Los hijos de los famosos se hacen mayores… ¡y tú también!
Algunas personas que creíamos jóvenes aparecen de repente con muchos más años de los que pensábamos y nos hacen ser conscientes del paso el tiempo. Eso genera, a veces, un examen sobre nuestra propia edad que puede provocar miedo o rechazo
¿Se acuerdan de aquel concierto de Beyoncé en el que entonó Love on Top dedicándoselo a algo que “crecía en su interior”? Pues fue en 2011, y aquel ser que se gestaba en el vientre de la cantante con el aplauso eufórico de su padre, Jay-Z, ya puja en subastas: ...
¿Se acuerdan de aquel concierto de Beyoncé en el que entonó Love on Top dedicándoselo a algo que “crecía en su interior”? Pues fue en 2011, y aquel ser que se gestaba en el vientre de la cantante con el aplauso eufórico de su padre, Jay-Z, ya puja en subastas: Blue Ivy Carter, la primera hija de esta pareja de artistas, lanzó durante una gala la oferta de 81.000 euros para conseguir unos pendientes de diamantes diseñados por Lorraine Schwartz que habían pertenecido a su madre. Con 10 años, se convirtió en la protagonista de la noche y dejó en el aire una duda para quienes aún no se dan cuenta de lo rápido que pasa el tiempo: ¿Tan mayor soy, que me acuerdo de su nacimiento como si fuera ayer?
El tiempo, maleable a pesar de su supuesta rigurosidad, tiene la diabólica costumbre de jugar malas pasadas: unas veces, sin desearlo, se estanca como un molino sin aire y otras, cuando menos nos gustaría, se acelera como en una pendiente sin freno. No hace falta recurrir a filósofos clásicos ni a perogrulladas de sobremesa para que salte la chispa. ¿O acaso no solemos preguntarnos si hace ya tanto en conversaciones sobre gestas que imaginábamos recientes o al ver noticias como la de la hija de la superestrella estadounidense, que ya tiene dos criaturas más de cinco años?
Nos adivinamos eternos, pero los calendarios van cambiando de número sin piedad. En ocasiones, esa creencia está relacionada con las circunstancias. La juventud, por ejemplo, se ha estirado en las sociedades occidentales y ha dado lugar a términos como el del treinteenager o adolescente más allá de los 20. El concepto no responde a unos límites exactos, y depende de muchos factores. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) estipuló que esta fase comprende de los 10 a los 24 años. El Instituto Nacional de Estadística (INE) realiza estudios habitualmente en los que la enmarca entre los 15 y los 29. Y cada generación tiene una noción diferente, tendiendo a considerar a la anterior más vieja.
Cuando uno mira una de esas fotografías que se hacían en los colegios o institutos para celebrar el final del Bachillerato en los años cincuenta o sesenta del pasado siglo, verá que esos niños y niñas, de no más de 17 años, parecen adultos de 30. Y si uno se pasea un día por Benidorm verá a personas de más de 60 o 70 años con pantalón corto, camiseta de colores e incluso una gorra de beisbol como la que llevan sus nietos. “Hoy día el concepto de viejo o anciano tiene un estigma cada vez más marcado y nadie quiere serlo”, comenta al respecto José Miguel Fernández Dols, profesor de Psicología en la Universidad Autónoma de Madrid.
Fernández Dols achaca esta negación a lo “fatal” que suena decir viejo. “Hay colectivos gais, trans… pero no hay realmente un colectivo viejo. Lo que más se parece sería el de los pensionistas, una denominación eufemística para no aludir al término tabú”, indica. Para la Real Academia de la Lengua, anota este profesor, ser joven es ser inmaduro, lleno de energía y estar en los primeros tiempos de algo. Eso se solía acabar cuando empezaban las obligaciones familiares o laborales. Algo que ahora no ocurre: la edad que pretéritamente se consideraba óptima para procrear, firmar una hipoteca o asentarse en un puesto de trabajo es, en estos momentos, un sendero incierto, lleno de precariedad y ganas de continuar con una juerga despreocupada.
“La indeterminación con respecto a las categorías de joven y viejo, sin embargo, va creciendo a medida que sabemos más sobre nuestro hardware y nuestro software”, explica el psicólogo. “A los ocho años ya somos viejos para aprender sin esfuerzo la fonética de un idioma si no hemos estado expuestos a él. A los treinta y pocos años nuestro cuerpo empieza a declinar físicamente. Morirse a los 60 años, en un país rico, es morirse demasiado joven y algunos de los países y organizaciones más importantes del mundo están dirigidos por personas que superan los 70″, añade, citando a Putin, Biden o el papa Francisco.
Para Pilar Guerra Escudero, psicóloga clínica, todo depende del autoconcepto que tengamos de nuestra imagen corporal, de nuestro “ser interior” o de lo que proyectemos. Esa “identidad” pública o personal que forjamos se va cincelando a su vez con el ciclo natural de la vida. “Hay estudios que demuestran que sentirse joven o no tan joven depende también de a qué generación pertenezcamos. Teniendo en cuenta que el momento en el que perdemos a uno o a los dos progenitores, la sensación de pertenecer ya a la próxima que por edad está más cerca la muerte parece ser el detonante de comenzar a sentirnos menos joviales y más centrados en la tercera edad”, arguye la experta.
Vivir el paso de los años de una u otra manera también influye. No es lo mismo para aquel cuyo día a día exige un esfuerzo poderoso o para quien mantiene un deterioro menor, señala Fernández Dols. Y posee matices culturales. “Está asociado a envejecer, a decir adiós a lo nuevo. En nuestra sociedad se percibe como el estar rodeado de ausencia de la belleza, de la estética. Se vive, por lo tanto, con angustia, con obsesión, con resistencia, por eso genera tantísimo conflicto, porque todo lo que se resiste, persiste”, ataja Guerra.
Un conflicto que aflora con noticias como la de la hija de Beyoncé o con imágenes casuales que atraviesan el corazón como una bala. Otros casos rápidos: Brooklyn Beckham, hijo del futbolista David Beckham y la ex Spice Girl y diseñadora Victoria Beckham, se casaba el pasado mes de abril con la actriz Nicola Peltz en una mansión de Los Ángeles. El primogénito de esta pareja ultrapopular ya suma 23 años. O ahí están Michael Douglas y Catherine Zeta-Jones, rebosantes de alegría al ver cómo se gradúa Dylan, uno de sus vástagos. ¿Y quién no se ha echado las manos a la cabeza comparando los rasgos de Ava Phillippe y su madre, la oscarizada actriz Reese Witherspoon? ¡Si salen posando y son iguales, a pesar de llevarse más de dos décadas!
Y hay muchos más. El problema, defiende Fernández Dols, es que tenemos una percepción alterada de nosotros mismos. Y eso conlleva, en ocasiones, a negar nuestra edad. A obsesionarse de repente y empezar a cuidarse o incluso a episodios graves de estrés y ansiedad. Pilar Guerra Escudero agrega dolencias mayores: “Los síntomas pueden variar según la persona, pero, en general, afectan a la forma de sentir, en lo que se piensa de uno mismo y del mundo e incluso en las conductas”.
“No aceptar nuestra edad”, afirma Guerra Escudero, “tiene mucho que ver con que no somos conscientes de que solamente gozamos del instante, del aquí y el ahora”. “Existe tanta obsesión por el cambio a mejor que no disfrutamos del momento”, cavila, “y tendemos a irnos más al pasado (lo que pudo ser y no es) y al futuro (lo que podemos cambiar), pero pocas veces hacemos ese ejercicio de mirarnos a los ojos y saber que este es el único instante que tenemos”. Una actitud que se traduce en el incremento de cirugías o en el de asistentes a la consulta por problemas de salud mental.
Guerra Escudero incide en que, aun así, hay una edad cronológica y una subjetiva. La primera es aquella que otorga el almanaque, rígida. La que nos arrojan a la cara esos niños y niñas que pensábamos incólumes y se dedican a pujar en subastas, gastarse una millonada en enlaces nupciales o posar descarados en redes sociales. “Hay disociación casi siempre porque, tal y como expuso Freud, vivimos en una lucha constante entre las tres instancias de las psiquis: nuestro Yo adulto, o Ego, nuestro Superyó, que es la parte más anciana, y nuestro Ello, que es la instancia infantil. Cada suceso es valorado por las tres, que no suelen ponerse de acuerdo”, esgrime.
Ocurre también con la percepción que tenemos de los demás. Por norma general, vemos a los demás más mayores que a nosotros mismos. “Envejecemos de manera gradual y nuestro propio envejecimiento, el que nosotros vemos, está contaminado por nuestras propias emociones. Es decir, aunque nos estemos mirando continuamente en el espejo o en las fotos o grabaciones, siempre vamos a ver muchísimos menos cambios significativos en nosotros, ya que estamos habituados, acostumbrados a esa imagen, porque nos vemos diariamente. Sin embargo, notamos grandes cambios en los demás porque no les vemos todos los días”, aclara Guerra Escudero.
¿Quién no se ha cruzado con algún conocido de la infancia después de un largo periodo y ha enfatizado su transformación? ¿Quién no se ha dado de bruces con sus limitaciones en una actividad con gente más joven? ¿O quién no ha rememorado aquellos episodios aparentemente cercanos, como el concierto de Beyoncé donde presentó a su futura bebé o el nacimiento de un nuevo Beckham, y ha glosado las bondades del pasado (la mensajería instantánea era una arcadia, las comidas se brindaban sin stories, las series requerían un holgado plazo entre capítulos)?
Pocos salen airosos de estos interrogantes. Aunque, como anota Laure Adler en el ensayo La viajera de noche, “la edad es un sentimiento, no una realidad”. Esta periodista de 72 años ha reflexionado en su último libro, que ha vendido miles de copias en Francia, sobre el miedo al transcurso del tiempo. Y ha alcanzado una conclusión: “Por definición, no nos vemos envejecer. Nos llega de forma accidental, como un rayo. Y cuando eres tú la persona que tienes delante, te dices con crueldad: ¿Cómo lo haré para estar todo el día paseándome entre la gente sin que se den cuenta de que tengo la cara tan arrugada?”. La respuesta, en manos de Blue Ivy, Brooklyn o Ava Phillippe.