“A cualquiera le puede pasar, imbécil”: cómo los grupos vecinales se convirtieron en una batalla
Las comunidades de barrio en Facebook son útiles para resolver problemas cotidianos, pero también un escenario perfecto para conflictos que poco tienen que ver con el motivo por el que se crearon
Una tarde de domingo, Laura (nombre figurado) encuentra en un viejo álbum de fotos una instantánea familiar. En ella aparece, de forma reconocible, una plaza del barrio donde siempre ha vivido. Laura, que hace tiempo se inscribió en un grupo de Facebook para vecinos de la zona, decide compartirla en el muro. Sabe que las fotografías antiguas siempre son bien recibidas. A los pocos minutos, la foto se ha llenado de comentar...
Una tarde de domingo, Laura (nombre figurado) encuentra en un viejo álbum de fotos una instantánea familiar. En ella aparece, de forma reconocible, una plaza del barrio donde siempre ha vivido. Laura, que hace tiempo se inscribió en un grupo de Facebook para vecinos de la zona, decide compartirla en el muro. Sabe que las fotografías antiguas siempre son bien recibidas. A los pocos minutos, la foto se ha llenado de comentarios. “Aquí vivía yo”, apunta alguien. “En ese banco pasé muchas tardes cuando era niño, comiendo pipas”, afirma otro. “Me acuerdo perfectamente del panadero de la tienda de la esquina, se llamaba Manolo y sus hijos viven todavía en el barrio”, apunta una vecina especialmente sagaz. “¡Qué recuerdos!”, dice alguien. “Momento boomer”, objeta un usuario más joven. Pero, por una vez, nadie habla de calles sucias ni de falta de plazas de aparcamiento. La armonía reina en este rincón virtual. Hasta que alguien, demasiado exaltado con tanta nostalgia, introduce el conflicto: “Qué bien estaba entonces el barrio, y qué mal está ahora”, seguido de un comentario xenófobo o securitario que alude a la comunidad migrante que se ha mudado allí en los últimos años. Las réplicas se suceden, y el hilo se llena de comentarios agresivos. Entre los comentaristas, cada vez se ven más fotos de perfil con banderas y símbolos políticos. La tensión crece y también los exabruptos. Una inocente fotografía en blanco y negro ha desatado una batalla campal. No es la primera ni será la última: bienvenidos a un día cualquiera en un grupo de vecinos en Facebook.
“Cotilleos, conflictos por excrementos de perros, paranoia con la delincuencia y racismo disimulado (y en ocasiones no tanto) son lo habitual”, enumeraba en 2019 un artículo de The Week dedicado al “raro y maravilloso mundo de los grupos vecinales de Facebook”. Lo micro y lo macro, lo local y lo global, lo personal y lo político se mezclan en estas comunidades virtuales nacidas para hacer la vida más sencilla a sus vecinos y que, en ocasiones, acaban convertidas en un campo de minas. Si los grupos familiares de WhatsApp o Telegram son un territorio sensible solo superado por tipologías tan específicas como los grupos de padres y madres de alumnos, los foros vecinales no le van a la zaga.
Con el surgimiento de los grupos de Facebook empezaron a proliferar comunidades digitales que aspiraban a poner el foco en los rasgos identitarios de una zona o ciudad particular: algunos sentenciaban que no eres de tal ciudad si no has hecho tal cosa, y otros aspiraban a poner en contacto a habitantes de zonas donde el contacto físico entre los vecinos se ha vuelto escaso. Así lo explica el psicólogo Enric Soler, profesor colaborador de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación de la Universitat Oberta de Catalunya: “Vivimos en una sociedad donde prima mucho el valor de lo individual, especialmente en grandes ciudades, donde nos hemos vuelto anónimos”, afirma. “Al mismo tiempo, somos seres sociales, no podemos borrar eso y necesitamos relacionarnos para compartir o construir conocimiento, y perseguir objetivos comunes”. Soler menciona un ejemplo de red social, ¿Tienes sal?, surgida especialmente para responder a este propósito. “Las redes sociales han permitido que en grandes ciudades se puedan encontrar afinidades y necesidades en un contexto muy local, cercano al domicilio”.
La idea es sencilla: usar Facebook como punto de encuentro de personas que pueden no conocerse entre sí, pero que pueden ayudarse mutuamente. Y así funciona el día a día de estas comunidades. Alguien ha perdido a su gato, alguien necesita arreglar una persiana o librarse de un mueble, alguien está encantado con su corte de pelo y quiere compartirlo con el resto, alguien ofrece clases particulares y alguien comenta que un bache en la acera lleva semanas sin ser reparado.
Hasta ahí, todo normal. Incluso desde entidades vecinales estructuradas, como las asociaciones de vecinos que funcionan en la mayoría de barrios y municipios, reconocen su utilidad. Quique Villalobos, que hoy preside la Federación Regional de Asociaciones de Vecinos de Madrid, comenzó la asociación vecinal del Ensanche de Vallecas a través de un foro en internet, antes de la eclosión de las redes sociales, y reconoce que los grupos de Facebook o WhatsApp que han sustituido a los foros de antaño tienen también utilidad para ellos. “Las asociaciones los seguimos utilizando bastante, para informar sobre nuestras actividades pero también para estar informados de cosas que suceden, y que a veces no es tan fácil conocer por canales convencionales”, explica. Enumera ejemplos: una zona que se encharca, un accidente de tráfico que obstruye una calle, un problema de seguridad. En situaciones de emergencia como la pandemia de la covid-19 o el temporal Filomena, resultan muy útiles. Sin embargo, no todo es armonía. “Las redes sacan lo mejor de las personas, pero también lo peor. Y, por desgracia, lo peor es lo habitual, no porque la gente sea más mala que buena, sino porque la cotidianidad es en general más gris”.
En efecto, basta consultar cualquier foro de vecinos para encontrarse con un sinfín de situaciones aparentemente banales capaces de desencadenar la chispa de la crispación. Los ejemplos son un repertorio completo del costumbrismo vecinal que no desentonaría en una teleserie. Por ejemplo, alguien pide una recomendación para encontrar un gimnasio en el barrio, y no tardan en llegar las sugerencias, hasta que alguien comenta que tal zona, aunque cerca del barrio, no pertenece técnicamente al mismo. Los debates sobre los límites –¿dónde acaba Malasaña y empieza Chueca? ¿Hay diferencia entre Lucero y Alto de Extremadura?– son habituales en estos foros. También las discusiones sobre civismo. Un gato se escapa, su dueño pone una publicación en el muro del grupo y, entre los mensajes de apoyo y las menciones a protectoras y asociaciones de bienestar animal, un vecino sentencia: “Los gatos no desaparecen ni se escapan, son los dueños que no tienen precaución ni ponen medios”. De ahí a los insultos va un paso. O dos. “A cualquiera le puede pasar, imbécil”. Bum.
En otro grupo, el propietario de un nuevo restaurante anuncia la inminente apertura de su negocio. Le llueven los mensajes amables (“Buena suerte”, “Pasaremos a probarlo”, “Tiene buena pinta”), hasta que alguien inserta una nota discordante. El nombre del bar está en inglés, y eso lo convierte en un emisario de la gentrificación que transforma los barrios, encarece las viviendas y echa a los vecinos de siempre. Es un tema candente en el barrio: un fondo de inversión ha adquirido varios inmuebles en la zona y los precios de los alquileres están subiendo, pero el bar en cuestión no parece formar parte de esa ofensiva: ni su interiorismo ni su oferta coinciden con los negocios impulsados por la promotora en cuestión. Pero el debate está servido. Pronto, el hilo de comentarios se convierte en una conversación sobre las consecuencias de la gentrificación. El bar, anuncia el crítico, debería tener un nombre castizo, ligado a la zona. Incluso se atreve a proponer varios ejemplos relacionados con la historia y las denominaciones tradicionales del vecindario. Hasta que alguien zanja la conversación: el local que ocupa el nuevo bar antes correspondía a un restaurante gallego. Y durante décadas, a nadie le pareció mal. El debate concluye, no sin algunos insultos especialmente virulentos.
La cuestión inmobiliaria es un punto de conflicto fundamental. “Busco un local en venta para convertir en vivienda y quedarme en el barrio”, pide un vecino. “Si convertimos todos los locales en viviendas nos quedaremos sin barrio”, responde otra persona. Alguien comenta que en una calle se ha ido la luz. “Será por no pagar el recibo”, contesta un vecino.
Villalobos explica que, en estos grupos, los temas de conflicto suelen responder a cuestiones fáciles de identificar. “Puede no ser partidista, pero el enfoque casi siempre es político. Por ejemplo, si en un barrio hay mucha más oferta de educación privada concertada que pública, basta que una persona se lamente de no poder llevar a sus hijos a un colegio público para que otros usuarios lo entiendan como un alegato de izquierdas, y entonces surgen los enfrentamientos, los enfados en los que la gente se dice cosas que no se diría en la calle”, desarrolla. El racismo y la xenofobia aparecen ligados a discursos securitarios, pero también de otros tipos. “Desde 2010 hasta el parón de lo público, un punto de conflicto fueron los pisos protegidos”, apunta Villalobos. “En cuanto la gente se enteraba de que una parcela era susceptible de acoger viviendas del IVIMA [el Instituto de la Vivienda], se ponían como hidras y, sin ningún tipo de información, empezaban a despotricar y a decir que iba a venir gente de realojos o de zonas deprimidas que iban a devaluar su piso”.
La misión de los administradores de estos grupos vecinales –una tarea ingrata donde las haya– debería ser templar los ánimos y evitar los conflictos, aunque la sensación de anonimato que generan las redes sociales dé rienda suelta a comportamientos de odio difíciles de ver en la calle. “Cuando uno no da la cara y se esconde tras una pantalla, un móvil o un ordenador, tampoco se autocensura”, apunta Enric Soler, “y es probable que utilice ese grupo como válvula de escape, para canalizar ansiedades que no le vienen dadas por sus vecinos”. Eso sucede, explica el psicólogo, porque las redes, aunque útiles para muchos propósitos, nos hacen perder capacidades sociales. “Uno pide un limón por WhatsApp, pero no pregunta por la familia, que era lo que hacía antes cuando iba a pedirlo a la puerta del vecino”, afirma. Un vistazo a varios grupos de Facebook revela que, al igual que sucede en otros ámbitos, la polarización y la crispación crecen en épocas de especial sensibilidad política: en campañas electorales, o en situaciones de emergencia o anómalas. Aun así, conviene no bajar la guardia y, como recuerda Soler, “no olvidar que detrás de la pantalla hay una persona con la que nos cruzamos a diario”. En el foro mencionado al inicio de este artículo, pocos días después del debate entre nostálgicos, otra vecina encuentra una foto antigua y, a pesar de todo, decide postearla. Eso sí, se cura en salud. “Buenos recuerdos”, escribe. Y añade: “para la mayoría”. Por si acaso.
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