El castillo de Howard, un imponente mamotreto que sobrevivió a un incendio y se convirtió en fetiche audiovisual
El complejo palaciego, escenario de la miniserie británica ‘Retorno a Brideshead’, se encuentra en mitad de la campiña inglesa
— ¡Menudo sitio para vivir!
— Ahí vive mi familia. No te preocupes, están todos fuera. No tendrás que conocerles.
— Pero me gustaría.
— No puedes. Están en Londres, bailando.
Este diálogo entre el joven aristócrata Sebastian Flyte (Anthony Andrews) y su amigo y compañero de estudios Charles Ryder (Jeremy Irons) pertenece al primer capítulo de la miniserie británica de televisión que en 1981 adaptaba la novela Retorno a Brideshead, de Evelyn Waugh. Durante un ...
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— ¡Menudo sitio para vivir!
— Ahí vive mi familia. No te preocupes, están todos fuera. No tendrás que conocerles.
— Pero me gustaría.
— No puedes. Están en Londres, bailando.
Este diálogo entre el joven aristócrata Sebastian Flyte (Anthony Andrews) y su amigo y compañero de estudios Charles Ryder (Jeremy Irons) pertenece al primer capítulo de la miniserie británica de televisión que en 1981 adaptaba la novela Retorno a Brideshead, de Evelyn Waugh. Durante un breve receso de sus clases en Oxford, Sebastian se ha llevado a Charles a conocer su casa familiar, que resulta ser un monumental palacio rodeado de hectáreas de terreno en mitad de la campiña inglesa. Se llama Brideshead Castle, y Waugh la presentaba en el libro sin demasiada ceremonia ni detalle: “Grises y doradas en mitad de una pantalla boscosa, brillaban la cúpula y las columnas de una antigua casa”. Pero, para todos los espectadores que en su día vieron la serie, el plano congelado de esa fachada sobre la que caían los créditos finales de cada episodio, al son de la pegadiza música compuesta por Geoffrey Burgon, permanece tatuado en sus retinas como la imagen de una residencia señorial canónica. En aquellos tiempos no era raro que, si uno quería destacar la generosidad de metros y elementos decorativos de un piso que acababa de visitar, zanjara la cuestión con una hipérbole del tipo: “Vamos, que aquello parecía Retorno a Brideshead”. Aunque lo que Brideshead representa va mucho más allá de la materialidad de lo edificado.
Brideshead Castle, el castillo de Brideshead, era en realidad el castillo Howard, joya del Barroco inglés que empezó a diseñarse en 1699 para terminar de construirse más de un siglo después. El castillo ha servido como residencia para una sola familia, una rama de los Howard descendiente de los condes de Carlisle. Y puede defenderse la hipótesis de que su origen está en un club de caballeros: el Kit-Cat Club de Londres lo formaban, a finales del siglo XVII, los principales prohombres del ala política whig (el Partido Liberal), que se reunían en una taberna fija para discutir sobre sus inquietudes, brindar por alguna joven dama cuyo nombre después grababan en una copa de cristal, y ocasionalmente también para entretenerse con alguna de sus pequeñas conspiraciones. Dos de sus miembros eran Charles Howard, tercer conde de Carlisle, y John Vanbrugh, dramaturgo y aventurero cuyo desempeño al servicio de la Revolución Gloriosa le había costado unos cuantos años a la sombra en Francia, de donde había regresado con cierto conocimiento sobre los grandes monumentos del Barroco clasicista galo. El noble liberal y el escritor revoltoso trabaron amistad, y el primero decidió encargarle al segundo el diseño de un palacio con el que coronar sus vastas propiedades del condado de Yorkshire, al norte de Inglaterra.
Como, casi con seguridad, Vanbrugh no tenía formación como arquitecto, requirió para este cometido la ayuda de Nicholas Hawksmoor, que se había formado bajo el ala del gran Christopher Wren, autor, entre otros edificios, de la Catedral de San Pablo de Londres. El proyecto respondía formalmente a las premisas del Barroco francés, con referentes como Vaux-le-Vicomte, de Louis Le Vau, un palacio tan fastuoso que había provocado la envidia del rey Luis XIV, que hizo encarcelar a su propietario, su superintendente de finanzas, Nicolas Fouquet, acusándolo de malversar fondos nacionales para construirlo. El dúo Vanbrugh-Hawksmoor volvería a colaborar, entre otros proyectos, en el palacio de Blenheim, edificio aún más ambicioso encargado por otro compañero del Kit-Cat Club, el duque de Marlborough.
Sin embargo, el programa de Vanbrugh para Howard no llegó a ejecutarse por completo, ya que tanto él como su comitente murieron a mitad del proceso. Henry Howard, cuarto conde de Carlisle e hijo de Charles, prosiguió la obra de su padre tras una larga interrupción, y para ello contrató a su propio cuñado, sir Thomas Robinson, un excéntrico diletante admirador del arquitecto manierista veneciano Andrea Palladio. Así que el castillo Howard dio un volantazo formal desde el barroco original hasta el neopalladianismo. En realidad, este último estilo se había impuesto en el gusto de las clases pudientes inglesas, que ya consideraban el Barroco demasiado teatral y aparatoso y preferían los ideales de simetría y proporción clásicos de Palladio. De todos modos, el edificio no se terminó hasta 1811, y para entonces ya era un imponente mamotreto compuesto por un cuerpo central del que se desplegaban cuatro alas. El complejo palaciego se completaba con diversos templetes, pirámides, obeliscos, arcos, puentes y otros caprichos arquitectónicos diseminados por el inmenso territorio circundante.
En el cuerpo central destaca la enorme cúpula que remata el edificio sobre su esbelto tambor. Bajo ella se encuentra el gran salón de mármol que sirve como distribuidor que conduce, a través de sus respectivas puertas, hacia las cuatro alas de la mansión, donde ya predomina el uso de maderas, con ricos empanelados en las paredes. La riqueza ornamental y el uso de materiales nobles provenía de los châteaux franceses que Vanbrugh había tomado como modelo. Mientras, varias estancias estaban decoradas con frescos del pintor rococó veneciano Antonio Pellegrini, con un programa iconográfico que incluía motivos de la mitología grecolatina (la caída de Faetón de su carro, en el interior de la cúpula), además de los doce signos del zodiaco, los cuatro elementos o las nueve musas. Suntuosos tapices y obras de arte ornaban las distintas estancias principales, también colmadas de espejos y molduras de estuco.
En 1940, desde una de las chimeneas de la fachada sur se propagó un incendio que destruyó gran parte del edificio, incluida su característica cúpula central, pero también varias de las obras de arte que contenía, entre ellas un puñado de pinturas firmadas por Tintoretto, François Clouet, Canaletto, Luca Signorelli o Joshua Reynolds. La restauración se llevó a cabo por fases a lo largo de las siguientes décadas, y no solo afectó a la arquitectura, sino que también se reprodujeron los lujosos murales originales de Pellegrini. Por otra parte, los hermanos Nicholas y Simon Howard, descendientes de los condes de Carlisle y propietarios de la casa, procedieron en 2015 a vender algunos de sus tesoros para financiar el mantenimiento doméstico, que se adivina costosísimo incluso para las arcas más nutridas. Simon Howard falleció en 2022 por complicaciones derivadas de la diabetes que sufría; siete años antes había sido acusado de agresión sexual a una mujer en 1984 y expulsado de la residencia familiar por su hermano.
En este sentido, como escribió Tolstoi en Anna Karenina, todas las familias felices se parecen pero cada familia infeliz lo es a su manera particular. En Retorno a Brideshead, la novela de Waugh, el castillo de Brideshead no solo servía como escenario para las peripecias de una familia de aristócratas británicos marcados por su fe católica, que los forzaba a tomar unas decisiones que los abocaban a la infelicidad. También encarnaba, con su grandiosidad trágica y algo caduca, la propia esencia de esa familia y su destino irrenunciable: el de la severa lady Marchmain; el de su huido marido infiel; el de su hijo mayor, el frío y grisáceo Bridey; el de las hermanas de este, la desgraciada Julia y la vivaz y espiritual Cordelia; y sobre todo el del hermano menor, Sebastian, un joven autodestructivo que ahoga en alcohol su encanto juvenil, y quizá también la culpa por su homosexualidad (el propio Evelyn Waugh, cuya primera esposa compartía su nombre de pila, tuvo una activa vida homosexual en sus años de estudiante en Oxford, y tras convertirse al catolicismo consiguió su anulación matrimonial para casarse con otra mujer, prima de la primera). Este factor quedaba algo diluido en la serie, que se rodó con un academicismo tan impecable como, en ocasiones, lánguido, y donde la casa se convertía ante todo en un fetiche aspiracional, además de ejercer el papel de magdalena de Proust para el narrador, Charles Ryder. Durante una incursión militar en los días finales de la II Guerra Mundial, el personaje que interpretaba Jeremy Irons (este trabajo supuso para el actor su lanzamiento como estrella internacional) rememoraba su pasada relación con aquella familia fascinante y disfuncional, y con ella un mundo que ya nunca volvería a ser el mismo.
La serie de televisión, de 11 episodios, la puso en pie la productora Granada TV y se rodó entre 1979 y 1981, mismo año en que la emitió el canal británico ITV, tras lo cual cosechó un inmenso éxito internacional. El castillo de Howard quedó tan asociado a la teleserie, y a través de ella a la historia original de Evelyn Waugh, que la siguiente adaptación de la misma novela, una película de 2008 dirigida por Julian Jarrold, protagonizada por Matthew Goode, Ben Whishaw y Emma Thompson, volvió a utilizarlo como escenario. Antes también había desempeñado esta misma función en filmes como Lady L, de Peter Ustinov (1965), protagonizada por Sophia Loren, y el Barry Lyndon (1975) de Stanley Kubrick, la película sobre el siglo XVIII británico por excelencia. Después, otra serie, Los Bridgerton, volvería a beneficiarse de su grandiosidad arquitectónica. La reciente Saltburn (2023), de Emerald Fennel, ya no se rodaría allí, sino en Drayton House, otro monumento histórico (ubicado esta vez al sur de Inglaterra), pero tomaba prestados evidentes elementos argumentales de Retorno a Brideshead, y filmaba su decorado con similar regodeo fetichista. Pero en el imaginario popular es Brideshead la palabra que ha quedado como un invocación de un universo de opulencia, aristocracia y culpa. Escribía Evelyn Waugh a través del personaje de Charles Ryder: “Tan familiar me era aquel nombre, tan mágico me resultaba su poder ancestral que, al conjuro de su mero sonido, empezaron a tomar forma los fantasmas de aquellos años hechizados”.