El funeral del duque
Su forma de vestir no era un estilo, es una vida. Y tanto es así que el mayor dilema en su adiós es precisamente una cuestión de vestuario
Ha muerto un príncipe a los 99 años. A esa edad es natural. Por eso la BBC ya tenía dispuesto un extenso publirreportaje sobre su figura. De esa figura, sencillamente lo que más me atraía era su vestuario. Y pienso que eso será lo que más recordaremos de él, incluso más que esa cursilada de haber sido el hombre que siempre estuvo dos pasos por detrás de su esposa. Y otros dos kilómetros por delante.
Si por esos dos pasos iba a construir un guardarropa tan insuperable, histórico, toda u...
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Ha muerto un príncipe a los 99 años. A esa edad es natural. Por eso la BBC ya tenía dispuesto un extenso publirreportaje sobre su figura. De esa figura, sencillamente lo que más me atraía era su vestuario. Y pienso que eso será lo que más recordaremos de él, incluso más que esa cursilada de haber sido el hombre que siempre estuvo dos pasos por detrás de su esposa. Y otros dos kilómetros por delante.
Si por esos dos pasos iba a construir un guardarropa tan insuperable, histórico, toda una declaración de estilo y circunstancia de casi un siglo de vida, hombre, me pido lo mismo si llego a reencarnar. Su forma de vestir no era un estilo, es una vida. Y tanto es así que el mayor dilema en su funeral es precisamente una cuestión de vestuario. Su viuda, la eterna Isabel II de Inglaterra, y que no siempre ha contado con unanimidad de criterios en torno a su vestuario, ha decidido que no se vestirán uniformes militares en el funeral de su marido, que empezó a diseñar ese maravilloso vestuario masculino a partir de sus uniformes en colegios militares.
La decisión de la reina, al parecer, favorece la presencia de su nieto Enrique, el díscolo, que aparte de rebelarse contra su familia junto a su esposa en una célebre entrevista, ha aparcado los trajes de sastrería inglesa por los más modernos y peor confeccionados de las marcas americanas. Enrique y su abuelo ya compartieron cortejo en las traumáticas exequias de Diana de Gales, la madre de Enrique. Aunque la familia real tardó en reaccionar ante la muerte de la princesa, ese momento en que el duque de Edimburgo, su hijo Carlos, sus nietos Guillermo y Enrique y el hermano de la difunta avanzaban detrás del catafalco de Diana fue otra de esas gloriosas demostraciones de estilo, pompa y tragedia que la casa de Windsor sabe representar como nadie.
En el siglo XX, solamente tres naciones han validado su poder con la pompa y la circunstancia. La casa de Windsor, la Corea de Kim Jong-un y el Vaticano. Son capaces de generar esa maquinaria de propaganda hipnotizante. En esos programas póstumos del duque de Edimburgo de la BBC, se esmeraron en mostrar historiadores favorables a su figura de origen afrobritánico. Una sutil manera de dejar claro que Felipe no era el principal racista de esa familia. Consiguieron incluso una historiadora que parecía la mamá de Meghan, pero con marcado acento inglés. Son la pera. ¡Qué graciosos!
Pero con toda esa artillería no han conseguido evitar que en las exequias todos estemos pendientes de Enrique. Imagino que la irritación entre los otros miembros varones de la familia será monumental, controlada pero latente. Ese hombre condenado a estar cuatro pasos por detrás de todo, que es Carlos, el padre de Enrique e hijo del duque, verá, sin poder decir nada, a su hijo menor aparecer con unos pantalones mal terminados, hombreras mediocres y calcetines cortos que dejan ver esos gemelos pelirrojos. ¡Vaya cuadro! Todo esto vuelve a dejar en evidencia que el estilo no se hereda. Lo puedes inventar, convertirlo en armadura y en ejército, pero no existe garantía de que continúe entre los tuyos.
Puedes heredar un cuadro y no saber qué hacer con él. Lo que ha pasado con el supuesto caravaggio del que todos hablamos. En el desfile de Agatha Ruiz de la Prada, el público debatía entre los diseños, llenos de vida y color, o abordar a Luis Gasset, el novio de la diseñadora y también director de Ansorena, la casa de subastas donde se paralizó la venta de la masterpiece. Gasset comunicó que el precio de salida, 1.500 euros, tenía una explicación, pero que “durante la investigación” sus labios están sellados. ¿Qué esperan Gabilondo o Miguel Ángel Rodríguez para hacer del caravaggio la bandera del nuevo Madrid?