Mae West y la muerte de su fan número uno: una tragedia en el ocaso de la estrella más subversiva de Hollywood
Una investigación revela nuevos detalles sobre los días que la actriz pasó en el olvido de Hollywood y el accidente que acabó con la vida del joven hombre gay al que había invitado a vivir en su mansión
Esta semana, The Hollywood Reporter publicaba un reportaje cuyo titular, “¿Quién mató al fan número 1 de Mae West?”, sugiería un relato del Hollywood más macabro en la línea de La dalia negra. David Johnson, el fan en cuestión, falleció en 1972 atropellado por una furgoneta que se dio a la fuga, una muerte que en realidad no encierra tanto misterio, más allá d...
Esta semana, The Hollywood Reporter publicaba un reportaje cuyo titular, “¿Quién mató al fan número 1 de Mae West?”, sugiería un relato del Hollywood más macabro en la línea de La dalia negra. David Johnson, el fan en cuestión, falleció en 1972 atropellado por una furgoneta que se dio a la fuga, una muerte que en realidad no encierra tanto misterio, más allá de ciertas teorías paranoicas de sus amigos. La vida de Johnson abre una ventana a los últimos días de Mae West: la actriz, productora y escritora derribó todos los tabúes posibles (y los imposibles también) en torno al deseo sexual femenino durante la década de los treinta, pero una campaña contra ella la empujó al olvido en cuestión de años.
West tenía 39 años cuando aterrizó en Hollywood, en 1932. Para entonces ya había revolucionado Broadway con dos obras escritas y protagonizadas por ella misma, Sex y The Drag, en la que la acompañaban 40 travestis. Las películas No soy ningún ángel (1933) y Lady Lou. Nacida para pecar (1933) fueron la segunda y cuarta más taquilleras de su año en Estados Unidos, respectivamente, pero más allá de su éxito comercial, el triunfo de West fue trascender en el tejido sociocultural de su país. Y lo hizo tanto en lo anecdótico (expresiones como “pelar la uva” o “sube a verme un rato” saltaron al léxico popular como eufemismos de sexo) como en lo político: West fue la primera estrella de cine femenina en hablar abiertamente sobre sus apetitos sexuales, que, además, eran insaciables y expresados en términos por aquel entonces solo tolerados a los hombres. Al ver a un joven Cary Grant caminando por el estudio Paramount, West exclamó: “Si sabe hablar me lo quedo”. Le dio el papel de galán atolondrado en No soy ningún ángel y lo convirtió en una estrella.
“El alter ego de Mae West era una mujer de clase obrera que comprendía que el sistema estaba amañado en su contra y se valía de su ingenio, su sabiduría callejera y su poder de seducción para beneficiarse de él”, indica la historiadora de cine Karina Longworth en su podcast You Must Remember This. West reescribía todos sus diálogos y conseguía que todo lo que decía sonase a una insinuación sexual (generalmente, porque lo era). Un siglo después, varias de sus frases resultan casi proverbios populares: “Entre dos males siempre elijo el que no haya probado antes”, “¿Llevas una pistola en el bolsillo o es que te alegras de verme?”, “Cuando soy buena soy muy buena, pero cuando soy mala soy mejor”.
Aunque en las zonas rurales de Estados Unidos la veían como la adalid del vicio libertino de los núcleos urbanos durante la Depresión, West no bebía ni fumaba en la vida real. Su propuesta artística era en cierto modo una parodia de la liberación sexual femenina tras la Primera Guerra Mundial. Una suerte de mujer haciendo travestismo de mujer. Pero en 1934 los periódicos conservadores de William Randolph Hearst y la oficina del censor oficial de Hollywood, William H. Hays, señalaron a West como la más perniciosa amenaza contra los valores americanos. Y en 1936, tres años después de hacer historia en Hollywood con dos títulos en el top cinco de la taquilla anual, Paramount cedió a la presión y rescindió su contrato. West rodaría tres películas en los siguientes siete años, pero en 1943 se retiró del cine y no regresaría hasta casi tres décadas después. Pocas estrellas han logrado ser tan icónicas con una filmografía tan escasa: doce películas, diez de ellas con ella como escritora.
West se refugió en su territorio, el vodevil, y la mayoría de los asistentes a sus funciones eran hombres gais. Durante los cincuenta, sesenta y setenta, la actriz experimentó el olvido de la industria. El reportaje de The Hollywood Reporter compara estos últimos años de vida con los de la Norma Desmond de El crepúsculo de los dioses (1950), un drama que supo captar la poesía y el humor negro de la decadencia de las estrellas pero también su estupor: al tratarse de la primera generación de ídolos en aquel nuevo invento, el cine, muchas habían creído que su gloria duraría para siempre. Pero fueron la primera generación de estrellas en comprobar que el público que tanto las había adorado era capaz de reemplazarlas sin pestañear.
West envejeció rodeada de admiradores, en su mayoría travestis y hombres gais, a pesar de que ella se refería a la homosexualidad como “una enfermedad”. “En muchos sentidos la homosexualidad es un peligro para el sistema social de la civilización occidental. Estas tendencias anormales provocan desastres en las vidas [de los homosexuales], en las de sus familiares y en las de sus amigos”, opinaba la artista en sus memorias Goodness Had Nothing To Do With It.
Uno de esos acompañantes, el fan número uno que da título al reportaje de The Hollywood Reporter, era David Johnson. Conoció a la actriz a los 23 años cuando le envió su tesis doctoral, centrada en la trayectoria artística, la construcción del personaje público y el impacto cultural de West. Ella reaccionó invitándole a vivir en su habitación de invitados indefinidamente. “Puedo entender por qué Mae se sintió impresionada de que un universitario escribiese una tesis sobre ella”, explica el biógrafo de la actriz R. Mark Desjardins. “Mae West había estudiado hasta tercero cuarto. Empezó a actuar desde niña”.
West le consiguió a Johnson un trabajo como guía turístico en los estudios Universal. Todos los que desempeñaban este trabajo soñaban con triunfar en Hollywood. Mientras tanto, celebraban fiestas a diario. “En aquella época valía todo. Era antes del sida”, recuerda en el reportaje una amiga de Johnson y también guía turística, Lesley Mitchell-Clarke. “Todo el mundo rechazaba la moral de los cincuenta y los sesenta. Eran tiempos para experimentar”.
No para Mae West, claro. En los setenta apenas podía oír y necesitaba ayuda para caminar, pero eso no le impedía hacer su pasatiempo favorito: organizar en su casa reuniones con pitonisas a las que acudían otras estrellas del viejo Hollywood. Algunas le preguntaban a la vidente si sus carreras iban a resurgir. West no permitía que la mirasen directamente si no iba maquillada y prohibía subir las persianas de su casa en la carretera de la costa del Pacífico. Diseñada por el arquitecto Richard Neutra y habitada por los muchos monos que West poseía como mascotas, la vivienda satisfacía y excedía las expectativas de todos los fans que acudían a visitar a la estrella. “Según subías las escaleras, había un mural enorme con hombres musculosos con erecciones eyaculando oro. Las camas tenían doseles. Sobre el televisor, que era muy antiguo, había una estatua de dos hombres musculosos agarrando unas cadenas. Era extraordinario”, comenta en The Hollywod Reporter Jeff Redford, otro de los acompañantes de West en sus últimos años.
Redford describe a David Johnson como “un depredador sexual” y también indica que nunca utilizaba los pasos de cebra. Una noche, al salir del club de encuentros sexuales The Pink Elephant, Johnson cruzó la calle y una camioneta color crema lo arrolló. Su cuerpo voló más de diez metros mientras el conductor se daba a la fuga. El caso se cerró sin resolver, lo cual empujó a sus amigos (la mayoría miembros del séquito de aduladores de Mae West) a fabricar todo tipo de teorías: que la camioneta no tenía matrícula, que Johnson había abusado de alguien que se quiso vengar de él, que había contado cotilleos de quien no debía (Universal estaba controlada por gente “muy siniestra” en los años setenta, según los allegados de Johnson), o incluso que la propia West ordenó el asesinato para impedir que escribiera una biografía no autorizada desvelando todas sus miserias. Mae West corrió con todos los gastos del funeral de David Johnson.
Por su parte, West regresó al cine tras 27 años de ausencia con Myra Breckinridge, la delirante adaptación de la novela de Gore Vidal sobre una mujer trans en la que el crítico del Washington Post Rex Reed interpretaba a Myra antes de transicionar y Raquel Welch encarnaba al personaje tras la operación. En su última película, Sextette, seducía a un Timothy Dalton de 22 años cuando ella tenía 85.
Durante la última etapa de su vida, West vio cómo la contracultura la reivindicaba como una de las figuras más subversivas, atrevidas y políticamente rupturistas de la cultura de masas del siglo XX. En 1968, la revista Life la puso en portada. En 1971, los estudiantes de la Universidad de California Los Ángeles (UCLA) la votaron la “Mujer del siglo”, por su condición de pionera defensora de la naturalidad sexual y por su cruzada contra la censura. Y en 1977 Time admiró que “a los 84 años, Mae West sigue siendo Mae West”. En 1999 el Instituto de Cine Americano nombró a West, con sus 12 películas, la 15ª mayor estrella femenina del cine del siglo XX.
La actriz falleció al amanecer del 22 de abril de 1980. Tenía 87 años. Junto a ella estaba Paul Novak, un hombre callado que desde hacía décadas iba a todas partes con ella. Al investigar la identidad de este acompañante, los medios descubrieron que se trataba de Chester Rybinski (West le puso Paul Novak como nombre artístico porque consideró que le pegaba más). Rybinski era un luchador profesional que en 1954, cuando tenía 21 años, entró a trabajar como figurante en el espectáculo de Las Vegas de Mae West, que entonces tenía 60. Era uno de tantos hombres musculosos en ropa interior que se contoneaban alrededor de la diva en el show, pero, ya rebautizado como Paul Novak, ascendió al puesto de chófer primero y guardaespaldas después. “A mí me pusieron en la Tierra para cuidar de Mae West”, solía decir Novak, quien perdió la cabeza por la estrella hasta el punto de dejar su vida para dedicársela a ella. Incluso en sus últimos días, la actriz solía decir que Novak era “un buen tipo” pero que “por supuesto, hay 40 tíos muriéndose por su puesto de trabajo”. Novak cumplió su promesa hasta el final y Mae West murió como había vivido: acompañada de un hombre viril, musculoso y varias décadas más joven que ella rendido a sus pies.
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