“Una balada horrible”: la candidatura de Johnny Rotten en Eurovisión que podría matar definitivamente al punk
‘Hawaii’ ha recibido críticas espantosas, pero el vocalista de Sex Pistols cree que es la canción idónea para representar a su país en un festival que simboliza todo lo contrario a lo que él fue
Las redes sociales, casi siempre inmisericordes, ya están dictando sentencia: Hawaii, la primera canción que John Lydon (Londres, 66 años y Johnny Rotten para los amigos) edita en ocho años (con el nombre de Public Image LTD, la banda en la que él permanece como único miembro fijo desde 1978) es “el definitivo clavo en el ataúd del punk británico”. Una balada “horrísona”, una “auténtica mierda”, una “ordinariez” o un “...
Las redes sociales, casi siempre inmisericordes, ya están dictando sentencia: Hawaii, la primera canción que John Lydon (Londres, 66 años y Johnny Rotten para los amigos) edita en ocho años (con el nombre de Public Image LTD, la banda en la que él permanece como único miembro fijo desde 1978) es “el definitivo clavo en el ataúd del punk británico”. Una balada “horrísona”, una “auténtica mierda”, una “ordinariez” o un “exabrupto”. Solo los fans muy fans se han aventurado a defender a Lydon con argumentos entre piadosos y condescendientes. Alguno le reconoce el mérito de continuar “vivo y dando caña” tras 66 años de extenuante cruzada personal contra el sistema, por lo que Hawaii, más allá de sus virtudes musicales (o su falta de ellas) sería un encomiable acto de resistencia.
Pese a todo, si este peso pluma de la balada contemporánea está haciendo correr ríos de tinta estos días es porque John Lydon ha decidido postularla como candidata a representar a Irlanda en el festival de Eurovisión de esta primavera. Como lo oyen: Johnny Rotten, el sex pistol que se propuso hace 46 años llevar la anarquía al Reino Unido, acaba de presentarse voluntario a la fase previa de la Copa de Europa de la canción somnífera.
Resulta difícil concebir un evento menos punk que Eurovisión. Lanzado en 1956, con una primera edición en Lugano, Suiza, en la que participaron siete países, el festival contribuyó a encumbrar en su día a grandes de la canción melódica como ABBA, Céline Dion, France Gall, Sandie Shaw, Cliff Richard o nuestros Massiel, Raphael y Julio Iglesias. Ha sido durante décadas, en opinión de uno de sus detractores más elocuentes, el periodista británico Jon Henley, “un extravagante despliegue de purpurina, lentejuelas y pantalones ceñidos, una gozosa celebración de la estupidez y la falta de compromiso con la realidad”. Un festival “negligente en lo musical y francamente reaccionario en lo estético” que, además, “ha adquirido en los últimos años una inquietante dimensión geopolítica”, al convertirse en un mapa de las filias y fobias cruzadas de las naciones participantes.
Irlanda, ¿qué te han hecho?
Hasta finales de la década de 1980, cuando Eurovisión era el coto privado de los 20 países de la Europa Occidental (con intrusos puntuales como Yugoslavia, Turquía, Israel o Marruecos), Irlanda fue una de las grandes potencias del evento. Desde que irrumpió en el festival la constelación de países de la Europa del Este, el tigre céltico, pese a la riqueza de sus tradiciones musicales, a duras penas consigue clasificarse para la fase final. La última vez que lo consiguieron fue en 2018, y quedaron decimosextos. Pueden contar, tal vez, con el voto de un puñado de gallegos o bretones nostálgicos de la muy diluida identidad celta, pero a la hora de la verdad sus aliados, los únicos con los que intercambiar votos de cortesía y proximidad cultural, son sus ancestrales enemigos, los británicos.
Lydon, londinense de origen irlandés, ha ofrecido sus servicios para corregir semejante agravio histórico. A falta de un Shane McGowan o un Bono dispuestos a arrimar el hombro para restaurar el orgullo irlandés, ahí va él, con una canción sin lustre ni raíces, de aire vagamente polinesio, letra bochornosa y sólida coartada sentimental: se la dedica a su esposa, Nora Foster, enferma de Alzheimer.
Laura Snapes explica en The Guardian que Rotten y el grupo, Public Image Ltd. (PiL), que ha sacado del armario para la ocasión, competirán en esa ronda previa con Adgy, Connolly, Leila Jane, Wild Youth y un largo etcétera de solistas y bandas todavía semidesconocidas. Jazz Monroe añade en Pitchfork que la de Lydon es la única candidatura “con cierto peso a nivel internacional”, pero sus posibilidades de resultar elegido resultan, a priori, escasas. Se le augura un estridente fracaso, como a alguno de esos futbolistas profesionales en activo pero en horas bajas que han aceptado participar estos días en la circense Kings League de Ibai Llanos.
Es más, Monroe recuerda que no es la primera vez que Johnny Rotten baja al sótano “del entretenimiento populista y desvergonzado”: se puso, sin ir más lejos, la máscara de bufón en 2021 en el programa televisivo The Masked Singer y ya por entonces se dijo que estaba “escupiendo sobre su legado” (algo, si lo piensan, muy punk) y faltándose al respeto a sí mismo.
Ponga un punk en su sobremesa
En realidad, Rotten, como su (casi) coetáneo Morrissey, hace ya unos cuantos años que participa sin el menor recato en programas de telerrealidad y tertulias de sobremesa. El gran público se ha acostumbrado a su presencia, incluso ese reducto de ancianos que ya eran adultos cuando irrumpió el punk y lo rechazaron visceralmente.
Hoy viene a ser un demonio familiar acogido con simpatía cómplice. Ayuda a ello la deriva conservadora de sus puntos de vista sobre la vida y la política. Como en el caso de Morrissey, a una parte de la audiencia le resulta gratificante que ese eterno muchacho, siempre agresivo, siempre lenguaraz, asuma ahora que Gran Bretaña nunca debió dejar de ser un imperio, que la inmigración es un castigo bíblico o que el Brexit fue una estupenda idea.
Pero volvamos a la teoría del último clavo en el ataúd.
Que el punk se muere, que ya murió o incluso que nació muerto es un lugar común casi desde sus orígenes, primero en la Nueva York underground y poco después en el Londres de 1976, en pleno invierno del descontento. Algunos fundamentalistas del espíritu del 76 consideran que tanto la actitud primigenia como el sonido punk en sí empezaron a languidecer en 1977 y entraron en respiración asistida en 1978 para morir y no dejar más que un rastro desvirtuado y equívoco a partir de 1979.
Desde este punto de vista, los punks de primera hora, el contingente de Bromley, el puñado de chavales que compraban ropa en Sex (la tienda que la diseñadora Vivienne Westwood y su socio, el desaprensivo y genial Malcolm McLaren tenían en el barrio de Chelsea), los okupas de Maida Vale y espíritus desquiciados y libres como Sid Vicious, fueron los únicos punks genuinos.
Si esto fuese cierto, si el punk británico murió en algún momento indeterminado de finales de 1977 o principios de 1978, el grueso de lo que hoy entendemos por punk sería en realidad punk póstumo, un sucedáneo, una versión edulcorada y burguesa. Para Jon Savage, cronista oficial del estilo, autor del imprescindible ensayo England’s Dreaming: Sex Pistols y el punk rock: “El verdadero Año Cero del punk fue el de la consagración de los Sex Pistols, pero en Londres no se hizo nada que no hubiesen anticipado antes Nueva York y los Ramones”. A partir de ahí, el estilo y el espíritu sobreviven mal que bien. El punk “ha mutado, pero no ha muerto. Sigue ahí, en alguna parte, y cuanto más cerca de las cloacas lo busques, más probable es que lo encuentres”.
En su deslumbrante panfleto autobiográfico, La ira es energía: Memorias sin censura, el propio John Lydon cuenta en clave personal las múltiples veces que el punk ha muerto y resucitado. En primer lugar, con la entrada en escena de Malcolm McLaren, el hombre que se convirtió en manager de los Sex Pistols, se los llevó de gira por toda Inglaterra, los convirtió en protagonistas de un mediático acto de sabotaje del jubileo de la reina Isabel II y consiguió que grabasen su álbum de debut, Never Mind the Bollocks, con una multinacional que sufrió un repentino ataque de osadía, EMI.
Hoy, Rotten considera a McLaren un “oportunista y un chupóptero” que prosperó vampirizando el talento ajeo. Para él, la esencia de los Sex Pistols habría que buscarla en el corto periodo en que no se habían convertido aún en el juguete de las aviesas maniobras comerciales de McLaren. En especial sobre el escenario, donde el propio Rotten, estudiante de arte de clase obrera, aquejado de meningitis y víctima del abuso escolar en su infancia, descargó con resultados deslumbrantes su rabia antisistema.
En enero de 1978, Lydon abandonó el grupo y lo dio por disuelto, aunque los tres miembros restantes, Cook, Jones y Vicious, siguieron grabando y actuando como Sex Pistols unos meses más bajo la supervisión de un McLaren que se resistía a retorcerle el pescuezo a la gallina de los huevos de oro. Ahí se produjo, para Lydon, una segunda muerte. Seguida de una resurrección inmediata, liderada por su nueva banda, PiL, que recogió el espíritu del punk y preparó la transición al post-punk con álbumes tan estimulantes como First Issue (1978) o Metal Box (1979).
Los que se fueron
A partir de ese punto, los que se empeñen en darle a la narrativa punk un aire fúnebre encontrarán múltiples motivos para hacerlo. El espíritu del 76 ha ido acumulando desde entonces multitud de cadáveres. La última, Vivienne Westwood, madrina estética del movimiento, que falleció hace apenas unas semanas. Y antes de ella, Poly Styrene (fallecida en 2011), Malcolm McLaren (2010), Joe Strummer (2002) o Sid Vicious y su novia, la incomparablemente punk Nancy Spungen (1979).
Algunas de esas muertes han tocado a Lydon muy de cerca. Es el caso de Ariane Daniela Foster, más conocida como Ari Up, cantante de The Slits, hija de Nora Foster e hijastra de Lydon, que murió a los 48 años, en octubre de 2010, víctima de un cáncer de mama que decidió no tratar de manera adecuada hasta que fue demasiado tarde.
El crítico estadounidense Greil Marcus decía que es insensato pretender que las etiquetas de la música contemporánea sobrevivan más de 30 años. Si lo hacen, será a costa de experimentar continuas mutaciones y revivals y de dejarse múltiples piezas en cada nueva colada, incorporando en su lugar otras nuevas. Si eso es cierto para el rock’n roll, cómo no iba a ser para el punk, un estilo que siempre se imaginó a sí mismo como arte efímero y se tomó muy en serio aquello de vivir deprisa, morir joven y dejar un bonito cadáver.
Johnny Rotten ya ni siquiera reivindica aquel punk como una etiqueta vigente. ¿Cómo iba a hacerlo a estas alturas, 47 años después del invierno del descontento? Sí se siente ligado a su espíritu y cree que ha ido actualizándolo a medida que se sucedían las décadas.
Hoy, punk es para él simpatizar con Donald Trump, en el que ve a una especie de héroe de la clase obrera enfrentado a la dictadura de la corrección política. Y punk sería también, digan lo que digan tus detractores, representar a Irlanda en el festival de Eurovisión, un acto de subversión situacionista que tal vez no veamos nunca, pero que seguro que valdría la pena. Aunque sea con una canción “bochornosa” y “horrísona”. Como diría Mecano, Hawaii es de lo que no hay.
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