Pobres y sumidos en la incertidumbre: ¿son los jóvenes de hoy como los bohemios de hace un siglo?
La precariedad entre aquellos que comienzan la vida adulta se ha convertido en una circunstancia y. además, en un estereotipo con sorprendentes paralelismos con los años veinte
Según el Observatorio de la Juventud en España, el segundo trimestre de 2022 terminaba con algo más de una quinta parte de los jóvenes menores de 30 años en paro (una tasa de en torno al 20% que puede compararse con una media europea alrededor del 13%). Según el Banco de España, entre 2008 y 2020, la riqueza media de los menores de 35 años descendió un 56% (la mayor de unas caídas que afectan a cada tramo de edad excepto...
Según el Observatorio de la Juventud en España, el segundo trimestre de 2022 terminaba con algo más de una quinta parte de los jóvenes menores de 30 años en paro (una tasa de en torno al 20% que puede compararse con una media europea alrededor del 13%). Según el Banco de España, entre 2008 y 2020, la riqueza media de los menores de 35 años descendió un 56% (la mayor de unas caídas que afectan a cada tramo de edad excepto al de los mayores de 75 años, cuya riqueza media ha aumentado un 25%). Los alquileres escasean y suben de precio, especialmente en Madrid y Barcelona, ciudades hasta las que llegan quienes se ven obligados a abandonar provincias como Zamora, que, desde 2011, ha perdido a 32 de cada 100 menores de 34 años, en cifras del Instituto Elcano (al discriminar según nivel de estudios, se da con registros tan sorprendentes como el que indica que 76 de cada 100 jóvenes con titulación universitaria se han marchado de Soria). Frente a lo que se defiende en algunas tribunas, los datos son inequívocos: ser joven en España resulta hoy excepcionalmente difícil.
Si trazamos una línea hasta hace cien años, pensando en una generación consciente de la precariedad en su paso a la vida adulta, llegamos a los jóvenes de principios del siglo XX, con los que hay algunos sorprentes paralelismos. Entonces el capitalismo se encontraba en su primera etapa (sin regulaciones, aunque bajo la amenaza de una revolución marxista), mientras que ahora, no sin cierta ironía, se habla de que se ha agotado o del capitalismo tardío (una expresión que se ha popularizado en su forma inglesa, late capitalism, y sirve para nombrar todos los efectos indeseables de nuestro sistema económico).
Entonces, como ahora, se miraba hacia el futuro con pesimismo y se desconfiaba, después de la pérdida de las últimas colonias, de las élites políticas, ya percibidas como corruptas y fraudulentas. Entonces, los jóvenes también se sintieron vituperados e incomprendidos, y muchos se vieron obligados a, en palabras del escritor francés Henri Murger, “trasladarse a las grandes capitales en busca de un nombre y una fortuna, sin más patrimonio que sus esperanzas y su fuerza de voluntad”. Recibieron el nombre de bohemios, una etiqueta despectiva y racista que pronto se apropiarían y usarían con orgullo.
El profesor de la Universidad Carlos III, Miguel Ángel del Arco, autor de la tesis Periodismo y bohemia: los bohemios en la prensa del Madrid absurdo, brillante y hambriento de fin de siglo, considera que “se dan coincidencias pendulares entre las dos épocas: la precariedad laboral en general y la periodística en particular, la rebeldía de la juventud olvidada, el turnismo político...”. La figura del bohemio que recorre las redacciones de los periódicos exhibiendo su último artículo recuerda mucho a la del autónomo que, por correo electrónico, ofrece sus textos y proyectos a los jefes de sección de los medios actuales. Así, no es raro que se estén repitiendo situaciones como las que Knut Hamsun describió en Hambre, una novela de 1890 cuyo protagonista deambula por las calles de Oslo desesperado por vender algunos textos para cubrir su necesidad más básica: sobrevivir.
Jara Pérez es psicóloga y cuenta que a ella acuden, sobre todo, mujeres entre 25 y 45 años. Muchas son autónomas. Entre sus pacientes detecta un aumento de la ansiedad y el desánimo, una sensación de que no hay salida y una gran incertidumbre. En consulta trabaja sobre estos malestares, aunque la situación (económica o del mercado de trabajo) que los provoca es un “factor de primer orden”, es decir, algo que queda fuera de lo psicológico. “Nuestra generación ha vivido un gran desengaño”, explica Jara. “Es como si el pastel se hubiera destapado, así que la única motivación que queda es la supervivencia. Mientras tanto, se nos empuja a que seamos felices, pero ¿cómo vamos a ser felices si nos han engañado, si estamos sometidos a una incertidumbre brutal, si ninguna institución vela por nuestros derechos más básicos? Hay una distancia entre lo que esperábamos y lo que hemos obtenido que ya solo se puede cubrir a través de la lucha social, por más que también exista un discurso típico de la sociedad terapéutica que responsabiliza a cada uno de su propio sufrimiento”.
De los bohemios, vistos por algunos gente oscura de vida desordenada, se dijo (o dijeron de sí mismos) que “vivieron de la pirueta” (Emilio Carrère), se dedicaron “clara y concretamente al hambre” (Ruano) o que “estuvieron sometidos al imperio de la casualidad” (Cansinos). Actualmente, según indica el sociólogo Emmanuel Rodríguez, autor de El efecto clase media, “al menos 5 de cada 10 trabajadores tienen problemas para conseguir un empleo estable, y con ello el dinero, pero también los derechos y garantías a los que ese empleo está asociado”.
Más allá de esa irregularidad en cuanto a ingresos, Rodríguez no ve muchas similitudes entre aquel tiempo y el nuestro: “El mundo que se abre es completamente nuevo, y la comparación histórica es complicada. Nuestras sociedades son mucho más ricas y con un Estado infinitamente más presente que antes de 1929. La condición de nuestra época pasa por una larga crisis que es a la vez capitalista y ecológica, y que tiene finales posibles muy distintos y nada claros. Por el momento, no estamos a las puertas de un paisaje social dickensiano, lo que no excluye que el grado de miseria y precariedad siga aumentando década a década”.
En cuanto a la nostalgia dirigida hacia otras etapas más recientes del capitalismo, con “empleo garantizado, relativamente bien pagado, vidas normalizadas y familia nuclear estable”, Emmanuel indica que “se trata de una idealización mas bien burda que pasa por alto, para el caso español, la bestialidad del hambre y la represión de posguerra, la miseria cultural de los años cincuenta y sesenta, la oleada de luchas de los años sesenta y setenta, la heroína desde finales de los setenta y toda una serie de fenómenos sociales complejos que difícilmente se pueden idealizar a poco que se conozcan. En cualquier caso concluye, no hay vuelta atrás, y ello debido a las condiciones materiales (capitalismo en crisis, Estado deudor o crisis ecológica) pero también a las más subjetivas”.
Aunque en historia y sociología las comparaciones nunca resultan exactas, en literatura siempre ha sido más sencillo encontrar paralelismos entre obras de diferentes épocas y movimientos. En este terreno, no es necesario rebuscar ni recurrir a poetas malditos: las afinidades entre la literatura bohemia y buena parte de lo publicado por escritores pertenecientes a la generación millennial son claras y tienen que ver tanto con los sentimientos de exclusión y desarraigo como con cierta tradición narrativa. “La bohemia cierra su curva y retorna a su punto de partida: la picaresca”, escribió Cansinos Asséns sobre la trayectoria del movimiento que había liderado. Los protagonistas de novelas como Al final siempre ganan los monstruos, de Juarma, El evangelio, de Elisa Victoria o Los sueños asequibles de Josefina Aldecoa, de Manuel Guedán, tienen algo de pícaros contemporáneos y no son los únicos ejemplos recientes (Esther García Llovet o Luis Landero, pertenecientes a otras generaciones, también han desarrollado mucho este tipo de personaje).
Precisamente Guedán, en contraste con el tono divertido de su novela, se muestra crudo cuando habla de los pícaros que se mueven en el mundo real: “La picaresca del siglo de Oro la protagonizaban personajes humildes y descarados que querían ascender en la pirámide social. Los pícaros de ahora son la alcaldesa de Marbella, su marido, el constructor Gunnar Broberg, y su hijastro, una santísima trinidad de los poderes que rigen la actualidad. Los primeros tenían gracia; estos tres, no”. Los bohemios, contemporáneos de la Revolución Rusa, vivieron en primera persona la lucha de clases (su actitud individualista era también una protesta contra la burguesía y muchos, en el fondo, se consideraban proletarios). En este sentido, Guedán recuerda que las cosas han cambiado: “El sentimiento de clase tenía sentido en un mundo (el de las fábricas) donde se compartía el centro de trabajo y allí se intercambiaba información. Ahora, aunque la esencia de la batalla es la misma, la igualdad de oportunidades, nos hacen falta herramientas nuevas. La naturaleza actual del trabajo no lo pone fácil”.
Artistas como Samantha Hudson (para muchos seguidores una águda observadora de su época) o la escritora Elena Medel llevan tiempo advirtiendo sobre los peligros de romantizar la pobreza y la precariedad. En la misma línea, se acusa a productos culturales de moda, como la serie Valeria de Netflix, de edulcorar o pasar por alto las tragedias de la generación que pretenden retratar. Sobre fatuidades equivalentes, Pío Baroja escribió en 1915 que “el bohemio es un tipo vanidoso que goza de su desgracia, que manifiesta un amor a lo lúgubre y a sentirse abandonado o incomprendido”. Y añadió: “Vivir alegre y desordenadamente en Madrid o en cualquier otro pueblo de España, sin pensar en el día de mañana, es tan ilusorio que no cabe más. En París y en Londres, esta bohemia es falsa; en España, en donde la vida es tan dura, es mucho más falsa aún”.
María Campos, editora de 29 años, emigrada a Madrid desde Murcia, describe así las manifestaciones actuales de este fenómeno: “En Twitter hay una corriente de gente de mi edad que ya ha hecho un personaje de su precariedad. Es muy fácil caer en eso, porque la autocompasión es muy dulce, pero también improductiva. En vez de luchar por que las cosas mejoren, se dedican a contar sus penas desde un acercamiento irónico y resignado. Yo no le encuentro ningún atractivo; mi incertidumbre vital y laboral no es una opción, sino lo que me ha tocado vivir”.
Hubo un tiempo durante el que las fantasías escapistas de parte de la juventud consistieron en una mezcla de romanticismo y absenta mal digeridos, mientras que hoy se sueña con criptomonedas y se consumen cada vez más psicofármacos. Muchas cosas han cambiado y, por suerte, hoy no se podrían reproducir muchas de las anécdotas sórdidas que aparecen en las biografías disparatadas de aquellos jóvenes de principios del s. XX. Pero el sentimiento de abandono e injusticia es el mismo: cada nueva generación es víctima de unas estructuras que no ha elegido. Llegará el día en que las derrumbe, pero, mientras tanto, sufre y lucha para encontrar un hueco en ellas y se desquita, ya sea o en una tertulia de café o en un story de Instagram.
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