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“La casa rara” que odiaban sus vecinos: cómo Frank Gehry revolucionó un barrio con su propio hogar

A finales de los setenta, el arquitecto compró un bungalow en Santa Mónica y decidió intervenirlo envolviéndolo con metal corrugado, mallas de obra, contrachapados y vidrios

El pasado día 5 murió Frank Gehry, uno de los arquitectos más influyentes —y más alegremente indisciplinados— de nuestro tiempo. Y aunque la iconografía colectiva lo recordará por museos oceánicos, auditorios de titanio y centros culturales que parecen aves migratorias en pleno giro evolutivo, lo cierto es que todo empezó, como tantas genealogías arquitectónicas que nos gustan porque parecen humildes y luego no lo son tanto, con una casa. Con su casa. Una vivienda modesta, tímida, que en menos de lo que tarda un vecino en pronunciar “orden de demolición” se convirtió en el primer latido reconocible del Gehry que vendría después.

A finales de los setenta, Gehry compró un bungalow perfectamente normal en Santa Mónica, construido en los años veinte y de esos que se alinean en un vecindario donde el mayor atrevimiento estético suele ser una hortensia de color discutible. Y él, en vez de remodelarlo con esa mesura que recomienda cualquier manual de supervivencia hipotecaria, decidió someterlo a una intervención tan insólita que incluso hoy cuesta describir sin que suene a performance. Lo verdaderamente fascinante, la jugada maestra que lo separa del resto de mortales que creen que reformar es mover un tabique y rezar para que no sea estructural, es que no rehizo la casa, sino que la envolvió. Literalmente. Como si al bungalow tradicional —una casita holandesa-americana de geometría amable— le hubiera crecido, casi de manera parasitaria, una coraza formada por metal corrugado, mallas de obra, contrachapados y vidrios desplazados de cualquier manual académico.

En vez de ocultar la casa antigua, la abrazó. La envolvió con otra arquitectura, creando un objeto doble que funcionaba como una especie de matrioshka contemporánea donde la muñeca exterior está ligeramente desquiciada y la interior, sorprendentemente, sigue poniendo la mesa del desayuno. Entre ambas pieles surgieron recovecos que no pertenecían del todo ni al interior ni al exterior, cámaras arquitectónicas donde el aire circulaba con esa libertad caprichosa que suele reservarse para los patios improvisados y los experimentos científicos de domingo por la tarde. Allí, la luz entraba según reglas establecidas al parecer por un comité de rayos solares con humor propio.

Y funcionaba. Aquello funcionaba como casa. A su manera, claro, pero funcionaba. Gehry vivía allí, entre discontinuidades, vigas expuestas, habitaciones que se abrían hacia zonas ambiguas y terrazas que parecían inventadas por un escultor en pleno entusiasmo terapéutico. Habitar el lugar era convivir con un organismo mutante que ofrecía microclimas, rutas alternativas hacia el baño y una cocina que adquirió una importancia simbólica. Un resto espacial y, a la vez, construido, profundamente consciente, respirando entre esa doble anatomía doméstica.

Los vecinos, por su parte, vivieron la transformación como quien descubre que en su tranquila calle de chalets se ha instalado un meteorito que paga el IBI. Llamaron al conjunto “la casa rara”, con una mezcla de recelo y fascinación que debería figurar en cualquier estudio sociológico sobre los límites de la tolerancia estética del suburbio americano. Porque de pronto, en aquella secuencia de viviendas canónicas, surgía un collage tridimensional que parecía improvisado, aunque en realidad tenía una precisión de orfebre. Hubo críticas, rumores, comentarios del tipo “pero esto qué es”, algún pequeño rifirrafe con normativas, nada que impidiera el proceso. Los setenta, al fin y al cabo, eran otra época. Más experimental, menos obsesionada con el cromatismo homogéneo del barrio.

En ese envoltorio estaban ya todas las futuras obsesiones de Gehry: la fragmentación controlada, las formas con energía musical, la desobediencia material, el borrado deliberado de la frontera entre dentro y fuera y, sobre todo, la idea de que una casa puede dejar de ser un objeto y convertirse en una conversación entre capas.

Esta casa no es su primera obra, pero sí es su primer proyecto personal de riesgo. Un edificio fundacional donde aparece por primera vez —en modo no disimulado— su estilo embrionario, el que luego se llamaría deconstructivista. Porque Gehry estaba ensayando algo radical: arquitectura no como demolición, sino como envoltura, como contradicción tierna hacia lo preexistente, como ese gesto de dibujar algo torcido en una servilleta y luego someterlo a un proceso de ingeniería casi quirúrgico. El germen del método Gehry está ahí, en esa casa, que él mismo consideró su laboratorio. No era un juego ni una provocación gratuita, sino un experimento serio que le permitió entender qué podía hacer y, sobre todo, qué estaba dispuesto a hacer con la arquitectura.

Si lo pensamos, es algo descomunal. Que un gesto doméstico—medio loco, medio valiente, sí, pero doméstico— fue el ensayo general de todo lo que vendría después. Bilbao. El Disney Hall. La Fondation Louis Vuitton. Proyectos gigantescos con presupuestos siderales y poleas conceptuales complejas, pero cuya semilla es esta: un bungalow envuelto, una carcasa metálica rodeando una casita holandesa, una intuición feroz que decidió que la arquitectura debía contar otra historia sin borrar la anterior.

Porque la arquitectura de Gehry no empieza en la fachada ni en los programas institucionales ni en la iconografía monumental. Empieza en una decisión íntima: envolver lo que ya existe y obligarlo a revelar algo nuevo. Gehry lo hizo con su propia casa. Y desde esa vivienda rara, ajedrezada, luminosa y obstinadamente original, se abrió paso una de las voces más inclasificables de la arquitectura contemporánea.

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