El reino bicéfalo de Camelot: un paseo por el feudo de la familia Kennedy en Cape Cod
La colorida localidad de Hyannis sigue siendo el dominio de la única dinastía que ha habido en EE UU, marcada por el poder y la muerte. Ahora la política enfrenta a los miembros más visibles del clan: el nieto del presidente Kennedy, demócrata, y el candidato independiente a la presidencia Robert Jr., primo de su madre
Más allá del territorio de la épica, el reino de Camelot tiene un escenario real: la península en forma de garfio de Cape Cod (Massachusetts). Y un epicentro: el puerto de Hyannis, donde todo parece consagrado a los Kennedy, empezando por el museo homónimo y el Kennedy Legacy Trail (sendero del legado Kennedy), que hilvana a través de la localidad (12.800 habitantes) aquellos lugares ligados a la historia de la familia, que es también la de EE UU: monumentos, la iglesia católica a la que asistía, estatuas o embarcaderos.
Hyannis, una localidad tan somnolienta como recoleta, con sus casas de colores y cuidados arriates en las aceras, es un mapa de veleros siempre dispuestos a zarpar y tardes de paseo, pero no es solo un destino de veraneo: es, sobre todo, el feudo de la única dinastía que ha habido en EE UU. Ante la residencia familiar, la que construyeron el patriarca Joe y su esposa, Rose, en el recodo de una playa cercana, aún ondea la bandera de las barras y estrellas como un desafío a la maldición que ha perseguido al apellido, desde el asesinato de John F., el 35º presidente de EE UU, en 1963, hasta la muerte en accidente aéreo de su hijo John, hace ahora 25 años, en la cercana isla de Martha’s Vineyard. En teoría, resulta imposible visitarla, incluso acercarse a ella —es monumento nacional desde los setenta—, pero un paseo por la playa permite apreciar su poderosa presencia: como una maqueta a escala de la Casa Blanca, entre dunas y gaviotas, está el lugar en el que vivió el escrutinio electoral y se dirigió a la nación en noviembre de 1960 el primer presidente católico de EE UU.
A diferencia de la mansión Kennedy, todo el resto de Hyannis es visitable, pero conviene hacerlo en temporada baja, cuando se despereza del fragor del turismo. Hyannis es el puerto desde el que salen los ferris a Nantucket, con su coqueto casco urbano y su museo de los balleneros —antes de ser destino de lujo, fue un emporio de la caza—, y a Martha’s Vineyard, la isla donde Jackie Kennedy construyó su propia casa de verano y hacia la que se dirigía la avioneta pilotada por John cuando se estrelló en el Atlántico con su esposa, Carolyn Bessette, y la hermana de esta a bordo. Desde el ferri que enlaza la península y las islas, apenas una hora de travesía, un paisaje de dunas y faros representa la quintaesencia del estío.
El glamour que transmite el apellido revive hoy en John Bouvier Kennedy Schlossberg, de 31 años, a quien todos llaman Jack como a su abuelo; el hijo pequeño de Caroline Kennedy y sobrino del llorado John, a quien recuerda vivamente: mandíbula cuadrada, espigado, deportista, abogado y comentarista brillante. Jack Schlossberg —suele usar el apellido de su padre—, demócrata confeso para no perder la tradición familiar, sirve estos días de altavoz a la candidatura de Kamala Harris (en 2020 lo hizo con la de Joe Biden) y, sobre todo, echa por tierra la peregrina propuesta política, casi libertaria, de Robert J. Kennedy, primo de su madre y candidato también, pero independiente —estuvo registrado como demócrata hasta octubre de 2023—, a la presidencia de EE UU.
Jack es un azote del hijo del senador, también asesinado, Bobby Kennedy, al que acusa de alentar la desinformación y propalar teorías de la conspiración sobre la covid y las vacunas. El resto del clan ha repudiado también sus ideas, pero el telegénico Jack lo hace con más tirón, con más gracia. El delfín, el nuevo príncipe Kennedy, que se va acercando a la edad que tenía su tío cuando murió, 38 años, es el brote verde de la familia, aunque su vida esté en Nueva York y solo ocasionalmente, por algún triste aniversario —en la familia Kennedy la mayoría lo son—, se deja ver por Cape Cod.
En Hyannis no resulta difícil encontrarse con recuerdos de integrantes de la saga —fotos en los comercios o en la escuela de vela—, pero también con numerosos carteles electorales del candidato apestado, demasiados incluso para su bajo nivel de apoyo electoral (apenas un 5% en todo el país), aunque la adhesión se entiende: al fin y al cabo, la historia de la localidad es indisociable del apellido, por peregrino que resulte el aspirante a la Casa Blanca (recientemente confesó que tiró el cadáver de un osezno en Central Park hace 10 años por diversión). Frente al perfil chocarrero de Bobby Jr, la impronta patricia de los Kennedy alienta la figura del heredero de Camelot, el nombre que le pusieron a la Casa Blanca de su abuelo por esa mezcla de poder, magia y juventud que irradiaba. Jack Schlossberg Kennedy es la reencarnación del mito.
Poder y muerte, la divisa familiar
Epicentro estacional de las grandes fortunas —las de raigambre, no los nuevos ricos de Wall Street o Silicon Valley—, Cape Cod es tan discreto como morigerado: aunque en el extremo norte de la península la localidad de Provincetown atrae cada mes de junio a miles de turistas para celebrar el Orgullo, Hyannis ejerce de valor seguro, con sus paseos al borde del puerto o sus kilométricas playas; sus hileras de frondosas hortensias, la mejor sopa de almejas del país —nada que ver con la receta desvirtuada y atomatada de Nueva York— y, como deporte de riesgo, excursiones a la heladería, a 12 dólares el cucurucho de dos bolas.
Es también la base de operaciones para ir a las islas de Nantucket y Martha’s Vineyard, también perfiladas por la leyenda Kennedy. Nantucket parece de juguete, con sus casas de ladrillo rojo, un casco urbano encantador y sus innumerables boutiques de madera blanca y estampados paisley a la sombra de sicomoros y gigantescas adelfas. La escarpada Martha’s Vineyard, con sus cuadrillas de jardineros hispanos peinando al cero el césped de las mansiones, es tan exclusiva que algunos chalés no necesitan carretera de acceso, solo helipuerto, porque sus dueños vuelan directamente desde Manhattan o Washington (los Clinton y los Obama, por ejemplo, tienen residencia). Faros de colores y pasarelas de madera sobre las dunas jalonan el litoral allá donde las casas no vallan su parcela de playa y dejan al caminante como una grulla, sin saber dónde poner el pie. La playa urbana del puerto principal de la isla es un delirio de aguas turquesa, y su casco urbano, de lo más pintoresco.
Martha’s Vineyard, que como Nantucket es puro espíritu Tommy Hilfiger, sirvió de plató a varias escenas de Tiburón. También encarna el lado más oscuro de los Kennedy. Además de la prematura muerte de John, fue escenario en julio de 1969 de un turbio suceso protagonizado por otro miembro de la familia en Chappaquiddick, en el extremo oriental de la isla: tras una noche de fiesta, también con niebla como la que se tragó a John, el automóvil del senador Ted Kennedy chocó contra un puente, aunque pudo contarlo. Su joven acompañante, Mary Jo Kopechne, murió ahogada, igual que la carrera política de Ted, que abandonó sus planes de presentarse a la presidencia del país en 1972 y 1976. Poder y muerte, podría ser la divisa familiar. Quién sabe si algún día, tras el intento del peregrino Robert Jr de llegar a la Casa Blanca, el fulgurante Jack conjura el maleficio familiar y logra resucitar Camelot.