Dadme café malo

Cada mañana lleno el cacillo de mi cafetera de moka de rosca de toda la vida, una de esas que hacen ‘gru-gru’ cuando el café está listo, con tres cucharadas de café de supermercado

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

Tengo en la alacena cinco paquetes de café de especialidad carísimo y no sé qué hacer con ellos. Cada una de esas bolsitas marrones de plástico termosellado con autocierre hermético doble, recubiertas de papel marrón elegante, contiene un cuarto de quilo de café monovarietal seleccionado, de cultivo sostenible, tostado en origen, comprado a granel en la tienda gourmet de la ciudad, molido expresamente de acuerdo al modelo de cafetera que tengo en casa. Todas ellas son regalos bienintencionados de gente más o menos próxima que sabe que el mundo de la gastronomía me interesa, que soy de morro fino, y que tomo mucho más café del que probablemente debería. Cada mañana, abro la puerta del armario, las miro de reojo, y procedo a llenar el cacillo de mi cafetera de moka de rosca de toda la vida, una de esas que hacen gru-gru cuando el café está listo, con tres cucharadas de café barato de supermercado.

No me malinterpreten. No vengo a descubrirles ningún secreto-mejor-guardado escondido entre los cafés de supermercado. Cualquiera de los cafés de alta gama que tengo en el armario gana por goleada en todas las categorías al agua oscurecida que tomo normalmente en casa: sabor, acidez, cuerpo, aromas... Lo digo a sabiendas después de haberlos probado todos. He infusionado y bebido cada uno de esos regalos con empeño, taza a taza, mañana tras mañana, a ceño fruncido, pero con disciplina, y con una especie de sentido del deber para con mis amigos y para con “mi yo gastronómico”, esa vocecilla rigurosa y con gafillas que habita en mi hombro y que constata una y otra vez que sí; que, en efecto. Este café es mejor. Infinitamente mejor. Sin duda. Excelente. Este es el café que deberíamos comprar.

Cada paquete vacío de esos ha ido a la basura acompañado de un suspiro de alivio. Y cada aniversario, Navidad o amigo invisible ha traído consigo un nuevo par de paquetes de café sofisticado como regalo, en un ciclo que durante años ha parecido no acabar nunca. Hasta que he decidido que basta. Que ya he tenido suficiente.

Recuerdo perfectamente dónde y cuándo empecé a tomar café con regularidad, como una más de mis rutinas diarias, más que como acto de degustación consciente. Tendría 19 años recién cumplidos. Por aquel entonces, debía llevar ya más de un año trabajando 12 horas diarias, siete días de cada nueve, en un buen restaurante en Granollers, a 15 kilómetros de mi casa. Iba en tren por las mañanas, a eso de las ocho, y volvía en autobús nocturno cada noche después del servicio de cenas, alrededor de las doce, en compañía del señor Pedro, el conductor. No tenía carnet de coche porque no tenía tiempo de sacármelo, y porque el transporte público tiene la gran ventaja de que puedes echar una cabezadita durante el trayecto, sabiendo que otro se encarga de conducir. Si en el autobús no había ningún otro pasajero, don Pedro desviaba ligeramente la ruta, me dejaba en mi calle, a la altura de mi casa, y no arrancaba hasta que me veía cerrar la puerta detrás de mí.

—Pedro —le dije una noche—. Creo que necesito un cambio. Creo que quiero ser pastelera e irme a la ciudad.

—¿Te vienes a vivir a Granollers? Aquí estarás mejor. Hay pastelerías buenas. Mi mujer conoce algunas.

—No, Pedro. A la ciudad ciudad —me levanté del asiento—. ¡Me marcho a Barcelona!

Dos semanas después, me despedía de mis compañeros en el restaurante, empaquetaba mis cuatro trastos y me independizaba por primera vez, abandonando el pueblo y la casa de mis padres. Fui a parar a una habitación de alquiler en un cuarto piso ruinoso sin ascensor de una señora budista tibetana de la rama de Kadampa, que se conoce que es una corriente espiritual moderna, al lado del canódromo de la Meridiana, el que fuera el último canódromo en activo del Estado, y que alojó carreras de galgos hasta 2006. Su contacto me lo chivó el señor Pedro, que después de nuestra charla pasó una semana conduciendo preocupado, dando voces al pasaje en busca de un alquiler barato en la capital para una chica maja y trabajadora.

La que sería mi casera era pasajera habitual de los miércoles y tenía una habitación en su casa para alquilar. A don Pedro le pareció que alguien tan espiritual y budista debía de ser a la fuerza buena persona, y me la recomendó con entusiasmo. A mí me pareció un plan sin fisuras, enseguida llamé, encantada, dije que sí a todo, y la señora me recibió en mi nuevo hogar con una tacita de café recalentado en el fogón —que el microondas mataba la vida de la comida—, y una fiesta ritual grupal, con señoras vestidas con fulares tocando tamborcillos y guitarritas muy pequeñas, en el balcón con vistas al roble muerto del patio interior del edificio de nueve plantas.

Al día siguiente a mi mudanza, sonaba el despertador a las 4.40 horas. Al tiempo que la habitación, había conseguido también un nuevo trabajo en una pastelería barcelonesa de prestigio, que tenía tres o cuatro tiendas repartidas por los mejores barrios de la ciudad, y un obrador central, donde una treintena de obreros trabajábamos por turnos de 4 a 13 horas y de 6 a 14 horas haciendo pan, cruasanes, bollos, tartas, hojaldres, pasteles, cremas, y fruslerías artesanas de altísima calidad y de todo tipo.

Lo del budismo en casa resultó ser un tema complejo y enraizado con cosas tan del ámbito doméstico común como la restricción del agua caliente en la ducha, en pos del adiestramiento del carácter; la prohibición de encender una bombilla pasadas las ocho de la noche, por el temple de los temores del ser humano; o con el cierre de puertas a invitados no autorizados, por la preservación de la vibración energética de la casa.

Fui acatando normas de hospitalidad y usanzas de este tipo con estupefacción, y resignada, por temor a encontrarme en la calle sin preaviso de un día para otro. Cogí perspectiva y desperté de golpe el día que volví a casa del trabajo y vi que la paletilla de jamón que me habían regalado en la pastelería como cesta de Navidad, y que me hacía una ilusión enorme, me la había tirado la budista por la ventana, y yacía, casi sin estrenar, a los pies del roble muerto, roída por las ratas, en una suerte de composición surrealista un tanto graciosa. En su lugar, apoyado en el gancho del jamonero, había un papel con un mensaje escrito a mano en letras grandes que rezaba “CADÁVERES NO”. Me marché en cuanto encontré una alternativa a ese gulag crudivegano y me fui al barrio del Carmelo, a compartir piso con unos estudiantes de teatro musical en la que resultó ser la primera de una multitud de otras experiencias de cohabitación urbana agradabilísimas.

Fue en esa casa y en ese contexto cuando me habitué al café casero. De hecho, se podría decir que me agarré a él como un devoto se encomienda a un santo cuando pintan bastos. Hasta ese momento, para mí, tomar café, era algo que se hacía en un bar, por gusto, en taza pequeña, y en compañía.

En ese piso de la Meridiana, durante unos meses, cada día a las cuatro y cuarenta sonaba mi despertador, y me levantaba en una casa cuyas vibraciones, de tan límpidas, sorbían todas mis ganas de vivir. Me lavaba los dientes, ponía una cafetera al fuego y me refrescaba con agua helada el tiempo que tardaba en oírse el gru-gru del café recién hecho. Me servía la cafetera entera con dos cucharadas de azúcar, abrazaba la taza para calentarme las manos y me lo bebía de un tirón, abrasándome la garganta y despertando de golpe.

La marca de café que elegí comprar fue la que había gastado mi padre toda la vida, la reconocí en el supermercado al ir a comprar sola y para mí misma por primera vez. Ese café en esa cafetera hacía que, por un rato, la casa oliera igual que las mañanas de unos meses antes en la casa de mi familia, en “mi casa”, después de que mi padre se marchara a trabajar. El olor de ese café, y no otro, quedó incrustado en mi cerebro como el equivalente a “estar en casa”, fuesen cuales fuesen mis circunstancias.

Esa sensación es la que busco en mi cocina. Una taza de ese café es la que hace que aterrice de verdad al volver de un viaje, y la que apacigua mi ansiedad en los días en que mi vida parece una peli de Jim Jarmusch. No es un buen café, lo que necesito en mi madriguera, en mi espacio de seguridad, en mi cueva; es ese café. El mejor café del mundo sólo me interesa allende el portal.

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