy pocas palabras dices mucho y la estructura del coreano es distinta a la del castellano. Eso hace muy difícil coordinar los tiempos”.
El cine está lleno de ejemplos paradigmáticos en los que el subtítulo es un arma limitada para traducir una historia en su totalidad. La traductora argentina Carolina Orloff ha señalado el ejemplo de Todo sobre mi madre (Pedro Almodóvar, 1999), uno de los grandes éxitos del cine español a nivel global. Para cualquier hispanohablante que vea la película es obvio que su protagonista (interpretada por Cecilia Roth) es argentina. Esto da una idea sobre su lugar en el mundo: tras la muerte de su hijo ya no tiene absolutamente a nadie en España; es clave para entender la soledad añadida que sufre su personaje. Sin embargo, sus orígenes argentinos nunca son explícitos en el guion hasta la mitad de la película, de modo que un espectador francés, inglés o estadounidense que vean la película subtitulada y no capten la diferencia en su acento se pasan gran parte del metraje sin poder llegar al fondo del personaje y comprender uno de sus rasgos más significativos.
Esto es algo que se podría solucionar, y no con facilidad, con ese recurso que espanta a cualquier cinéfilo: el doblaje. “Una de las ventajas del doblaje es que un defecto del habla o un acento particular será más fácil de trasladar”, apunta Bustins. “Yo siempre prefiero la versión original pero sé que hay espectadores que leyendo los subtítulos se pierden demasiado de lo que sucede en pantalla”, argumenta Jaume Ripoll, “así que bienvenido el buen doblaje en el que unos actores honran a los otros”.
El buen doblaje es la clave. Cuando Poderosa Afrodita (Woody Allen, 1996) se estrenó en España ocurrió algo casi inaudito: las críticas alababan tanto a Mira Sorvino como a la actriz Vicky Peña, por la forma en que logró adaptar el chirriante pero emotivo tono de la oscarizada intérprete original al español. Otras veces, el original se traiciona de forma inevitable. En el popular episodio de Sexo en Nueva York en el que Samantha Jones toma un carnet que no es suyo para poder acceder a la piscina de un club privado y los responsables le advierten de que esa mujer a la que está suplantando es inglesa y no estadounidense, ella imposta (en la versión original) un acento británico para defenderse. En la versión doblada, ante la imposibilidad de reflejar esas diferencias en la pronunciación, se argumenta que la mujer a la que suplanta es francesa. Cambiar la nacionalidad u origen de personajes ha sido una constante en el doblaje para justificar malentendidos o desencuentros.
En el año 2005 se estrenó Spanglish (James L. Brooks), la primera película de Paz Vega en Hollywood. Toda la trama gira en torno a a la falta de entendimiento entre Vega, que interpreta a una mexicana que no habla ni gota de inglés, y la familia de Los Ángeles que le da trabajo como empleada del hogar. Es una película imposible de doblar al castellano, porque la barrera idiomática es clave y convertir a Vega en italiana cambiaría por completo la trama (aunque convertir a latinos en italianos es otro recurso constante en el doblaje). Fue la primera vez en que un film de Hollywood con estrellas, alto presupuesto y un director de renombre se estrenó en España únicamente en versión original subtitulada.
Pero el caso más extremo es el de ¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976). Subtitulada es una película y doblada es otra. Pese a que el film es español, cuenta la historia de dos turistas ingleses que llegan a una isla del Mediterráneo y la acción se desarrolla en los dos idiomas (sobre todo, en inglés). Solo el marido habla algo de español, lo cual le obliga a traducir a menudo a su mujer lo que otros personajes dicen. Doblada por orden de sus productores (y para espanto de Ibáñez Serrador), cuando todos los personajes hablan español los protagonistas pierden esa característica de forasteros en tierra extraña y diálogos extra se inventan para la esposa, que en el doblaje tiene que hacer que no ha oído bien algunas frases para que se las repitan y así justificar los tiempos de los diálogos originales. En el original, británica. En el doblaje, sorda.
Tiempos, localismos y la doble traducción
Alba Hernández, suele recibir encargos que presentan una doble dificultad: traducir no solo una lengua remota como el japonés, sino un tiempo remoto. “A menudo me piden que revise películas antiguas para lanzar nuevas ediciones remasterizadas. La forma de hablar de samuráis o sogunes es muy arcaica y atiende a convenciones difíciles de recoger en una traducción, que no tiene recursos equivalentes en el español. En esos casos, se puede recurrir al voseo, aunque no sea exactamente lo que están haciendo ellos”.
El traductor Álvaro Llamas alerta de los peligros de adaptar con demasiados localismos de un país los localismos de otro, “hasta el punto de que parece que transcurren en el pueblo de al lado”. “Si la acción se desarrolla en un diner”, pone como ejemplo, “pues será un diner y no una venta. Hace poco leí una novela de Patricia Highsmith que, por culpa de una de esas traducciones súper adaptativas, parecía que transcurría en Albacete”.
Sandra Bustins apunta un posible motivo por el que muchas traducciones acaben pareciendo “raras”: la traducción pivotante. O sea, que alguien haga una primera traducción de una película o libro al inglés y esa traducción se distribuya al resto de países para que sea a su vez traducido a otros idiomas. Se ahorra dinero, se estropea el producto. “Esto deja una doble desviación al añadir una lengua y una cultura más a una obra audiovisual de forma innecesaria e incluso perjudicial”, alerta Bustins. “Lo que yo me he encontrado en algún caso es que te mandan revisar la traducción al español para que le pases la mirada cultural, resuelvas dudas y propongas mejoras, pero la mejor opción siempre será traducir directamente, sin lenguas puente”.
Llamas es capaz de detectar a menudo esa doble desviación: “Me he topado con esas traducciones de obras clásicas, tipo Dostoyevski, que se nota a leguas que están traducidas no directamente del ruso sino, por ejemplo, del francés. Es decir, traducciones de traducciones. Esto era moneda corriente en el siglo XIX y buena parte del XX, pero hemos mejorado bastante. Y es muy de agradecer que algunas editoriales estén volviendo a traducir clásicos que estaban terriblemente traducidos... y que además lo hagan en un lenguaje relativamente actualizado, para que la obra llegue diáfana a los lectores de hoy en día. Esta es una labor continua, como la de los restauradores de obras artísticas”.
“La traducción está en un excelente momento”, concluye Llamas. “En España se traduce mucho y hay muy buenos profesionales que saben encontrar el equilibrio perfecto entre fidelidad, adaptación, funcionalidad y capacidad de expresión. Pero para que siga así, es muy importante que este trabajo esté menos precarizado”.
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