Los mutilados de guerra que brindaban al piano, una increíble historia real que el cine todavía no había contado
Los miembros del ‘Guinea Pig Club’ regresaron de la Segunda Guerra Mundial heridos y desfigurados pero, en un hospital inglés, cambiaron las reglas de la medicina, el dolor y la vergüenza de ser un superviviente
Era el club más exclusivo de los surgidos durante los años de la Segunda Guerra Mundial. Sus miembros eran 649 soldados, veteranos del aire que apenas sobrepasaban los 20 años y se reunían en un agradable local de una bucólica localidad de Sussex en la que corría el alcohol y se cantaba al un piano. Ningún hombre del mundo, por cierto, quería formar parte de él.
Según sus reglas, era necesario haber sido “hervido, macerado o frito” por armas alemanas. Todos sus...
Era el club más exclusivo de los surgidos durante los años de la Segunda Guerra Mundial. Sus miembros eran 649 soldados, veteranos del aire que apenas sobrepasaban los 20 años y se reunían en un agradable local de una bucólica localidad de Sussex en la que corría el alcohol y se cantaba al un piano. Ningún hombre del mundo, por cierto, quería formar parte de él.
Según sus reglas, era necesario haber sido “hervido, macerado o frito” por armas alemanas. Todos sus miembros pertenecían a la RAF, la Royal Air Force, y habían sido heridos en combate y sufrido serias lesiones. Habían perdido la piel, el cuero cabelludo, los ojos, la nariz o los labios. Se hicieron llamar Guinea Pig Club, e los conejillos de indias o cobayas, animales usados habitualmente en el laboratorio por sus características genéticas similares a los humanos y que se caracterizan por un carácter extremadamente afable. Ellos también fueron objetos de experimento, sus cuerpos reconstruidos utilizando técnicas de cirugía plástica tan revolucionaria que se iba inventando cada día en el quirófano. ¿El símbolo de club? Un conejillo de indias alado, claro.
El interés por esta historia acaba de renacer gracias a Amsterdam, de David O. Russell. El médico que interpreta Christian Bale, uno de esos pioneros que en la Primera Guerra Mundial abrieron el camino para el infierno que esperaba tres décadas después, está inspirado en el doctor Archibald McIndoe (1900-1960), responsable de todo esto. Mientras, los intérpretes Richard E. Grant y Sam Neill se preparan para rodar la historia del Guinea Pig Club que dirigirá Roger Donaldson (Sin salida, 13 días).
La cerveza del infierno
“La cabina [del caza] se convirtió en un infierno. En mis manos desnudas, la piel se empezó a marchitar como un pergamino quemado a la temperatura de un alto horno. Fue entonces cuando noté el olor. El olor de mi carne quemada era tan repugnante que quería vomitar”, declaró a The Guardian el piloto Geoffrey Page, el primero en llegar a la unidad de quemados del Hospital Queen Victoria en East Grinstead, en West Sussex, dirigido por McIndoe. “Mi último recuerdo fue ver la horrible masa de carne hinchada y quemada que hasta ahora había sido mi cara”.
Aquellos hombres habían sido víctimas de la guerra, pero también de aviones poco seguros. Los incesantes bombardeos alemanes sobre Londres en 1940 exigieron una respuesta inmediata por parte del Ejército británico. La seguridad de los pilotos no era exactamente una prioridad. Los aparatos en los que volaban eran básicamente depósitos de gasolina con alas. Cuando recibían un impacto, las llamas llegaban rápidamente a la cabina y el gesto reflejo de los pilotos consistía en arrancarse los guantes y el casco para luchar contra calor abrasante, lo que les provocaba quemaduras en las manos y el rostro. Los hospitales militares comenzaron a llenarse de soldados cuyas caras y cuerpos habían sido derretidos por las llamas de gasolina. Los pilotos las llamaban “la cerveza del infierno”.
En aquel año, más de la mitad de los que sufrían quemaduras graves morían en las primeras 24 horas. Los médicos se limitaban a proporcionarles morfina para evitar el dolor. Archibald McIndoe, uno de los cuatro cirujanos plásticos que había en Inglaterra para antenderlos observó que los pilotos que caían al mar se recuperaban antes que los que aterizaban en tierra y probó a sumergirlos en agua salada. Los resultados fueron positivos. Fue la primera de sus técnicas revolucionarias. Perfeccionó los pedículos –injertos de piel que se habían empezado a practicar durante la Primera Guerra Mundial– en una operación, larga y compleja, donde se empleaba piel sana de la pierna o pecho del paciente que permanecería cosido a su cuerpo para cubrir narices, párpados, labios, mentón o frentes.
“Mi estómago no es muy peludo, pero tengo que afeitarme la nariz cada dos días”, bromeaba el operador de comunicaciones Jack Toper, uno de los que recibió los pedículos. Las lesiones de los pacientes de McIndoe fueron tan extremas que algunos sufrieron más de cincuenta operaciones y permanecieron en East Grinstead durante cuatro años. El éxito de los tratamientos experimentales reforzó la autoridad del cirujano, consciente de que aquellos hombres no sólo tenían que recuperar su cuerpo sino también su dignidad.
Un hospital parecido a un hogar
McIndoe ordenó pintar las paredes de colores claros, sustituir las asépticas cortinas blancas por cortinajes estampados de aire hogareño y enfrentarse al Ejército para cambiar algo para él fundamental: l. Los soldados alejados del frente no tenían derecho a vestir el uniforme militar, lucían en su lugar unos ropajes azules que recordaban a los de los reclusos. Para el cirujano era esencial que aquellos hombres no olvidasen que eran soldados. Algunos habían salido de sus pueblos por primera vez, un día eran héroes que sobrevolaban los cielos cazando nazis y al siguiente no podían valerse por sí mismos ni se reconocían en el espejo. En una decisión que hoy escamaría a la comunidad médica y con la excusa de “rehidratar a los pacientes”, pidió que siempre hubiese un barril de cerveza rubia fresca a mano e hizo instalar un piano en el salón. Utilizó como terapia la música, la risa y algo que hoy haría saltar todas las banderas rojas: contrató a enfermeras jóvenes y atractivas.
El cirujano tenía la certeza de que la presencia de aquellas mujeres les haría recordar por qué merecía la pena vivir. Casi todos ellos habían llegado a la guerra casados o comprometidos, pero la mayoría de las relaciones no habían sobrevivido a la experiencia bélica. “McIndoe consideraba muy importante tener tantas mujeres como fuera posible alrededor de los pacientes para animarlos a tener confianza en sí mismos. Las enfermeras fueron elegidas entre las mejores, pero por encima de todo necesitaban ser fuertes para sobrellevar la dureza de lo que se veía en el hospital”, contó la historiadora Emily Mayhew, autora del libro The Reconstruction of Warriors (2004). El doctor también formó una tropa de mujeres adineradas que sirvieron como embajadoras del hospital. Su labor era preparar a los habitantes de East Grinstead para las visitas de sus pacientes.
El pueblo que no miraba fijamente
La recuperación total pasaba por integrar en sociedad a hombres incapaces de mirarse al espejo, cuyos rostros provocaban espanto en quienes los veían por primera vez. Los vecinos de East Grinstead se volcaron con ellos. Celebraban reuniones especiales, reservaban mesa para ellos en los restaurantes, los cines organizaban sesiones con asientos adaptados y muchas familias acogieron a pacientes en sus casas. Siguiendo las especificaciones de McIndoe, a pesar de lo terribles que fuesen sus deformidades, evitaban mirarles como si fuesen monstruos. La localidad empezó a conocerse como “el pueblo que no miraba fijamente”.
Las primeras salidas fueron traumáticas. “Era un bochorno que alguien te echara cerveza por la garganta y te limpiase después. Y aún más vergonzoso era tener que ir al baño en parejas”, relataba un paciente, Bill Simpson. Pero no tardaron en acostumbrarse. “Salían y volvían a las dos o tres de la mañana. Esto no era un hospital: era un club de campo”.
Otra batalla ganada por McIndoe: la política del Ejército con los heridos consistía en mantenerlos ocultos para no desanimar a la población o disuadir los alistamientos. Él les dio otra utilidad: dando charlas, colaborando en la retaguardia o incluso volviendo al combate. Algunos de los miembros del club fueron pacientes más de una vez.
El 20 de julio de 1941, un tarde de domingo, mientras tomaban una copa de jerez, seis pilotos que se recuperaban de sus operaciones propusieron formar un club de bebedores, el cual estaría abierto a cualquier soldado operado al menos dos veces en el hospital, el equipo médico y algo que denominaron “la Real Sociedad para la prevención de la crueldad contra los Conejillos de Indias”. Es decir, los amigos y benefactores del club. Las mujeres no podían ser socias, pero podían asistir a algunas veladas especiales. El humor negro era una de sus señas de identidad. Nombraron secretario a un piloto con los dedos gravemente quemados, lo que significaba que no les escribiría demasiadas cartas, y el tesorero era un miembro cuyas piernas estaban quemadas y se movía en silla de ruedas, lo que garantizaba que no podría huir con los fondos. Inicialmente, aquel espacio en el que no existirían los escalafonoes iba a ser un club de de bebedores que se disolvería después de la guerra, pero acabó siendo la parte más importante de sus vidas. McIndoe, claro, fue elegido presidente vitalicio.
El cirujano de los combatientes y de las estrellas
La reputación de McIndoe lo convirtió en cirujano de referencia de celebridades como Ava Gardner, la actriz británica Kay Kendall o la duquesa de Windsor. Gardner le conoció por primera vez cuando la trató por una lesión en la pierna tras un accidente automovilístico. “Sabía que en comparación con lo que estaba pasando con esos pilotos gravemente quemados, mi pequeña lesión no tenía ninguna consecuencia. Pero Archie era un hombre de enorme compasión y comprensión, y también la sentía por mí”, contó en sus memorias.
Ava visitó el hospital y charló con los pilotos quemados. “Fue la mejor terapia posible porque, en comparación con sus lesiones, mis heridas no podrían haber sido más insignificantes. Conocí a muchos de ellos, bailamos y nos reímos juntos. Fueron tan valientes que me apetecía llorar. Archie me dijo que mis visitas les hicieron mucho bien, pero estoy seguro de que me ayudaron más a mí”, declaró la actriz en su día. Si para el mundo Gardner era el animal más bello del mundo, para los miembros del Guinea Pig club era “la mujer de la que se pondrían un injerto de piel”.
McIndoe se convirtió en una eminencia en su campo (sus métodos sentaron cátedra en la cirugía plástica del siglo XX), pero era un hombre difícil, con un ego desmesurado y que sacrificó su vida familiar. Estaba rodeado de personas que lo consideraban un dios y como tal podía ser extremadamente cruel. Obligaba a los recién llegados a observar las operaciones, a ver cómo las caras de sus compañeros eran literalmente arrancadas para que supiesen en qué consistírian sus operaciones y les perdieran el miedo.
Falleció a los 59 años tras un ataque al corazón provocado por el estrés y tiene el honor de ser el único civil enterrado en la iglesia de la Royal Air Force de St Clement Danes. El príncipe Felipe, Duque de Edimburgo, le sustituyó como presidente del Club hasta su fallecimiento y uno de sus últimos actos mientras estuvo activo fue la inauguración de un monumento conmemorativo.
Según datos recopilados por la historiadora Ann Bates, en 2021 todavía seguían vivos 5 de los 649 miembros del club. La amistad forjada entre ellos fue indestructible, al igual que sus vinculos con la localidad de East Grinstead. Muchos de los soldados acabaron casándose con mujeres del pueblo o con las enfermeras del hospital. El Guinea Pig Club que iba a desaparecer tras la guerra, se mantuvo en activo y las reuniones periódicas sólo se detuvieron por el Covid y los achaques que empezaron a dificultar los desplazamientos de sus miembros, pero el espíritu del club se mantendrá “mientras dos miembros del Guinea Club Pig estén en pie y puedan chocar sus copas”. Siguen fieles a su himno: “Somos el ejército de McIndoe, somos sus conejillos de Indias, con dermatomas y pedículos, ojos de cristal, dientes postizos y pelucas. Y cuando nos den el alta gritaremos con todas nuestras fuerzas: “Per ardua ad astra”. Preferimos beber a pelear’.
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