Ni bajan la criminalidad, ni son tan buenas para la salud: ¿para qué sirven tantas farolas?
La apuesta por las luces de LED en las ciudades parecía la solución a los problemas de contaminación lumínica durante la noche. Sin embargo, plantean nuevos retos
La pedanía almeriense de Las Menas, un antiguo poblado minero que pertenece al municipio de Serón, en la sierra de los Filabres, dispone de iluminación nocturna permanente. Lo peculiar del caso, según explica a ICON Design Alejandro Sánchez de Miguel, astrofísico de la Universidad Complutense de Madrid, es que “en Las Menas no vive nadie”. Se trata de un modesto núcleo de segundas residencias que solo tienen un cierto índice de ocupación durante los meses de verano. De octubre a junio, las farolas de la localidad andaluza iluminan el ...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
La pedanía almeriense de Las Menas, un antiguo poblado minero que pertenece al municipio de Serón, en la sierra de los Filabres, dispone de iluminación nocturna permanente. Lo peculiar del caso, según explica a ICON Design Alejandro Sánchez de Miguel, astrofísico de la Universidad Complutense de Madrid, es que “en Las Menas no vive nadie”. Se trata de un modesto núcleo de segundas residencias que solo tienen un cierto índice de ocupación durante los meses de verano. De octubre a junio, las farolas de la localidad andaluza iluminan el vacío, contribuyendo a que el macizo montañoso en que se ubica, en las estribaciones de Sierra Nevada, tenga “un tan alto como del todo innecesario índice de contaminación lumínica”, en palabras de Sánchez de Miguel.
Como contraste, más de 12.000 municipios franceses han optado, tras la pandemia, por que su alumbrado público permanezca apagado toda la noche o en las horas centrales de la madrugada. Saint-Nazaire, ciudad bretona de 65.000 habitantes, fue pionera en 2017 con un riguroso plan de apagado que cumplía las recomendaciones de la Agencia Francesa para la Transición Ecológica (ADEME). Más o menos por entonces, Leiden, en la provincia neerlandesa de Holanda Meridional, empezó con un programa de apagados selectivo que, según Sánchez, les permitiría “comprobar si esta falta de iluminación nocturna se traducía, como auguraban algunos expertos, en un incremento de la criminalidad”. No ocurrió.
Tampoco ha ocurrido en Saint-Nazaire, que renunció de un día para otro a un 80% de su alumbrado permanente. En los primeros días de vigencia de este ambicioso experimento social y ecológico, la villa de Bretaña recomendaba a sus ciudadanos que realizasen sus desplazamientos nocturnos en grupo, evitasen las calles menos concurridas y llevasen linternas como recurso protector. A la larga, estas precauciones han resultado innecesarias. La policía ha constatado que el número de agresiones o actos de violencia no se ha incrementado entre las 12 y las cuatro de la madrugada, la franja horaria en que Saint-Nazaire permanece (casi) a oscuras.
Lo que hacemos en las sombras
Para Sánchez, “tendemos a asociar oscuridad con delincuencia, pero experiencias piloto como las realizadas en Bélgica, Alemania, Francia o Países Bajos sugieren que esa correlación no existe o es muy tenue”. El experto considera que, en España, uno de los países de la Unión Europea que más se resisten a abandonar la iluminación nocturna, tenemos un problema “cultural” asociado a “una manera distinta, muy poco flexible, de entender el espacio público”. De ahí nuestras “pedanías despobladas repletas de farolas que nadie tiene la sensatez de apagar, como si disponer de alumbrado público comportase el imperativo legal de utilizarlo”.
El pasado diciembre, el equipo de la Complutense que coordina Sánchez de Miguel lanzó el primer Mapa de Contaminación Lumínica de la Península Ibérica. Con un calibrado de muy alta resolución (40 metros), el mapa incluye también las islas Canarias, Madeira y Baleares y, detalle crucial, proporciona una estimación de la temperatura del color de las fuentes de luz estudiadas. Esto hace que resulte un instrumento valioso para, tal y como explica Sánchez, “evaluar de manera precisa el impacto de la contaminación lumínica tanto en el medio ambiente como en la salud humana”.
Las imágenes vía satélite difundidas por la Universidad madrileña resultan elocuentes: España, vista desde el cielo, parece un país que se ha propuesto erradicar la oscuridad nocturna, en una cruzada tan irracional como insalubre. La conurbación de la Comunidad Autónoma de Madrid con las provincias de Toledo, Guadalajara y Ávila es un gigantesco destello de luz multicolor moteado apenas por exiguos islotes de sombra.
Guerra sin cuartel contra las tinieblas
Hace algo más de cien años, el filósofo Walter Benjamin saludaba la proliferación en Europa de lámparas de gas o de arco eléctrico como una formidable conquista del espíritu humano, fruto de un impulso prometeico. Guiada por la curiosidad y la fe en el futuro, nuestra especie seguía arrebatando a los dioses el monopolio de la luz, arrinconando las tinieblas e inventando, de paso, ese lujo contemporáneo que es la vida nocturna. Década después, somos más conscientes que nunca de las consecuencias negativas que también ha tenido ese asalto a los cielos.
El pasado año, la revista Science publicó un estudio basado en más de 51.000 observaciones del cielo nocturno realizadas por ciudadanos de todo el mundo entre 2011 y 2022. De él se deduce que el 83% de la población mundial vive en lugares con cielos nocturnos contaminados, un porcentaje que alcanza el 99% en el caso de la Unión Europea y Estados Unidos. En el periodo de 11 años que abarca la muestra, el brillo del cielo se incrementó a un ritmo de entre el 7 el 10% anual en el rango que resulta visible para el ojo humano. Travis Longcore, experto en salud medioambiental de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), explica que estos desbocados índices de contaminación lumínica “degradan la calidad de los cielos” y afectan negativamente “al comportamiento, los ritmos biológicos, los procesos psicológicos y los ecosistemas”.
El nuevo enemigo son las cada vez más brillantes luces blancas de espectro azulado. Es decir, las de los LED que han venido adoptando de manera gradual un alto porcentaje de ayuntamientos de todo el mundo en los últimos años. El principal argumento a su favor es una supuesta eficiencia energética que Sánchez considera “cuestionable” o, al menos, “matizable”. Entre sus principales inconvenientes destaca que potencian la contaminación lumínica por encima de la capacidad tecnológica de detección de que disponemos, ya que los satélites no detectan con precisión las emisiones azules. Además, recientes estudios apuntan a que su efecto sobre la salud podría ser nocivo en comparación a alternativas tradicionales como las lámparas de sodio.
Espectros, retinas y tumores
Desde el punto de vista de la salud visual, los oftalmólogos consideran que una exposición intensa y prolongada a la luz azul (en especial, en las longitudes de onda de entre 300 y 500 nanómetros) resulta dañina. Puede causar daños fotoquímicos en la retina que desemboquen, a medio o largo plazo, en episodios de degeneración macular. La Comisión Internacional de Iluminación (CIE) considera que, aunque la exposición ocasional a la luz azul no provoca efectos adversos más allá de cierta incomodidad o estrés visual, sí es importante tener en cuenta los riesgos retinianos que puede comportar una exposición continua. Sobre todo, en menores de 14 años y mayores de 60, cuyas retinas tienen menor capacidad para filtrar este tipo de ondas.
En 2018, el Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal) publicó un estudio que apuntaba a la existencia de una correlación entre las zonas más iluminadas de Barcelona y Madrid y el incremento de casos de cáncer de mama y de próstata. A conclusiones similares había llegado un estudio de la Universidad de Harvard que constataba una alta tasa de cáncer de mama entre las enfermeras que trabajaban en turnos nocturnos. En palabras de una de las investigadoras de ISGlobal, Ariadna García Sáenz, el riesgo de sufrir este tipo de tumores sería “entre 1,5 y 2 veces superior en personas expuestas a los niveles más altos de luz azul”, un dato que resulta “alarmante” desde el punto de vista de la salud pública dada tanto “la ubicuidad de la luz artificial nocturna” como el uso extensivo y creciente “de pantallas que emiten luces de espectro azul”, como las de portátiles y teléfonos móviles.
En la actualidad, la mayoría de localidades que iluminan con profusión sus cielos nocturnos lo hacen recurriendo a lámparas de vapor de sodio de alta y baja presión, vapor de mercurio u opciones LED de muy diversas características. Sánchez de Miguel precisa que, aunque todas estas opciones presentan ventajas e inconvenientes y exigen un análisis pormenorizado, “desde el punto de vista medioambiental, de salud pública y de equilibrio de los ecosistemas, no hay debate posible: la mejor opción de iluminado nocturno es la que no se enciende”.
Apaguen de una vez
Sánchez invita a las administraciones nacionales a “apostar por la austeridad lumínica, como están haciendo los países más sostenibles de nuestro entorno”. España dispone, en opinión del experto, de un marco legislativo “adecuado” para velar por la calidad de los cielos nocturnos. El problema es que “no se cumple, y cada ayuntamiento tiende a hacer la guerra por su cuenta, intentando equilibrar, a menudo sin suficiente base científica, criterios presupuestarios, estéticos, de sostenibilidad, de eficiencia y de salud”.
Nuestro país impulsa desde 2022 un apagado comercial y de edificios públicos que forma parte del paquete básico de medidas contra la crisis energética. Su efecto ha sido limitado, muy lejos de la reducción en un 45% de la contaminación lumínica que se registró en los primeros meses de la pandemia. La insistencia en preservar el alumbrado público como medida disuasoria para potenciales actos delictivos es, para Sánchez, una parte fundamental del problema: “En España apenas hay estudios que aborden esta cuestión con rigor. Yo citaría el de la criminóloga experta en luz y seguridad de género Anna Alméncija, que considera que la iluminación puede tener un cierto efecto placebo, ya que proporciona una falsa sensación de seguridad que a menudo resulta contraproducente”.
La propia Alméncija ha constatado que “las ciudades en que más delitos se producen son también las más sobreiluminadas”. No se eliminan riesgos potenciales “poniendo diez farolas donde no había cinco”, sino desarrollando políticas de seguridad coherentes y sistemáticas como “más vigilancia y un transporte nocturno regular”. A la investigadora le resulta paradójico que entre las iniciativas para prevenir las agresiones sexuales en entornos como los campus universitarios se insista, sobre todo, en reforzar la iluminación incluso en casos en que la mayoría de los abusos se han cometido a plena luz del día. Ella sugiere que, puestos a iluminar, se ilumine “bien”. Es decir, “apuntando hacia arriba y respetando el medioambiente”.
Para Sánchez, la clave está en ese tipo de atención al detalle: “La irrupción de la tecnología LED supuso una oportunidad que no se ha acabado de aprovechar del todo. Con respecto a las lámparas de sodio de luz anaranjada o ambarina, las luces LED de alto rendimiento presentan ventajas muy reseñables, como sistema de apagado automático, su direccionalidad, la posibilidad de regular su intensidad de manera electrónica o la de elegir color”.
Por desgracia, esos LED con óptimas prestaciones no son los que están adoptando la mayoría de los ayuntamientos que han optado por renunciar a las luces de sodio: “Debido a limitaciones de presupuestos y al marketing de la industria de la iluminación, se han impuesto opciones LED intermedias o de gama baja que no cuentan con las prestaciones citadas y solo ofrecen una eficiencia algo superior (a un nivel marginal, a efectos prácticos), pero no mayor visibilidad ni mayor confort”. Y, además, del color equivocado, “blanquecinas de espectro azul, con frecuencia en gamas cromáticas hostiles al ojo humano que ya se han prohibido en países como Francia”.
El astrofísico recomienda a los ayuntamientos que dispongan de un parque de luces de sodio no obsoleto (“pierden la mitad de su potencia cada cinco años”) que las conserven como alternativa a “dar un salto tecnológico que, sin un presupuesto adecuado, podría resultar contraproducente”. Y, a partir de ahí, les exhorta a encontrar la manera de utilizarlas “cada vez menos”.
Sánchez añade que el ayuntamiento de Madrid, en cuyas políticas de alumbrado ha habido “aciertos y errores”, tomó en 2015 una decisión que él considera modélica: “Redujo un 50% la potencia de sus farolas, de 250 w de alta presión a 125. Lo hizo sin generar ningún debate. Y nadie notó la diferencia”. El ojo apenas percibe las variaciones de intensidad, “a lo que es sensible es al contraste”. Algo similar ocurrió con la decisión de la ciudad de Valencia de apagar una de cada dos farolas: “Son medidas sencillas que van en la dirección correcta, pero con frecuencia un cierto populismo lumínico muy vigente en nuestro país impide adoptarlas”.
Mientras nos seguimos resistiendo a esa apuesta por la oscuridad en que ya están embarcadas ciudades como Leiden, Saint-Nazaire o Hannover, la receta debería ser “una reducción gradual” siempre que las circunstancias lo permitan. Empezando por las pedanías en que no vive nadie y farolas espectrales iluminan el vacío.