Cómo la esquina de Grassy ha logrado sobrevivir a pesar de la falta de protección

El local ubicado en el número 1 de la Gran Vía madrileña resiste con orgullo en una ciudad que tiende a borrar su memoria. Recordamos el inicio de una joyería que nació mítica

Así lucía la fachada de Grassy en 1953. Las fotografías son de Estudios Campúa.

El grandioso local de la joyería Grassy de Madrid, situado en el número 1 de la Gran Vía, es un orgulloso buque que navega en solitario. Ubicado en la proa del edificio que Eladio Laredo Carranza construyó en 1916, es uno de los últimos vestigios de una ciudad que lleva décadas mutilando su patrimonio urbano. ...

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El grandioso local de la joyería Grassy de Madrid, situado en el número 1 de la Gran Vía, es un orgulloso buque que navega en solitario. Ubicado en la proa del edificio que Eladio Laredo Carranza construyó en 1916, es uno de los últimos vestigios de una ciudad que lleva décadas mutilando su patrimonio urbano. La falta de protección de los viejos locales de la capital ha permitido destruirlos a capricho, pero la esquina de Grassy, que siempre ha mantenido su unidad sin traicionar su esencia, permite conocer una joya arquitectónica de mitad del siglo pasado.

El espacio albergó la cafetería y salón de té Sicilia Molinero hasta que en 1952 la planta de la calle y el sótano pasaron a manos de Alexandre Grassy, que buscaba un lugar para atender a sus clientela más exclusiva cercano a su relojería del número 29 de Gran Vía. Grassy modificó la fachada con una marquesina que potenciaba la sensación de barco. El granito verde se superpuso por delante de la original del edifico y se colocó la luna de cristal del escaparate, de ocho metros, la mayor fabricada en España hasta entonces. Ese expositor sumado al vidrio curvo de la icónica rotonda, convirtió Grassy en un tótem del lujo y la elegancia madrileña.

Grassy es uno de los últimos vestigios de una ciudad que lleva décadas mutilando su patrimonio urbano.

Grassy funcionaba como pasaje entre las calles de Caballero de Gracia y Gran Vía. Allí se colocaron las primeras puertas automáticas de la ciudad. El arquitecto Manuel Ambrós Escanellas llevó a cabo la reforma con sus tonos verdes, sus estucos a la italiana y sus elementos de latón.

En 1995 se emprendió la reforma más importante “con el claro propósito de que no se notase”, recuerda Patricia Reznak, directora creativa de la firma y arquitecta, que junto a su colega Gádor Carvajal ideó las piezas de ónix translucido que ocupan hoy los antiguos escaparates de Caballero de Gracia. O la última, en 2019, a cargo de las arquitectas Rocío Rein y Queca Ortiz, que incluyó las vitrinas interiores de latón y el gran espejo que hoy marca el viejo acceso de Caballero de Gracia. Un espejo en el que se refleja el tráfico de una ciudad que no tiene mar pero sí su barco surcando el asfalto.

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