“Esta es mi casa, un salón, una sala de conciertos y un burdel”: un paseo por el fascinante hogar de Serge Gainsbourg
Pocos hogares representan mejor la extravagancia de su dueño que el que tuvo Serge Gainsbourg en la ‘rue’ Verneuil de París. Y pocos se han conservado de forma tan intacta. Desde septiembre, los fans y curiosos podrán comprobarlo
En 1968 una revista suiza mostraba en sus páginas la nueva casa de Serge Gainsbourg (París, 1928-1991). El titular, El antro de la bestia, quedaba suficientemente justificado por la descripción del lugar: “Todo negro. Negro de arriba abajo. Paredes y techos. Puertas, ventanas, embaldosado en damero blanco y negro. Incluso el día es negro: una reja de madera negra filtra de negro la luz blanca. Pocos muebles (todos negros). Objetos extraños: una tarántu...
En 1968 una revista suiza mostraba en sus páginas la nueva casa de Serge Gainsbourg (París, 1928-1991). El titular, El antro de la bestia, quedaba suficientemente justificado por la descripción del lugar: “Todo negro. Negro de arriba abajo. Paredes y techos. Puertas, ventanas, embaldosado en damero blanco y negro. Incluso el día es negro: una reja de madera negra filtra de negro la luz blanca. Pocos muebles (todos negros). Objetos extraños: una tarántula enorme bajo una esfera de vidrio, un cangrejo articulado que aparenta estar vivo, un hombre despellejado a tamaño natural”. Podría parecer un lugar diseñado por un suicida y posiblemente lo era: cuando la decoradora Andrée Higgins recibió a Gainsbourg, este le habló de su voluntad de tirarse al Sena. La víspera había recibido un telefonazo desde Almería. Era la secretaria de Brigitte Bardot para pedirle que no volviera a llamarla. Los rumores de un supuesto romance con Stephen Boyd en el rodaje del wéstern Shalako (1968) no necesitaban más confirmación.
Gainsbourg no había considerado el carácter voluble de Bardot cuando apenas un par de semanas atrás le había impulsado a comprar aquella casa y “construir un palacio de Las mil y una noches donde vivir nuestro amor”. A punto de cumplir los cuarenta, Serge vivía en la Cité des Arts, un edificio situado a espaldas de Notre Dame donde había solicitado una beca como residente intentando salir de casa de sus padres. Los míseros royalties de sus discos de jazz no daban para más. Pero en los dos años que allí había pasado sucedieron muchas cosas. La principal, que Gainsbourg saltó al pop y que el éxito planetario —triunfo en Eurovisión incluido— de una canción escrita para France Gall, Poupée de cire, poupée de son, había traído consigo montañas de dinero. Encargó la búsqueda de una casa a Joseph, su padre, poniéndole dos requisitos: debía tener aspecto señorial y estar situada en el séptimo departamento parisino, léase el barrio que se extiende desde la torre Eiffel hasta la Sorbona.
No era objetivo fácil, pero en la rue Verneuil, una callecita cercana a Orsay, Joseph encontró unas antiguas caballerizas transformadas en un edificio independiente de dos pisos. Justo lo que Serge buscaba, con el añadido de que la pequeña dimensión de la calle parecía alejarla del bullicio de Saint-Germain-des-Prés y de que a un par de portales de distancia vivían dos de sus grandes amigos, la pareja formada por la cantante Juliette Gréco y el actor Michel Piccoli. La espantada de Bardot parecía condenar la vivienda de antemano, pero con lo que Gainsbourg no contaba era con que poco después iba a conocer a una joven actriz británica, Jane Birkin. El enamoramiento fue fulminante y pronto ambos esperaban el final de las obras de acondicionamiento de su futuro hogar en el vecino hotel l’Hôtel, el mismo donde siete décadas atrás había encontrado la muerte Oscar Wilde.
Es allí donde Jane descubre la obsesión que devora a Serge con aquella casa. Fascinado por la lectura de A contrapelo, toma a Joris-Karl Huysmans como referente y aspira a convertirla en una extensión de sí mismo. No siempre con criterios razonables: Higgins recordaba el día en que Gainsbourg apareció en casa con una inmensa lámpara de araña para colgarla del baño. “Con esa altura llegará hasta el suelo e impedirá el acceso”, le advirtió. La respuesta de Serge, pragmática: “Con lavarse con menor frecuencia, todo solucionado”. Gainsbourg terminó cediendo y compró otra, más pequeña, que haría instalar sobre la bañera. Cuando Higgins le avisó del peligro de electrocución, optó por cubrirla con un grueso vidrio de seguridad en vez de simplemente cambiarla. Nada debía desvirtuar su objetivo estético.
Una planta baja como espacio único con un piano a un lado. Dos ventanales que se abren al jardín. Al fondo, una pequeña cocina y unas escaleras para acceder al piso superior. Arriba, el pasillo y cuatro estancias: un despacho, la habitación de Jane, el baño y el dormitorio común. Todo negro. La única decoración, unas fotografías a tamaño natural de Bardot. Birkin le pidió sustituirlas por otras de Marilyn; la única pega que ponía a aquel lugar que le fascinaba, donde cada objeto estaba seleccionado con un criterio artístico y cada obra tenía un espacio marcado. También confesaba sentir un poco de miedo al quedarse sola en casa.
No tanto como el que pasaban las niñas. Kate, hija de Jane y el compositor John Barry, y Charlotte, que no tardaría en llegar. Con tal de no atravesar de noche aquel espacio repleto de objetos terroríficos, optaban por sentarse en la ventana y hacer pis en el jardín. Encajar a las crías en casa no había sido sencillo. No por la evidente falta de espacio, sino porque Gainsbourg no encontraba solución estética al reto de introducir una cuna en su santuario. Terminaría localizando una del siglo XIX que consideraba a la altura, pero prefirió ocultarla tras una habitación portátil que encontró en un anticuario. Cuando Kate creció y los pies se escapaban entre sus barrotes, Jane, harta de verla eternamente resfriada, exigió una cama. Ni pensarlo. Su contrapropuesta: hacerla dormir con calcetines. La cosa se complicaría cuando hubo que instalar a la au pair, a quien ubicó tras un biombo exquisito, y aún más con el nacimiento de Charlotte. Nada de antiestéticas literas. El puzle solo se solucionaría cuando Jane encontró una cama de caoba que no ofendía su sentido artístico.
La vigilancia para que nadie distorsionase aquel mausoleo se ejercía manu militari. Impensable que nadie tocara un solo objeto; si era así, Serge no tardaba en aparecer con un trapo para limpiarlo y volver a situarlo en el espacio correspondiente. Quien emplease el baño debía abandonarlo sin dejar rastro de su paso; él solo utilizaba la bañera colocando previamente en su fondo una sábana de seda, algo que le resultaba de una exquisitez sublime. Sus paseos por anticuarios y galerías de la rive gauche eran continuas: un sillón de dentista inglés del XVIII, tapices de astracán con figuras de hombres sonrientes mientras son torturados, estatuillas japonesas, ratas esculpidas en bronce, monos autómatas, un cuadro de Dalí, o la escultura de Claude Lalanne El hombre de la cabeza de col que terminaría dando título y portada a un disco legendario. Difícil encajarlo todo en una casa en la que a los cuatro miembros de la familia y la au pair se unieron un mayordomo senegalés, Mamadou, y la perra Nana.
“Esta es mi casa. Y no sé qué es: un salón, una sala de conciertos, un burdel o un museo”, decía Gainsbourg en 1979. Para entonces, Jane había comenzado a sentirse acorralada por aquel horror vacui. En sus diarios, se lamenta: “En la mayoría de casas hay un salón acogedor. En esta tenemos un museo. Encaramada a una silla, aterrorizada ante la idea de romper algo, me quedo en la cocina o en mi habitación”. Tampoco son refugios seguros: la cocina, único espacio donde puede hacer un asomo de vida familiar con las niñas, es minúscula; los oh là là que exclama Serge cada vez que se asoma a su habitación y ve el desorden en el que vive Jane no son sino signo de reproche. Sueña con una casa propia en la que poder moverse libremente. La encontrará en Cresseuville, un pueblecito de Bretaña.
Gainsbourg vivió en rue Verneuil veintidós años. Doce de ellos, al lado de Jane. Allí fue donde ella comenzó a rumiar la idea de dejarle: cansada de tanta fiesta, de tanto alcohol, de llegar invariablemente a casa al amanecer, justo a tiempo de dar un beso a las niñas antes de que la au pair las llevase al cole, su paciencia se quebró cuando el estado anímico provocado por la inesperada muerte de una amiga se desajustó con el ego disparado de un Gainsbourg convertido en fenómeno mediático. Una tarde, en su habitación, besaba emocionada a un joven director llamado Jacques Doillon que se había acercado para ofrecerle su primer papel dramático.
Adiós, Verneuil
Tras un largo periodo de dudas, Birkin cerró su historia con Gainsbourg con determinación: “Durante una sesión de grabación de Serge cogí mi bolso, salí del estudio, paré un taxi y le pedí que me llevara al Hotel Pont-Royal”, anotaba en su diario. Fue el inicio de una nueva vida con Doillon que sumió a Gainsbourg en un pozo del que nunca salió. Terminó reconstruyendo su vida con una mujer mucho más joven, Bambou. Nunca le ofreció una copia de las llaves de rue Verneuil, pero le regaló un ático que decoró a imitación de su casa. No era el primer clon: cuando en 1980 el director Claude Berri le ofreció acompañar a Catherine Deneuve y Gérard Depardieu en el reparto de Je vous aime, Serge confesó que no sentirse seguro fuera de casa. Berri la reprodujo milimétricamente en el estudio y llevó la mayor parte de sus escenas a ese decorado.
Para entonces, rue Verneuil se había convertido en lugar de peregrinación. La popularidad de su único ocupante llevó a los admiradores a realizar pintadas en sus paredes hasta convertirlas en un mural en perpetua renovación, lo que forzó a Gainsbourg a levantar un enrejado exterior para hacer desistir a quienes llamaban a cualquier hora del día o la noche. Tras él, la vida transcurría con dificultad y Serge se resistía a dejar entrar a nadie. Una de las pocas veces que lo hizo, la cosa no acabó bien: el cantante Jacques Dutronc y el humorista Coluche aprovecharon un momento en el que Serge desapareció para moverlo todo de sitio y esperar su reacción. Françoise Hardy, esposa de Dutronc, asistió incómoda a la escena: “Cuando volvió de la cocina y vio que habíamos alterado el orden de sus cosas, que para él era como pintarrajear el cuadro de un maestro o romper un jarrón preciado, se puso pálido y tuvo que hacer un esfuerzo visiblemente sobrehumano para no echarnos a la calle”.
Como si fuera un último escudo que lo protegía de un presente amenazante, Gainsbourg no quiso cambiar nada en su santuario tras la marcha de Jane. La excepción tuvo lugar cuando Charlotte, todavía una niña, comenzó a mostrar interés por el cine: hizo retirar el proyector vertical de 16mm con el que veía películas en el techo de su cuarto tumbado en la cama y lo sustituyó por una televisión monstruosa, la más grande del mercado. Invitó a su estreno a Thomas, hijo de Hardy y de Dutronc, de la misma edad que Charlotte. El crío regresó a casa llorando: la película que había elegido Serge para la velada había sido Tiburón. El fin de semana siguiente, sin embargo, Gainsbourg volvió a invitarle. Al llegar le mostró orgulloso una copia en VHS de El resplandor, que acababa de conseguir.
Las complicaciones burocráticas, la dificultad para abrir un acceso a sillas de ruedas y la imposibilidad de mantener la distancia social obligada durante la pandemia han retrasado varios años el proyecto de Charlotte de abrir 5 bis rue Verneuil al público. Pero tras su declaración como patrimonio, las dificultades parecen haberse solventado y, a partir del próximo 20 de septiembre, será posible visitar una de las residencias de artista más singulares que el mundo haya conocido, con el añadido de un museo situado en el antiguo restaurante de la acera de enfrente que tantas veces le sirvió como refugio. Durante esa espera, pudo paladearse el espacio cuando Charlotte decidió homenajear a su madre convirtiéndola en protagonista de su documental Jane par Charlotte. Una mañana le citó en rue Verneuil. Jane entraba sobrecogida: no había cruzado el umbral desde la muerte de Serge, tres décadas atrás. Todo estaba intacto, tal y como había quedado aquel día. Madre e hija recorrían sus estancias, desgranaban recuerdos, acariciaban los objetos que antes tenían vedados. Ceniceros llenos de colillas de gitanes; en el frigorífico, ya deshechas, las chocolatinas que tanto gustaban a Serge; en un armario, sus botes de medicinas, que los años habían descompuesto. “Es como estar en Pompeya”, señalaba Jane. “Siempre tengo la sensación de que va a volver”, añadía Charlotte. El tiempo parece haberse detenido en la casa negra.
Felipe Cabrerizo es autor de la biografía Gainsbourg: elefantes rosas y traductor y editor del libro de Jane Birkin Diarios 1957-1982. Munkey Diaries, de próxima publicación por la editorial Monstruo Bicéfalo
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