“Nos habíamos convertido en teleñecos neuróticos”: yo viví un ‘reality’ de famosos
El colaborador habitual de ICON Juan Sanguino fue uno de los elegidos por HBO España para participar en ‘Traitors España’ junto a figuras como Cristina Cifuentes, Anna Allen o Fernando Guillén-Cuervo
El pasado verano participé en Traitors España, la adaptación de un formato holandés de estrategia (algo tiene ese país tan pequeño para imaginar tele grande, porque de ahí también salió Gran Hermano) que ya ha arrasado en Reino Unido, Australia y Estados Unidos ...
El pasado verano participé en Traitors España, la adaptación de un formato holandés de estrategia (algo tiene ese país tan pequeño para imaginar tele grande, porque de ahí también salió Gran Hermano) que ya ha arrasado en Reino Unido, Australia y Estados Unidos y que aquí ha importado HBO Max, donde se estrenó el viernes pasado. Antes de entrar tenía que hacerme un reconocimiento médico y, en mi caso, la segunda palabra era cierta pero la primera no tanto: médico hubo, pero reconocimiento no. La enfermera que iba a chequear mi forma física miró el papel, me miró a la cara y exclamó: “¡Anda! Yo pensaba que en este programa sólo había famosos”.
Esa enfermera le había hecho el reconocimiento (y, sin duda, había reconocido) a gente como Cristina Cifuentes, a Fernando Guillén-Cuervo o a Anna Allen. A gente que sale por la tele. Es decir, ella tenía más información que yo respecto a Traitors. Estuve tentado de preguntarle nombres. Total, tampoco parecía demasiado discreta. Pero me limité a responder: “No, también hay anónimos”. Preferí inventarme las reglas del programa en vez de explicarle que yo, en teoría, soy una persona conocida (salgo en la tele a veces). Preferí darle la razón a explicarle quién era yo. Esta actitud marcaría mi paso por el concurso.
Yo he visto mucha televisión y he escrito mucho sobre ella, así que me planté en aquel castillo con esa carta de presentación: me fascina la tele y ahora tenía la oportunidad de vivirla desde dentro. En el coche me tocó con Cristina Cifuentes. “Olé”, pensé, “la de anécdotas que voy a recopilar de este trayecto por las calles de Sigüenza”. Cristina confirmó ser todo lo que esperaba de ella: culta, ingeniosa y con esa retranca socarrona irresistible que solo tienen las mujeres de derechas. Pero me sorprendió que además fuese afectuosa y curiosa. Me hizo un montón de preguntas sobre mí y yo caí en la trampa y bajé de ese coche sin anécdotas sobre Cifu.
Cualquier espacio en el que aíslan a un grupo de personas se convertirá en una micro-sociedad. Estaban por ejemplo los líderes naturales (deportistas como Jaime Nava, Joana Pastrana o Ray Zapata), los raros (artistas como Rubén Ochandiano, Adrián Pino o Paula Púa), los cerebritos (Leo, jugadora de póker; Julio Muñoz, escritor de novela negra) y los papás con un asombroso efecto calmante (Fernando Guillén-Cuervo y Anna Allen) y de repente yo volvía a estar en el patio del recreo: solo, callado y convencido de que no le caía bien a nadie. Que ya me dirás tú qué tendrá que ver la popularidad en un concurso de estrategia, pero para mí es lo único importante en cualquier situación. Todo lo que hago como comunicador surge de una necesidad por caerle bien a la gente que me esté viendo. ¿Triste? Sin duda. ¿Productivo? También.
Al principio intenté pasar desapercibido, convencido de que si destacaba les iba a caer fatal a todos, hasta que el segundo o tercer día bajé al patio del castillo a medianoche (nos daban un ratito de esparcimiento, durante el cual lo único que hacíamos era fumar y robar Fanta del bar) y Chemi [Manzano, rapero] y Joana se alegraron explícitamente de que bajara. En un momento dado Chemi me hizo tanta gracia (es la persona más divertida del mundo) que me tiré al suelo de la risa como una hiena cafeinada. Aquellas reuniones al fresco eran como tener amigos en el pueblo. Y yo nunca tuve amigos en el pueblo. No puedo explicar hasta qué punto mis decisiones en el programa estuvieron marcadas por mi necesidad de recibir la aprobación de los concursantes alfa (no diré cuáles, pero cualquier espectador sabrá), como si esa micro-sociedad me estuviese dando una segunda oportunidad para entablar amistad con el tipo de personas que me odiaban en el cole.
Una semana antes de entrar en Traitors coincidí en un evento de la editorial Penguin con Pablo Rivero, que es conocido por actuar en Cuéntame pero que en los circuitos editoriales es un escritor estrella superventas. Así que me acerqué a él con la confianza que no tenemos en absoluto para pedirle consejo. “Oye, Pablo, como tú ganaste Bake Off dame alguna recomendación”, le dije. Y él, en toda su generosidad, me dio un consejo excelente: “Cada vez que estés en cámara olvida el contexto. Si has dormido poco, si hace calor, si la comida estaba mala, si has pedido agua y no te la han traído. Olvídalo. Porque si sales quemado en cámara el espectador no tiene esos datos y solo verá a un marica quemado”.
Pablo tenía toda la razón. Hacer televisión consiste en dormir poco, pasar nervios y aguantar esperas de varias horas (Traitors se grabó en junio, durante la primera ola de calor del verano, pero nosotros no lo sabíamos porque estábamos aislados y solo nos dejaban un teléfono para hacer una llamada al día al familiar que habíamos designado, con el que no hablábamos del clima) y que cuando por fin te enfoque la cámara parezca que acabas de llegar a la vida y estás fresco como una lechuga. A ser posible la de primeros brotes. Pero todos entramos en aquel castillo tras un confinamiento solitario de cinco días por protocolo Covid, de manera que éramos 18 versiones de Jack Nicholson en El resplandor (unos más que otros, la verdad). Yo me ponía delante de la cámara y exclamaba clichés de reality con toda mi ilusión: “¡Dentro de la casa todo se magnifica!”, “¡Me llevo 17 amigos!”, “¡He venido a vivir la experiencia!”. Fuera de cámara te conviertes en un Tamagotchi que cada vez que ve a un desconocido con un walkie-talkie se acerca corriendo y le suplica: “¡Tengo sed!”, “¡Quiero ir al baño!”, “¿Cuándo comemos?”. La persona del walkie se acerca el micro a la boca y dice: “Juan tiene sed”. Y en ese momento ese desconocido es tu madre, tu padre y Dios. Todo en uno. Y cuanto el equipo del programa más ejercía como autoridad, más nos comportábamos nosotros como niños, hablando sobre estrategia cuando no había cámaras delante y creando momentos clave de la trama que no quedarían grabados.
En las pruebas afloraba la trayectoria vital de cada uno. Los atletas estaban obsesionados con ganar y celebraban sus victorias como si estuvieran combatiendo en Esparta, al resto solo nos preocupaba no parecer idiotas. Tengo la sensación de que, por limitaciones de tiempo, el programa no transmite del todo el agotamiento de las pruebas (aunque admiro que la del capítulo cuatro, la del secuestro de Julio y Apolonia [Lapiedra, actriz de cine para adultos], está editada como la mejor peli de Michael Bay), porque cuando volqué un kayak con Abril Zamora por culpa de un viento furioso que me hizo sospechar que Dios es LGTBófobo no sé si se percibe que llevábamos remando media hora y estábamos a punto de desmayarnos cuando de repente nos tocó nadar 30 metros hasta la orilla.
Cada vez que nos sentábamos en la mesa redonda, después de 12 horas de emociones, performance, esperas y calor sofocante (todo esto sí que se nota porque no nos maquillaban ni peinaban, en los últimos programas todos parecíamos recién salidos de una mina de carbón excepto Apolonia, que siempre parecía recién llegada de las Bahamas) nos ponían The Hanging Tree, la canción de Los juegos del hambre: Sinsajo, para entrar en situación. Es épica, desasosegante y adictiva. Como Traitors. Algunos de mis compañeros la han usado para sus publicaciones en Instagram y en cuanto la oigo todavía me asaltan recuerdos de Vietnam.
El presentador, Sergio Peris-Mencheta, no interactuaba con nosotros fuera de cámara, para no adulterar la tensión que nos provocaba su presencia. Cada día grabábamos un capítulo entero y la paranoia crecía porque, al estar completamente aislados del mundo real, lo único que nos importaba era lo que ocurría dentro del castillo y las únicas personas que existían eran los demás concursantes. ¿Cómo no se va a magnificar todo? Nos habíamos convertido en teleñecos neuróticos, paranoicos y enfrentados cara a cara con nuestros traumas infantiles. Bueno, esto último quizá solo nos pasó a mí y a Paula Púa.
El cuarto día me senté en la mesa convencido de que me iban a echar. Apolonia me odiaba, porque yo me había enrocado en que ella era traidora (yo voté mal en todas y cada una de las mesas porque la popularidad no sé, pero la estrategia se me da fatal), y estaba seguro que ella había ido por ahí convenciendo a los demás de echarme a patadas. Claro, que yo percibí a Apolonia como una maquiavélica maestra del mal. Menudo ojo. Jamás adiviné qué ocurría dentro de su cabeza. Y no supe ver que Apolonia, mi archienemiga en el show, pertenecía a otra escuela estereotípica del reality pero incompatible con la mía: ella era de la telerrealidad naturalista, la del “yo soy como soy y digo las cosas a la cara”. Apolonia era Alcarràs y yo era Babylon. Y creo que chocamos porque ambos concursábamos con el estómago en vez de con la cabeza. El caso es que Joana sacó otro nombre, Sandra, y yo cogí mi tabla de surf y me dispuse no solo a subirme a esa ola de pensamiento sino a coronarla dando piruetas y saludando a la orilla. Mientras Sandra lloraba por la frustración (dentro de la casa, efectivamente, todo se magnifica) yo evitaba mirarla para no flaquear en mi misión: recordarle a todo el mundo allí presente que Sandra Escacena es una gran actriz (es verdad) y que podría estar fingiendo sus lágrimas (esto no). Y cuando Sandra juró por su madre que era fiel yo, sin mirarla, pronuncié nueve palabras que tranquilamente podrían convertirme en un villano: “Bueno, yo también lo puedo jurar por la mía”. Estaba tan borracho de éxito que cuando mi mejor amiga allí, Abril Zamora, dijo que no le parecía justo utilizar lo de la interpretación para desacreditar a Sandra yo le repliqué: “Cariño, tú no eres tan buena actriz”.
El día que me echaron yo sabía que me iba y estaba en paz con ello. El juego había podido conmigo. Pero de repente una frase, esta vez de cuatro palabras, me removió más que nada de lo que había ocurrido en toda la semana: “Juan es un amor”. La pronunció la windsurfista Blanca Manchón, gran traidora y mejor persona, y yo solo pude reaccionar diciendo la verdad: “Nadie ha dicho eso de mí nunca”. Ahí llegaba. Mi barbilla temblorosa estaba a punto de convertirme en el cliché completo, en el tipo de concursante de reality del que, como espectador, siempre me he reído: el que llora cuando le echan. Recuerdo incluso susurrarle a Abril Zamora “te quiero mucho” melodramáticamente mientras me levantaba. Porque allí dentro viví una vida completa. O, mejor dicho, viví una reproducción a pequeña escala temporal y a gran escala emocional de mi propia vida: la soledad, la inseguridad social, la aceptación final de mí mismo. Y sí, en cierto modo me llevo 17 amigos. Bueno, a juzgar por el grupo de WhatsApp (en el que me embelesa la destreza con la que Cristina Cifuentes usa stickers y gifs, supongo que esa es la única anécdota que puedo contar de ella), 16, porque uno de los concursantes declinó amablemente ser incluido. Y con “amablemente” quiero decir que respondió: “Si me metéis me salgo”.
Participar en un reality implica una desincronización existencial. Para los 18 participantes fue una experiencia apasionada, abrumadora y fatigosa, pero ahora la audiencia lo está consumiendo como un relato de ficción. Tal y como yo mismo aseguré al despedirme, convertido ya en una parodia completa de concursante de reality que incluso hacía pausas dramáticas entre palabras, sé... que nadie... va a entender... la intensidad... de lo que hemos vivido aquí dentro. Esa frase, por cierto, es la que cierra el tráiler de Traitors. Cuando lo vi me hizo mucha ilusión. ¿Triste? Sin duda. ¿Productivo? Pues mira, yo ya no sé.
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