Los vídeos de la ‘influencer’ Roro no son de cocina, sino exhibicionismo de clase

En los contenidos de esta chica de 22 años y el movimiento ‘tradwife’ se da un fenómeno culinario que ha estado presente de forma constante a lo largo de la Historia: el uso de la cocina como marcador social

FERNANDO HERNÁNDEZ

Esta semana hemos estado entretenidos en las redes comentando el fenómeno Roro, una influencer de 22 años que acumula millones de seguidores en TikTok e Instagram a base de compartir vídeos en los que se la ve sublimar el arte de complacer satisfaciendo los deseos de su novio Pablo. Elabora recetas, cose vestidos, encuaderna libros, y exhibe un combinado de habilidades de artesano renacentista, ropa y accesorios carísimos y voz de minino siamés.

La liebre saltó cuando Yolanda Domínguez dio la voz de alarma y enmarcó el contenido de Roro en el movimiento tradwife, contracción de la expresión “esposa tradicional” en inglés, nacido en Estados Unidos y asociado a ideologías de extrema derecha y a grupos cristianos de la vertiente más rancia y conservadora, que defienden el regreso de la mujer al rol de ama de casa sumisa de los años cincuenta. Las tradwife florecen en redes sociales como peonias y marchan como un ejército de doncellas del mal al servicio de este credo.

Me interesa poner el foco en lo que hay de gastronómico en este tipo de contenido, porque en los vídeos de Roro y el movimiento tradwife en general se da un fenómeno culinario que ha estado presente de forma constante a lo largo de la Historia: el uso de la cocina como marcador de clase.

Cuando Roro decide hacerle a su novio un sándwich de queso, no coge un par de rebanadas de pan del cajón y una loncha de queso de la nevera, sino que amasa brioche desde cero y fabrica tanto la mantequilla de la receta del brioche como el queso del bocadillo, a partir de leche fresca. Cuando a Pablo se le antoja cenar pasta, ella prepara unos pappardelle de ragú de pato a la naranja, haciendo la pasta ella misma y un guiso que, por sí solo, ya implica más de cinco horas de trabajo.

Roro presenta la receta de pollo frito coreano con teokk, unos pastelitos de arroz, dice que “es una receta que merece muchísimo la pena porque no se tarda casi nada y está increíble”. Se tarda más de quince horas en tenerlo listo. A Roro y a Pablo les gusta tener siempre algo de picar en casa, así que una vez a la semana ella se dedica a hacer takis, unos snacks crujientes en forma de rizos de maíz picante con sabor a guindilla y lima mexicanos, y regañás caseras que, como ella comenta, se hacen “en un momento”. Ese momento es un día entero. Mientras todo eso sucede, a lo largo de todos los vídeos, ella exhibe manicura impecable, peinado impoluto y vestido de satén.

Yo soy un ser muy simple. El miércoles, a la vista de unos cuantos calabacines en la nevera, en vez de ir a tiro fijo y hacer una crema o pasarlos por la plancha, los escaldé, los abrí, los rellené de crema de requesón y nueces y los gratiné. Los llevé a la mesa dispuestos en una fuente de loza con el pelo hecho una boñiga recogido con una goma vieja, pero con la espalda bien recta y porte formidable. Ese día, el mero hecho de haber usado manga pastelera para hacer la comida un miércoles laborable me hizo sentir Bree Van de Kamp en Mujeres Desesperadas.

Los años 50 a los que las tradwife quieren volver no fueron iguales para todos. Para las mujeres de clase alta, el trabajo del hogar a menudo significaba simplemente gestionar una pequeña milicia de sirvientes que realizaban el trabajo real, para luego ocupar el tiempo cultivando la vida social y yendo a galas benéficas. En la clase media, las amas de casa propiamente dichas eran las encargadas de cocinar, limpiar, ordenar y cuidar a los niños y a los enfermos ellas mismas. Su exención del trabajo remunerado, algo posible cuando un sueldo bastaba para cubrir las necesidades de una familia entera, las diferenciaba de las mujeres de clase más baja, que tenían que lidiar tanto con las tareas domésticas como con el trabajo asalariado para mantener sus hogares a flote.

En 1800, el plato favorito de la familia imperial austríaca era el Tafelspitz-Sulz, un pastel de áspic con intrincados diseños en su interior hechos a base de guisantes y ternera. Lo lucían en cada recepción oficial. Esa preferencia no se debía al sabor ni a la suculencia de la receta. Los ingredientes que la formaban tampoco eran difíciles de conseguir. Pero servir una construcción de gelatina y carne en el 1800 significaba tener no sólo poder adquisitivo, sino el lujo quimérico de contar con algún tipo de refrigeración.

En el siglo XX, los pasteles de pescado, las bandejas de aperitivos detallistas, las verduras torneadas y las tartas saladas de hojaldre casero servían para dejar claro a las visitas que en ese hogar se contaba con poderío para costear servicio doméstico, todo robot de cocina que saliera al mercado e ingredientes de primera calidad.

Los años cincuenta que muestran las tradwives son los de un reducto privilegiado, blanco y adinerado. La elección de recetas intrincadas y lujosas para sus vídeos de cocina es una demostración de poder traducido en gran cantidad de tiempo libre y capital. No son vídeos de cocina, sino exhibicionismo de clase.

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