Colorido, carísimo y fácil de entender: qué es y por qué triunfa el arte ‘red chip’
El mercado del arte ha pasado del ‘blue chip’, lleno de cotizados nombres con prestigio a prueba de bombas, a una generación ‘bro’ que busca inmediatez pop
Como todo cambia en este mundo, también lo hace el perfil de los coleccionistas de arte. La imagen del magnate más que maduro que puja por un Rothko en una sala de subastas en Londres va dejando paso a la de un joven de treinta y pocos años que invierte desde el móvil, comparte stories de s...
Como todo cambia en este mundo, también lo hace el perfil de los coleccionistas de arte. La imagen del magnate más que maduro que puja por un Rothko en una sala de subastas en Londres va dejando paso a la de un joven de treinta y pocos años que invierte desde el móvil, comparte stories de sus stands favoritos desde la feria Frieze Seúl y compra y vende arte digital con la alegría de quien asume que todo en esta vida es transitorio, así que dejar un legado no se cuenta entre sus prioridades. La sociedad del espectáculo que auguraba el filósofo Guy Debord funciona ya a pleno rendimiento, mientras que las redes sociales y sus algoritmos imponen nuevas costumbres. Y nuevas costumbres requieren nuevos términos para designarlas. Para el mercado del arte, este cambio implica el paso de la era del blue chip a la del red chip.
Así lo señaló la columnista de arte Annie Armstrong en un artículo muy difundido en el sector, que se publicó la pasada primavera en la revista especializada Artnet. Bajo el título Forget Blue-Chip Art. It’s a ‘Red-Chip’ Art World Now (“Olvídense del arte blue chip. Ahora estamos en un mundo de arte red chip”), Armstrong detallaba en qué consistía este cambio cultural. El de un mercado artístico que, en su segmento más sustancioso (en este punto conviene recordar que la mayor parte del arte que está en venta queda muy lejos de esa situación privilegiada), llevaba décadas instalado en la hegemonía de los grandes nombres indiscutibles, los llamados blue chips: unos artistas legitimados por el poder de las instituciones, con precios estratosféricos y siempre ascendentes. Pero que está evolucionando rápidamente hacia otro concepto, el de los red chips, que queda más cerca de los esquemas visuales y conceptuales con los que una nueva generación de coleccionistas se sienten más cómodos.
El arte ‘red chip’ sería visualmente llamativo, pero con un trasfondo conceptual no demasiado complejo
Miguel Ángel García Vega, colaborador habitual en EL PAÍS y experto en cuestiones de mercado del arte, lo resume del siguiente modo: “Hemos estado muchos años con el término blue chip, con compradores que adquirían un arte más difícil de entender y que exige más esfuerzo, y ahora hay otra generación, que va a ser la que más dinero va a heredar en la historia, que busca una expresión plástica mucho más sencilla. El arte es un reflejo de la sociedad en que vivimos, y esta de ahora quiere pocas complicaciones y muchas experiencias, vivir el momento”. De eso trataría el universo red chip.
Naturalmente, la situación política y económica que impera en cada momento también influye en su arte. Así que es difícil no considerar como factores adicionales el actual auge de los gobiernos de extrema derecha y de un capitalismo exacerbado. En este sentido, el artículo de Annie Armstrong cita tímidamente a Donald Trump: “(El arte red chip) no es ajeno al trumpismo y la estética trumpista, pero no tiene una postura política explícita”, afirma la autora.
Blue chips son las pinturas de Gerhard Richter y Anselm Kiefer, o de Julie Mehretu y David Hockney, las fotos de Cindy Sherman y las esculturas de Yayoi Kusama
Sin embargo, resulta significativo que el arte ya tomara prestada la vieja etiqueta blue chip del ámbito financiero, y este a su vez de los juegos de azar o apuestas. Originalmente se refería a las inversiones bursátiles en compañías de probada solvencia, que generan abundantes dividendos y seguras plusvalías. La expresión proviene de las fichas azules de los casinos y los juegos de cartas, consideradas las de mayor valor económico. Es importante indicar que, en su traslación al entorno artístico, no identifica un movimiento o unas determinadas formas expresivas, sino que se trata de un término de mercado. Para el arte contemporáneo, por tanto, blue chips son las pinturas de Gerhard Richter y Anselm Kiefer, o de Julie Mehretu y David Hockney, las fotos de Cindy Sherman y las esculturas de Yayoi Kusama, y también las galerías que las comercializan, de Hauser & Wirth a Gagosian, de Pace a Thaddaeus Ropac o David Zwirner. Apuestas seguras, conocidas por un público amplio y extraordinariamente caras que quedan al alcance de unos pocos elegidos que –sin perjuicio del genuino aprecio que puedan experimentar por el arte que coleccionan- se muestran orgullosos de sus posesiones y del estatus simbólico que les confieren.
Desde estos parámetros, es fácil identificar un artista blue chip. La cosa se complica un poco más cuando intentamos realizar el mismo ejercicio virando al rojo, para lo que puede recurrirse a los creadores cercanos a la estética del anime japonés o el cómic clásico occidental, al grafiti y el arte callejero, y también a los que han sobrevivido al derrumbe del fenómeno de las NFTs. En algunos casos, sus elevados precios los hacen casi indistinguibles de sus hermanos mayores azules, pero en otros sus cotizaciones son mucho más modestas. En diversos puntos de su artículo, Annie Armstrong convoca un ramillete bastante heterogéneo de artistas red chip en el que figuran, entre otros, Yoshitomo Nara, Beeple, Mr. Brainwash o KAWS, y también piezas como el retrato escultórico de dudoso gusto que Mark Zuckerberg encargó de su esposa, Priscilla Chan, al artista norteamericano Daniel Arsham. Todos ellos tienen en común constituir un arte visualmente llamativo, pero con un trasfondo conceptual no demasiado complejo, aunque esto último resulte discutible en el caso de Yoshitomo Nara (no así en el de sus muchos imitadores). Más discutible aún es la inclusión en el grupo del artista conceptual italiano Maurizio Cattelan −gracias a su famosa obra Comedian, un carísimo plátano adquirido y después deglutido por un coleccionista de perfil criptobro−, cuya aguda crítica del mercado del arte y la sociedad tardocapitalista debería situarlo en otro espectro, con independencia de la tipología de coleccionistas a los que eventualmente pueda atraer.
Victoria Solano, que atesora una larga carrera como galerista en salas internacionales de primera línea como Marian Goodman (en Nueva York), Travesía Cuatro y Carlier Gebauer (en Madrid), y que actualmente es consultora y marchante independiente, considera que el concepto red chip sí ofrece cierta utilidad: “Nos ayuda a entender una forma de aproximarse al mercado del arte contemporáneo. El comprador de red chips es un fenómeno indudable, que se identifica muy bien y que hemos visto emerger y crecer en los últimos diez años. Incluye a esos compradores que han hecho mucho dinero con el mundo crypto y tech, pero no solo, cuidado: debemos considerar también a un tipo de comprador que en general no tiene una intención más allá de lo efímero, de lo que está hot en ese momento. Que no tiene una visión profunda a largo plazo, pero que sí sufre una especie de FOMO artístico, además de la motivación aspiracional que siempre ha existido en la compra de arte”. En cuanto a los artistas, Solano considera que muchos de ellos se sienten cómodos en esa categoría porque les permite triunfar sin ser validados por las instituciones. “Aquí podemos incluir desde artistas consagrados a creadores de contenidos muy jóvenes que están más en sintonía con la cultura popular de la era digital actual”, añade.
Otro galerista, Pablo Flórez, al frente de la prestigiosa sala madrileña Ehrhardt Flórez, tiene en su nómina artistas de éxito internacional, como el español Secundino Hernández o el alemán André Butzer, sobre los que podría planear la etiqueta en cuestión, pero también otros de perfil radicalmente distinto, ya sea por su largo recorrido de éxitos por la “vía azul” (como Imi Knoebel) o por la complejidad de su discurso (David Bestué, June Crespo). Así que Flórez deja claro que, ante todo, su galería no tiene la menor intención de coquetear con el red chip. “Los casos de artistas que han tenido éxito en los últimos años, y no tan últimos, como Secundino Hernández o el fenómeno de André Butzer, no tendrían que ver con esas tendencias del mercado muy puntuales”, considera. “El lenguaje de Butzer y su reflexión sobre la cultura popular en relación con la pintura expresionista se remonta a finales de los años noventa del siglo pasado, por ejemplo. Como galería, consideramos que tenemos que ser un espacio de resistencia a estas dinámicas que empobrecen nuestra cultura y que a largo plazo bloquean también la industria como fuente de riqueza”.
En esto se muestra de acuerdo Victoria Solano: “Me preocupa que algunas galerías hayan sucumbido a la tentación de inflar el precio de artistas jóvenes de manera prematura y artificial, subiéndose al carro de las modas. Con eso hacen daño no solo al mercado sino, sobre todo, a la carrera de esos artistas. Yo creo en construir y seguir sus carreras de manera más orgánica, y no a base de petardazos. Los tiempos de desarrollo de la carrera de un artista deben ser largos, y eso es lo contrario de las modas efímeras”.
Sin embargo, Pablo Flórez no encuentra que se haya producido una evolución negativa generalizada, al menos por lo que él ha podido apreciar. “Los coleccionistas con los que nosotros trabajamos tienen en general otro punto de vista, y coleccionan por pasión o por gusto”, asegura. “Sí que algunas peticiones de compradores extranjeros presentan cierto tufo especulativo, pero no tienen trascendencia sobre nuestros números y nuestro trabajo. Al contrario, he notado una evolución en el coleccionismo español, de gente con una tradición de colección larga que responde muy positivamente a los nuevos lenguajes y apuestas que hay en nuestro país, y por otro lado nuevos coleccionistas o compradores que paso a paso van incorporando el arte contemporáneo a sus vidas. Dicho esto, no podemos negar que siempre hay excepciones de gente que busca una inversión rápida en el arte contemporáneo. Pero esta tendencia la vivimos en la galería con algunos artistas desde hace ya más de quince años”.
Es en su calidad intrínseca donde quizá haya que buscar el punto débil de los llamados red chips. “Mi opinión es que en la gran mayoría tienen una calidad residual, porque carecen de elemento crítico”, valora Miguel Ángel García Vega. “Pero hay que tener en cuenta que los errores también forman parte de las colecciones de los museos. Solemos pensar que en ellos todo es Goya, Velázquez, Ribera y Zurbarán, y no es así: entre medias ha habido decenas de creadores que están ahí pero que con el tiempo han pasado sin pena ni gloria”.
En todo caso, manejen fichas azules o rojas, los jugadores del mercado del arte no siguen patrones muy distintos en su toma de decisiones, y sus colecciones tienen a converger en unos pocos nombres dotados de cierta aura. “En esto, me gusta citar un pasaje de La muerte de Ivan Ilich de Tolstói que siempre me recuerda un amigo mío coleccionista”, apunta Victoria Solano. “Allí se dice algo así como que Ivan Ilich había decorado su casa con tanta intención de ser original que había acabado pareciéndose a cualquier otra de su misma clase”.