¿Quién da la vez? Radiografía de la fila infinita
Hacer cola se ha convertido en una incómoda rutina urbana. Sesgos cognitivos, estrategias de ‘marketing’ y el auge de las ciudades y las redes sociales explican por qué cada vez tenemos que esperar más
En una fresca mañana de octubre en Madrid, Juan Cruz, estudiante argentino de 22 años, entierra las manos en los bolsillos y lanza un bostezo al aire. Lleva una hora haciendo cola para entrar en la nueva tienda de Uniqlo en la Gran Vía, y aún queda media para la apertura, así que se pone a darle coba a su vecina de fila para hacer tiempo. Se llama Irene, tiene 39 años y le asegura que a la entrada le regalarán una bolsa y que habr...
En una fresca mañana de octubre en Madrid, Juan Cruz, estudiante argentino de 22 años, entierra las manos en los bolsillos y lanza un bostezo al aire. Lleva una hora haciendo cola para entrar en la nueva tienda de Uniqlo en la Gran Vía, y aún queda media para la apertura, así que se pone a darle coba a su vecina de fila para hacer tiempo. Se llama Irene, tiene 39 años y le asegura que a la entrada le regalarán una bolsa y que habrá ofertas. Lo sabe bien porque ella ya acudió a la otra inauguración de esta cadena de ropa japonesa, hace tres años, en el cercano barrio de Salamanca. Entonces también tuvo que esperar su turno para entrar. “Es que hacer cola en España es deporte nacional”, le explica. A unos metros espera su turno Roger, de 25 años, que ha venido “para vivir la experiencia”. Más atrás aún hace cola María, experta en marketing que está aquí “para fichar”. Carmen da la vez a unos 200 metros de la puerta de la tienda. Ha querido estrenar su jubilación haciendo cola con una amiga y están aprovechando para ponerse al día mientras esperan.
Esperar se ha convertido en una incómoda rutina en la ciudad. Esperar por algo, esperar por alguien. Estar de pie, detrás de un desconocido, delante de otro, a una distancia que en cualquier otro contexto sería incómoda. Se habla mucho de la gente que corre en la gran ciudad, pero pocos reparan en la muchedumbre inmóvil, hordas de personas paradas como pasmarotes, ajenas al bullicio a su alrededor. Cuando uno se fija en ellos no puede dejar de verlos. Hay gente esperando por todas partes. En las inauguraciones, en los museos, los conciertos. Hay colas en las tiendas pop up de plantas tropicales. Colas en las cadenas de comida mexicana el día internacional del taco. En las panaderías de masa madre y estética industrial, en las carnicerías de barrio y, por supuesto, en el supermercado. Al caer la tarde, un ordenado gentío se planta a las puertas de los hoteles para subir a sus azoteas y se inventa una nueva cola. El restaurante de moda crea otra al no aceptar reserva. Todo el mundo parece estar esperando en una cola últimamente.
El psicólogo social Stanley Milgram, en su estudio The Experience of Living in Cities (1970), explicaba que en las ciudades superpobladas hay demasiada gente luchando por los mismos recursos (ya sean estos un alquiler en el centro o un sitio en el bar del momento). Por eso los ciudadanos han tenido que crear mecanismos de supervivencia. Uno de los principales, señalaba entonces el experto, son las colas. Y estas han crecido desde los años setenta, igual que lo ha hecho la ciudad.
L’Hospitalet de Llobregat (Barcelona) es la ciudad con mayor densidad de población de la Unión Europea, según un estudio del Eurostat de 2016. El informe también indica que el área metropolitana de Madrid es la tercera más densamente poblada de Europa, detrás de las de Londres y París. Hay una España vaciada, pero también una llena a reventar. Una España que se pasa los días esperando en filas y atascos (que a fin de cuentas no son más que filas de coches). Pero la superpoblación no es el único factor que explica este fenómeno. “Hay todo un mundo detrás de algo tan cotidiano como hacer cola”, señala Roberto Pérez Marijuán, profesor de Psicología Comercial y Neuromarketing en la escuela de negocios IEBS.
Las filas tienen una cosa curiosa: conformarlas no es plato de gusto, pero es ver una y a la gente le entran ganas de pedir la vez. Lejos de espantar a la clientela, la atraen. “Aquí entra en juego el efecto bandwagon, también llamado efecto arrastre”, explica el profesor. Este sesgo cognitivo hace que las personas se comporten como lo hace la mayoría, por simple imitación. Si tus amigos se tiran de un puente probablemente no lo harás, pero si se ponen en una cola ten por seguro que te pondrás detrás de ellos a esperar. Por eso la gente prefiere sentarse en una terraza llena antes que hacerlo en una vacía o votar al partido que las encuestas dan por ganador.
En la formación de una cola también entran en juego componentes de valor social, jugando con la escasez y el FOMO (miedo a perderse algo, por sus siglas en inglés). Lo explica con detalle Pérez Marijuán: “Sucede mucho el primer día de rebajas, en aperturas o inauguraciones [por eso esperaba Juan a que abriera Uniqlo]. Aunque también hay gente que lo hace por formar parte de algo, para poder decir que ha estado allí [como Roger, que hacía cola por la experiencia]”. “Para un negocio, tener una fila de gente en la puerta es garantía de éxito”, continúa el profesor. “Esto puede dar lugar a que los negocios hagan pequeñas trampas [el regalo por el que estaba esperando Irene] para aumentar las colas”.
“Todo esto tiene que ver con el ego”, resume el experto. “Con la posibilidad de contárselo a todo el mundo e incrementar nuestro valor social, elevar nuestro estatus”. Esto lo aprovechan mucho los locales de modas y lo potencian las redes sociales. Por eso, lo primero que hacen muchos al terminar de esperar —ya sea la cola de un concierto, un museo o un bar en una azotea— es sacar el móvil y compartir con el mundo dónde está.
Miles de años antes de que se inventara Instagram una persona se paró en un lugar determinado y muchos otros se colocaron detrás. Fue el primero en la primera fila de la historia. Probablemente, sería algún soldado del ejército romano. Como explica David Andrews en su libro Why Does the Other Line Always Move Faster?, las primeras referencias a filas surgen del contexto militar, en lugares donde el orden era importante y la cantidad de personas ingente. Su uso acabó estandarizándose en muchos ejércitos, pero no se trasladó a la población civil hasta que esta empezó a hacinarse en las ciudades.
“El concepto moderno de cola llegó con la Revolución Francesa”, señala Andrews en su libro. Las hileras de personas que esperaban para conseguir pan serpenteaban por todo París. Fueron la mecha que hizo que todo explotara. Algo similar sucedió en la rusa San Petersburgo en 1917, cuando las trabajadoras del textil, hartas de tener que guardar largas colas para comprar el escaso pan, decidieron manifestarse. Al día siguiente, la ciudad estaba paralizada. Así arrancó la Revolución Rusa.
Parece complicado pensar que las montoneras que se crean a las puertas de una gintoniquería vayan a iniciar una nueva revolución. Hoy no escasea el pan sino el circo, el circo exclusivo y lujoso que venden los lugares de moda. Pero cómo se formaron las primeras colas de la historia ha influido en cómo las hacemos ahora. Por eso, lo de esperar va por países. Y de entre todos los países hay uno que en estos menesteres es justo campeón.
La cola para mostrar los respetos a la fallecida Isabel II de Inglaterra en Westminster alcanzó el pasado septiembre cinco kilómetros de longitud. El tiempo estimado de espera era de 14 horas, aunque en algunos momentos podía llegar a 35. Buceando en la hemeroteca, Andrews señala otro ejemplo más llamativo en los disturbios de Londres de 2011, cuando la prensa local informó de ordenadas filas de pandilleros esperando su turno para desvalijar tiendas. No hay nada más británico que una buena cola. Según Andrews, esto se debe a que esperar en línea “se convirtió en orgullo patriótico tras las filas del hambre de la II Guerra Mundial”.
En el otro extremo se encuentran los países de Oriente Próximo, donde la espera se hace de forma más caótica. China, que se encuentra en un término medio, organizó una campaña para concienciar a sus habitantes de la importancia de no colarse los meses anteriores a los Juegos Olímpicos de 2008. Creó incluso un día nacional de hacer cola para educar a la población local y dar buena imagen a los visitantes.
Rosa (“mejor sin apellidos”) confirma que en esto de esperar las nacionalidades cuentan. Ella estuvo tres años gestionando las filas y las listas de la discoteca Pacha Ibiza, donde gente de todo el mundo se colocaba en orden marcial para poder entrar. “Los ingleses son más educados que la mayoría, aunque también depende de su estado de embriaguez”, matiza. “Son, desde luego, más educados que los españoles, que en esto somos más de sangre caliente. Somos menos pacientes”.
En Pacha había dos filas, una para todo el mundo y otra para los VIP. Porque esperar también es una cuestión de clases. Cada vez más. Al subir en un avión, los pasajeros que han pagado un extra tienen sus propias filas y entran primero, a pesar de que el aparato es el mismo y no va a despegar antes. Los parques de atracciones también han sacado entradas VIP para ahorrar tiempo. Incluso algunos hoteles han lanzado una entrada especial, más cara, para acceder a su azotea sin hacer cola. La aplicación iQueue sirve para externalizar los efectos negativos de esperar en la fila pagando a alguien para que lo haga por ti. La gente se anuncia en esta plataforma señalando sus dotes de espera o su paciencia infinita, que puede ser tuya por unos pocos euros.
Son las 10.04 de la mañana y Juan, que ya tiene su bolsa regalo, pasea entre jerséis de cachemir (en oferta de apertura a 110 euros) y forros polares (30 euros más baratos para quienes hayan aguantado la cola). La espera ha merecido la pena. A la entrada de Uniqlo se ha disuelto la ordenada marabunta en menos de cinco minutos y la calle es un ir y venir de gente que corretea azarosa. En la callejuela donde hace unos minutos moría la cola hay una pareja de mediana edad. Se llaman Marisa y Dave, odian tener que esperar y les encanta la Navidad. Parecen dirigirse con prisa hacia algún lado, pero de repente se paran detrás de una señora. Es octubre. La fila para comprar lotería en Doña Manolita pega un pequeño estirón cada día, pero esta mañana aún es soportable. “No me gustan las colas, pero con esto hago una excepción”, explica ella con una sonrisa. “Además va rápido. Yo creo que en 40 minutos tendremos la suerte en el bolsillo”.