De las Rías Baixas al Mar Menor: los tesoros arquitectónicos que sobreviven en una costa destrozada por el caos inmobiliario
Rascacielos hipnóticos, construcciones con planteamientos revolucionarios... El litoral español ofrece, entre todos sus desmanes, un catálogo de hallazgos que inspiran a arquitectos de todo el mundo
España es fea. Así lo defiende Andrés Rubio en su brillante análisis (España fea, Debate) sobre el caos urbano desencadenado en nuestro país desde los años del desarrollismo franquista hasta el pinchazo de la burbuja inflada por la insaciable Ley del Suelo de Aznar. Dictadores y demócratas, socialistas y conservadores: todos han contribuido a casi medio siglo de frenesí inmobili...
España es fea. Así lo defiende Andrés Rubio en su brillante análisis (España fea, Debate) sobre el caos urbano desencadenado en nuestro país desde los años del desarrollismo franquista hasta el pinchazo de la burbuja inflada por la insaciable Ley del Suelo de Aznar. Dictadores y demócratas, socialistas y conservadores: todos han contribuido a casi medio siglo de frenesí inmobiliario que ha traído consigo un daño irreparable en el paisaje de nuestras ciudades, pueblos y parajes naturales.
En un país entregado al turismo de sol y playa, la costa se ha llevado la peor parte. Afrentas como la construcción del hotel de El Algarrobico en el parque natural de Cabo de Gata-Níjar son solo la punta del iceberg de la mala praxis de un indecente ejército de políticos corruptos, administraciones incompetentes, constructores sin escrúpulos y arquitectos mercenarios alérgicos a cualquier código deontológico. Todos ellos parecen haberse empeñado en desfigurar el hermoso litoral.
Sin embargo, también hay gloriosas excepciones: hoteles, edificios de apartamentos, clubes y viviendas particulares que merecen un sitio en la historia de la arquitectura contemporánea de España. A veces cuesta encontrarlos, porque están ocultos entre un maremágnum de urbanizaciones repetitivas, rascacielos sin carisma, tiendas de souvenirs y bares que hacen su agosto con paella precocinada y cerveza barata. Pero están ahí, orgullosos de servir a turistas y demostrando que el descanso estival y la calidad arquitectónica no deberían estar reñidos. Así que cojan una toalla, gafas de sol y prepárense para un viaje por nuestras costas en busca de la mejor arquitectura vacacional.
Galicia: un trampolín de granito
Sus 1.629 kilómetros de litoral bañado por el océano Atlántico y el mar Cantábrico hacen de Galicia la comunidad autónoma con la mayor longitud de costa en España. Sin embargo el turismo ha estado más controlado que en otras zonas. Este relativo aislamiento invitó a Ramón Vázquez Molezún –que junto a José Antonio Corrales proyectó algunos de los mejores edificios de la arquitectura de posguerra española– a construirse en la costa sur de la ría de Pontevedra “un refugio de verano con almacén para embarcaciones y útiles de pesca”, como él mismo lo describía.
Concebido como residencia estival familiar, La Roiba (Bueu, Pontevedra; 1967-1969) se levanta sobre unos muros de granito pertenecientes a las ruinas de una pequeña edificación aneja a una antigua fábrica de salazón, de la cual la casa toma su nombre. Se trata de una vivienda pequeña, de apenas 100 metros cuadrados, en la que el arquitecto coruñés instaló un sistema de puertas abatibles que permiten la completa transformación del espacio interior. En íntima relación con el mar –el sótano se inunda cuando sube la marea–, todas las estancias gozan de unas vistas privilegiadas y se abren hacia el sur, donde se sitúa la terraza, un lugar de reunión que además hace las veces de trampolín sobre las frías aguas gallegas.
Asturias: un tesoro que nadie está cuidando
En 1954, la Obra Sindical de Educación y Descanso promovió la construcción de la ciudad vacacional de Perlora para los trabajadores de las empresas públicas del Instituto Nacional de Industria (INI), con gran presencia en la zona. El proyecto resultante fue un pueblecito junto al mar con cerca de 300 viviendas unifamiliares y bungalós adosados que se desperdigaban en un trazado orgánico. El complejo reunió a algunos de los arquitectos más importantes de Asturias, los cuales contribuyeron con un catálogo arquitectónico de más de 30 tipos de viviendas diferentes que combinaban folclore y modernidad: algunas se levantaban del suelo, aludiendo a una peculiar reinterpretación del hórreo popular en clave contemporánea.
Además, se construyeron otras instalaciones de uso común: campos de fútbol, áreas de juegos infantiles, una residencia, un pabellón de comedores, una iglesia o el fantástico edificio de la Dirección, cuyas cubiertas inclinadas invertidas recuerdan al lenguaje moderno que en aquel momento se exploraba en Estados Unidos. En sus mejores momentos, en las décadas de 1960 y 1970, aquella arcadia obrera creada bajo el ala de los sindicatos verticales franquistas llegó a albergar a más de 2.000 personas, que disfrutaban de sus instalaciones en turnos de vacaciones quincenales. En 1982, Perlora pasó de Patrimonio del Estado al Principado de Asturias, y en 2006, fue privatizado. Desde entonces, se encuentra en un pobre estado de conservación, y el futuro de esta joya arquitectónica es incierto.
Cantabria: vanguardia para cuando aún no la teníamos
El bum turístico de los años sesenta propició que algunas navieras del norte de Europa decidieran establecer un servicio regular de ferris para pasajeros y vehículos entre Santander y puertos como Dover, Ostende o Ámsterdam. La construcción de nuevas instalaciones portuarias con capacidad para barcos más grandes, aduanas, zonas de información y servicios para los turistas brindó una gran oportunidad a Ricardo Lorenzo, un joven arquitecto local con una visión decididamente contemporánea. La Estación Marítima de Santander (1968-1972) se ubica al borde de la bahía de la capital cántabra, entre el mar y la ciudad. Esta condición anfibia justificó a Lorenzo desplegar un repertorio de mecanismos formales que explotan el sentido escenográfico de su obra.
El cuerpo bajo del edificio consiste en un rico juego de volúmenes realizado en ladrillo, un material barato al que el arquitecto supo dotar de una expresividad escultórica extraordinaria. La cubierta consta de dos placas de hormigón curvadas que se separan de la terraza –transitable y abierta al público, originalmente albergaba una cafetería con unas vistas fabulosas– para permitir la entrada de luz natural al interior. Su característico perfil con forma de ola y el mástil de señales en la proa del edificio confieren a la estación marítima una imagen náutica y vanguardista con un cometido claro: mostrar a los turistas extranjeros la puerta de entrada a un país que anhelaba ser moderno.
País Vasco: el racionalismo era esto
Aunque la tradición turística de San Sebastián se remonta a mediados del siglo XIX, fue a principios del XX cuando alcanzó su máximo esplendor. En perfecto estado de forma se conserva un testigo privilegiado de la holganza de aristócratas y burgueses en aquella Belle Époque donostiarra: el Real Club Náutico de San Sebastián (1929), de José Manuel Aizpurúa y Joaquín Labayen. Considerado uno de los mejores exponentes del racionalismo en España, el Real Club Náutico hunde sus raíces conceptuales en la arquitectura parlante.
Se trata de un modo de proyectar cuyo origen se encuentra en los arquitectos del París revolucionario y que se basa en un principio básico: toda construcción debe expresar con su forma la función a la que se dedica. Así, el edificio integra el programa propio de un club náutico –terrazas, salones de reunión y un restaurante– y traduce cada decisión de proyecto en una interpretación, más literal que metafórica, del lenguaje formal y constructivo de la ingeniería naval: el color blanco trasatlántico, transiciones formales curvilíneas, las terrazas planas imitando la cubierta de un barco, ojos de buey, mástiles para colgar banderas, escaleras exteriores o las barandillas de tubo metálico, mucho más sobrias que las características de la vecina playa de la Concha.
Cataluña: diga mediterraneísmo
A mediados del siglo pasado, un grupo de arquitectos españoles e italianos encabezaron un movimiento de recuperación de la tradición arquitectónica vernácula de los pueblos costeros del Mediterráneo que derivó en lo que se acertó en llamar mediterraneísmo. Arquitectura blanca, en íntima relación con el lugar y de geometría sencilla. Y muy moderna, porque “ser moderno es una actitud ante la vida: una forma de pensar, de conocer y de juzgar. No de decorar”, sentenciaría Gio Ponti. Cataluña fue un territorio especialmente fértil para aquella corriente arquitectónica.
La casa Ugalde (Caldes d’Estrac, Barcelona; 1951-1952), de José Antonio Coderch y Manuel Valls, es parte de la historia de la arquitectura. Las formas orgánicas de la vivienda se adaptan a la topografía y a los árboles existentes en la parcela, mientras que la apertura de huecos responde a las vistas y la incidencia de los distintos vientos del Mare Nostrum. Por su parte, Cadaqués se convirtió en los años cincuenta y sesenta en un reducto de artistas e intelectuales, entre los que se encontraban el arquitecto estadounidense Peter Harnden y el italiano Lanfranco Bombelli, llegados a España con el encargo de montar exposiciones sobre el Plan Marshall. Enamorados de aquel pueblecito de pescadores en la Costa Brava, de sus tableros de dibujo salieron algunas de las casas más hermosas de nuestro país, como la Villa Glòria (1959-1960) o la casa Staempfli (1960).
Comunidad Valenciana: hablemos de Benidorm
En 1953 el alcalde de Benidorm cogió su Vespa y fue hasta el Palacio de El Pardo para proponer al dictador la legalización del bikini en la Costa Blanca. Aquel encuentro supuso el nacimiento de un tipo de ciudad vacacional inédita en aquella España gris y autárquica. Y también el inicio de un proceso de exploración de un modelo urbano basado en la densidad y en el aprovechamiento eficiente de los recursos –fundamentalmente suelo, pero también infraestructuras, energía y agua– del que en el siglo XXI tenemos mucho que aprender. El primer edificio de gran altura que se construyó en el epítome del Spain is different! fue la Torre Coblanca (Benidorm, 1963-1966), un prisma rotundo que incorpora una novedosa estrategia tipológica para apilar apartamentos –cuatro viviendas por planta y un solo núcleo de escaleras con cuatro ascensores– dotados de grandes terrazas en primerísima línea de playa.
El autor del proyecto fue Juan Guardiola Gaya, figura clave del racionalismo levantino que durante la década de 1960 sembró la costa alicantina de arquitecturas tan extraordinarias como la Torre Vistamar (Alicante, 1963), el edificio La Chicharra (La Albufereta, 1965) o el complejo residencial La Rotonda (Playa de San Juan, 1965). Unos pocos kilómetros al norte encontramos Calpe, otro destino turístico con prestigio arquitectónico internacional gracias a la concentración de varias obras del Taller de Arquitectura Ricardo Bofill: el edificio Xanadú, la Muralla Roja, el edificio Anfiteatro y las villas de la Manzanera.
Islas Baleares: sol, mar y prefabricación
La arquitectura popular balear enamoró a Luigi Figini, un discípulo italiano de Le Corbusier. “Esas casas de volúmenes puros encalados de blanco, cegadores bajo el sol, no tienen tiempo: no han envejecido ni envejecerán nunca”, predicaba. Esta fascinación era igualmente compartida por Henri Quillé, un arquitecto francés que dejó en Formentera un puñado de viviendas que apostaban por la autosuficiencia energética o la integración paisajística cuando nadie más lo hacía. Y por Jørn Utzon, como demuestra Can Lis (Porto Petro, 1971-1972), un refugio de piedra de marés construido para descansar del tormento de la Ópera de Sídney.
También el importante empresario y mecenas de la arquitectura española Juan Huarte buscó en el cabo de Formentor –el entrante de tierra más septentrional de la isla de Mallorca– una segunda residencia de retiro familiar. Primero encargó su casa a dos colosos de la arquitectura, Javier Carvajal y José María García de Paredes, y, en 1968, su ampliación con un pabellón de invitados a otro maestro: Sáenz de Oíza. La relación entre Huarte y Oíza se había consolidado gracias a iconos como Torres Blancas (Madrid, 1964-1968) o la Ciudad Blanca (Alcudia, 1961-1963). Este complejo vacacional se planteó como un experimento de modulación y prefabricación que resultó en una agrupación de 25 módulos idénticos integrados por cuatro apartamentos con terraza.
Región de Murcia: cuando el Mar Menor fue un paraíso
La Manga del Mar Menor es la triste representación del desastre ecológico provocado por el turismo de masas. Su origen, sin embargo, fue muy distinto. El plan de ordenación que Antoni Bonet Castellana y Josep Puig Torné concibieron en 1961 para aquel “paraíso entre dos mares” proponía un modelo compatible con el respeto al paisaje y a la biodiversidad del entorno. Contemplaba concentrar la edificación únicamente en puntos concretos unidos por un sistema viario central y dejar sin urbanizar el resto de los espacios naturales de aquel bello cordón litoral. Además de la densidad, otro factor clave era la heterogeneidad: los edificios construidos debían ser diferentes los unos de los otros, tanto morfológica como tipológicamente.
Fiel a aquella estratégica, Bonet Castellana firmó durante la década de 1960 en la Manga del Mar Menor algunos de los mejores edificios de su carrera en España: la Torre y conjunto Hexagonal (1963-1965), con su característica fachada de cerámica de colores y persianas mallorquinas; el elegante Club Náutico Dos Mares (1964-1966) y sus audaces paraguas de hormigón armado, o los apartamentos Malaret (1964-1965), un conjunto de 56 bungalós mínimos elevados del suelo para permitir el entero disfrute de la parcela. Desgraciadamente, la voracidad especuladora acabó por colmatar el territorio y desecar sus lagunas, mientras que la agricultura descontrolada envenenó las aguas. Lo que queda es el presente.
Andalucía: color y brutalismo
La arquitectura turística construida en las décadas de 1950 y 1960 en la Costa del Sol es fascinantemente moderna y divertida. El “estilo del relax”, como lo bautizó el catedrático Juan Antonio Ramírez, “copia y saquea sin escrúpulos, sin preocuparse por la ortodoxia de sus planteamientos ni por la coherencia intelectual de los resultados”, ya que su única aspiración es “dejar encantado al consumidor”. Una ruta arquitectónica por la N-340 a su paso por el litoral malagueño ofrece un refrescante cóctel de hoteles y edificios que han sobrevivido. Uno de los pioneros fue el Hotel Pez Espada (Torremolinos, 1959-1960), de Juan Jáuregui Briales y Manuel Muñoz Monasterio, cuya imagen racionalista esconde un interior yeyé de pilares de mármol ficticio y pavimento de amebas blancas sobre fondo negro.
El Hotel Don Carlos (Marbella, 1963-1968), de Alberto López Palanco y José M. Santos Rein, resuelve su encuentro con el suelo con una exagerada estructura de hormigón de inspiración brutalista, mientras que el Hotel Alay (Benalmádena, 1962) de Manuel Jaén Albaitero, o los apartamentos La Nogalera (Torremolinos, 1961-1966), de Antonio Lamela, comparecen como manifiestos a favor de la terraza.
Canarias: oasis en el oasis
“Menuda herencia para las generaciones futuras con esta panda de burros”, se lamentaba César Manrique ante los embates que recibía Lanzarote. En su celo por preservar el paisaje de su tierra había lugar para la arquitectura y el turismo sostenible, por lo que su amistad con Fernando Higueras fue un golpe de suerte para la isla. El arquitecto visitó Lanzarote en 1963, cuando desarrollaba el plan parcial de urbanización de Playa Blanca, un proyecto de carácter topográfico que reinterpretaba las formas circulares de La Geria –pequeñas excavaciones y muretes de piedra seca levantados para proteger las vides del viento– en una solución cercana al land art.
Aquella propuesta quedó en maqueta. Pero en Lanzarote proyectó una de sus mejores obras: el Hotel Las Salinas (Costa Teguise, 1973-1977). Hacia el exterior, el edificio se muestra sobrio, como una fortaleza de hormigón blanco escalonada, un sistema de fragmentación que permite dotar a todas las habitaciones de una gran terraza soleada y con vistas al mar. Los lucernarios circulares del vestíbulo principal preparan al visitante para una experiencia inolvidable: un vacío catedralicio colonizado por plantas y cascadas, un oasis diseñado por Manrique.
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