“Lo único que deseamos es salir de aquí. No nos pueden condenar por cuidar de la casa y de nuestros hijos en el Estado Islámico”, dicen Yolanda Martínez, Luna Fernández y Loubna Fares. Las dos primeras son ciudadanas españolas; la tercera, marroquí residente en España y madre de tres menores españoles y viuda de un yihadista iraní nacionalizado español. Las tres viajaron con sus esposos a Siria en 2014 y han sobrevivido al derrumbe del califato del Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés) en su último reducto de Baguz, oasis en la frontera oriental de Siria con Irak. Hablan en una caseta del campo sirio de Al Hol, en el que se hallan retenidas en condiciones peligrosas e insalubres junto a otras 73.000 personas, de las cuales un 92% son mujeres y menores. Las tres cuidan de 15 menores. El marido de una de ellas, también español, se halla preso en una cárcel kurda; los otros dos fallecieron. Se trata de 19 españoles que se sumaron o nacieron bajo el califato y han sobrevivido a su colapso.
Las madrileñas Yolanda Martínez (34 años) y Luna Fernández (30) tienen cuatro hijos cada una. Fernández se halla embarazada del quinto y cuida de otros cuatro niños que afirma son hijos de “una pareja de marroquíes residentes en España muertos en el infierno de Baguz”. Ambas manifiestan el deseo de volver a España. “Si España me puede sacar, yo quiero salir de aquí. ¡Pero no pueden separarme de mis hijos!”, exclama Fernández. Martínez comparte la inquietud. Loubna Fares (40), es marroquí, nacida en Casablanca, y ha llegado al campo con tres hijos, dos de ellos nacidos en Madrid. En las prisiones custodiadas por las milicias kurdas y fuerzas aliadas de la coalición internacional hay un preso español. Se trata de Omar el Harshi, de origen marroquí y marido de Martínez, quien asegura que éste se rindió un mes atrás. Sus hermanas de religión, como se refiere a las dos compañeras del campo, han quedado viudas de unos maridos yihadistas fallecidos durante el conflicto.
Aseguran que sus maridos las llevaron engañadas a Siria, que les prometieron bien un viaje de placer o una nueva vida en Turquía cinco años atrás, desde donde les hicieron cruzar de noche e ilegalmente a tierras sirias bajo el yugo del ISIS. Se trata de devotas musulmanas con 10 años de matrimonio a sus espaldas. Las dos madrileñas son conversas y cada viernes rezaban juntas en la mezquita de la M-30 de Madrid, a la que Loubna acudía también “de vez en cuando”. Ninguna ha cursado estudios superiores al bachiller.
Sostienen que sus maridos eran “meros empleados del Estado Islámico y nunca combatieron” y no asimilan "terrorismo a ISIS". Visten embarradas botas de montaña y polvorientos pantalones que asoman bajo las negras abayas con las que cubren sus cuerpos. “Esto nos lo pusimos porque quisimos”, espetan palpando su niqab, el velo integral que les cubre el rostro. Se plantearon abandonar el califato, pero les dijeron que lo harían sin sus hijos. Ninguna lo intentó.
Llevan poco más de un mes cautivas en este campo que se ha transformado en un minicalifato femenino donde, al igual que pasara en las filas de los muyahidines varones del ISIS, las yihadistas más radicales intentan hacerse con el control. Ellas residen en el último tramo del campamento. Entre decenas de miles de figuras negras tan solo se avista una colorida y sin niqab. “Ahora soy parte de los kufar [infieles] porque solo llevo el pañuelo”, solloza Geilan Su, originaria de las islas de Trinidad, al tiempo que muestra los moratones fruto de una paliza y castigo por parte de las yihadistas más recalcitrantes. Varias milicianas kurdas armadas ataviadas con coloridos pañuelos custodian a las yihadistas extranjeras que las increpan o apedrean desde el otro lado de la verja al grito de "askari" (militar, en árabe). "Cuando nuestras hermanas estuvieron al otro lado, en sus campos y cárceles, sus maridos las decapitaron y violaron. Ahora nos toca encima aguantarlas", farfulla una de las uniformadas. Son 17.000 las combatientes mujeres de las milicias aliadas que durante el último lustro han combatido al ISIS en el norte de Siria.
Ascienden a 10.000 las extranjeras recluidas con sus hijos en uno de los terrenos vallados (el 65% de los habitantes del campo son menores de edad). El resto son sirias e iraquíes. Al igual que hicieron sus maridos en el califato, se mueven en bandas agrupadas por nacionalidades, siendo las tunecinas las más violentas. “Si entra se arriesga a recibir una paliza o un navajazo”, advierte una de las guardas apostadas en la entrada. Las milicias kurdas han enviado nuevos refuerzos al campo para contener lo que se antoja una olla a presión a punto de estallar. "Han empezado a trasladar a las europeas a al Roj [uno de los tres campos de acogida menos congestionado] porque allí hay menos violencia y aquí las magrebíes y de Kazajistán no nos dejan tranquilas", susurra una mujer yihadista belga que prefiere mantener el anonimato.
“Los yihadistas se entregaron o murieron en Baguz, pero estas mujeres no se han rendido”, apunta uno de los uniformados con el rostro cubierto por un pasamontañas sin despegar el índice del gatillo de su fusil. “Solo abandonaron Baguz porque su emir [Abubaker Al Bagdadi] se lo pidió”, apostilla. Apenas 10 días atrás, las fuerzas de seguridad kurdas tuvieron que repeler con disparos un motín de las radicales, que se saldó con una yihadista muerta y ocho heridos. A la violencia se suman unas condiciones de insalubridad extremas, tal y como ha advertido Naciones Unidas.
Enfermos, heridos por las batallas o simplemente desnutridos por la falta de alimentos, 126 menores han muerto en los últimos tres meses. Más de la mitad de los 40.000 niños del campo han nacido, apátridas, durante el lustro en el que reinó el califato. Bandadas de niños de entre seis y 12 años se cuelan entre las verjas y quedan a cargo del contrabando de alimentos en los campos. Al menos 350 de ellos han llegado no acompañados, advierte Naciones Unidas. Arrastran carretillas hechas con pedazos de lonas de la ONU cargados de productos sacados de no se sabe dónde. En una carreta, uno de los milicianos descubre una cerveza sin alcohol que exhibe burlón ante el centenar de mujeres apiñadas tras la alambrada.
Las jóvenes españolas aseguran que no hay más nacionales en el campo y que no les ha contactado nadie del Gobierno español. La administración del campo de Al Hol ni siquiera tiene constancia de la existencia de las españolas, según asegura a EL PAÍS el responsable del campo. Las milicias kurdas aliadas de la coalición internacional han solicitado a los países de origen que se hagan cargo de sus nacionales. Un debate al que ahora se suma España, que valora la repatriación de sus ciudadanos.
De los estimados 1.200 mujeres y niños europeos, “tan solo Francia ha repatriado a cuatro menores”, asegura el encargado en Al Hol. Para encontrar a las dos españolas hay que adentrase en el último trecho del campo, donde se hallan las extranjeras y más radicalizadas que las sirias o iraquíes. Reciben a los visitantes a pedradas, insultos, y empujones. “No podemos con ellas, pero al fin y al cabo todas vinimos al Estado Islámico porque quisimos”, admite Rashida, francesa de 34 años que nos guía hasta las españolas.
1. La llegada al califato
“Jamás hubiera ido a Siria por mi propia voluntad”
“¿Para qué quiere a las españolas? ¿Nos vais a sacar?”, pregunta temerosa y en árabe una voz entre un mar de figuras negras. “Quiero salir de aquí”, repite con los ojos desorbitados y la respiración entrecortada Loubna Fares, marroquí de 40 años nacida en Bouznika (periferia norte de Casablanca) y madre de tres de los menores españoles cautivos en el campo. Visiblemente traumatizada tras sobrevivir a semanas de bombardeos y combates en Baguz, el último reducto del califato en el este de Siria, esta mujer se atraganta con las palabras al hablar y alterna entre pasado y presente. Afirma ser española y apellidarse Miludi, como la tercera yihadista española cautiva en el mismo recinto.
Fue la primera en quedarse viuda entre estas tres mujeres confinadas en el campo de acogida de Al Hol, al que han ido a parar las esposas e hijos de los yihadistas del Estado Islámico. Al igual que sus “hermanas de religión”, dice haber llegado a Siria engañada por su marido, el yihadista Navid Sanati, iraní nacionalizado español. “Hace dos años y medio me dijeron que mi marido era un mártir pero yo no he visto ni fotos ni su cuerpo”, prosigue nerviosa. En 2014 su esposo le ofreció hacer un viaje a Turquía. Una propuesta que recibió con mucha ilusión, porque le encanta ese país.
Una vez en Turquía, Fares repite el mismo relato de sus compañeras: que de golpe, sin previo aviso, su marido le dice que está en tierras del califato. “Jamás hubiera ido por mi propia voluntad porque yo ya sabía al ver la tele que allí había una guerra”. Vivió en Madrid y acudía “de vez en cuando” al rezo de los viernes en la mezquita de la M-30 y antes de casarse dice haber trabajado en una farmacia. A diferencia de sus compañeras de tienda en el campo, dice que aunque nació en una familia musulmana, nunca llevó el niqab hasta que aterrizó en el califato. En el campo de acogida, desprenderse de él puede costarle una paliza por parte de las más radicales. Muchas de las mujeres más radicales del campo formaron parte de las Jansa, unidad femenina de la policía de la moral del ISIS a cargo de patrullar las calles, reprender a las mujeres que no respeten los rigurosos códigos de vestimenta y torturar a quien los infringe.
Antes de proponerle el viaje a Turquía, su marido le comentó que quería trasladarse a Mauritania “para estudiar el Corán”, país golpeado por el terrorismo yihadista. “Mi familia y la policía en España se sorprendieron mucho de que mi marido se sumara al ISIS porque lo tenía todo: dinero, familia y trabajo. Era arquitecto”, relata alternando el castellano y árabe. Como el resto de mujeres yihadistas, defiende que su marido “no combatió”. “El que va a luchar desaparece dos semanas para ir a entrenar y luego ya no le ves más porque muere como mártir”. A ojos de Fares, su marido era un “simple funcionario” que ocupaba un “cargo administrativo” en el ISIS.
Su llegada al califato se produjo a través de Raqa, por donde filtraban a todas las familias extranjeras que acudieron a la llamada del autoproclamado califa, Abubaker el Bagdadi, para repoblar un territorio de 100.000 kilómetros cuadrados a caballo entre Siria e Irak. Nada más entrar en Siria, las mujeres y sus hijos eran separados de los yihadistas. “Llegamos y se llevaron a mi marido sin decirme nada y a mí y a mis hijos nos metieron en una madafa [casa de acogida para los familiares de los yihadistas del ISIS]”.
Siguiendo el procedimiento del califato, las mujeres permanecieron allí durante un mes mientras que ellos, en otros destinos, eran adoctrinados y esperaban un destino, un puesto y una casa en el califato. Asegura que no ha oído hablar ni visto nunca a las mujeres yazidíes secuestradas y esclavizadas por los yihadistas, de las que más de 3,000 siguen desaparecidas tras la derrota del califato. "Al mes sin saber nada de él, mi marido volvió y me dijo que nos íbamos a la periferia de Alepo [donde estaba activo el ISIS]".
El día que le informaron de la muerte de su marido, Fares asegura que contactó con su suegra para intentar salir de allí. “Le pedí que me mandara 20.000 dólares para que un traficante nos sacara, pero no lo hizo”. Durante los últimos años ha sido “la viuda de un mártir del ISIS” y ha seguido al remanente de población del califato hasta su último reducto de Baguz, en Siria. Ha vivido con el miedo de sufrir abusos por hombres, "sobre todo en Baguz", pero asevera que no la casaron con otro muyahidín como es costumbre con las viudas del ISIS.
“Es horrible todo, Siria y este campo… no es un lugar para niños”. Su única esperanza, dice, es que Alá le ilumine el camino para salir del campamento “tal y como lo hizo al sacarnos vivos de Baguz”. "Quiero volver", repite, sin por ello precisar si a España (donde habita la familia de su marido y donde mantenía su residencia) o a Marruecos. Confusa, hace un llamamiento a su suegra de nuevo para que le envíe dinero y así poder salir de Siria con un traficante de personas, sin percatarse tal vez de que el campo de Al Hol está custodiado por milicianos y milicianas kurdos armados. “Mi familia no sabía nada, lo juro por Dios. Ni siquiera sabe que mi marido ha muerto. ¡Necesito salir de aquí!”.
2. La vida diaria en el califato
“La justicia española no me puede mandar a prisión por cuidar de mi casa y mis hijos”
Crecer “como musulmana” y “cuidar de mi familia” fueron los cometidos de Yolanda Martínez, española conversa y ciudadana de facto del ISIS durante el último lustro. En una caseta del campo de acogida de Al Hol habilitada para esta entrevista, la joven, de 34 años, relata una apacible vida bajo el califato. “Cuando mi marido llegaba a casa, gracias a Dios, la mesa estaba puesta y los niños arreglados”, cuenta con una voz dulce y pausada. De la ranura de su niqab (velo integral) asoman unas gafas rectangulares que esconden unos ojos claros. De su abaya, unas pálidas manos con las que gesticula a cada respuesta. “Llegué sin saberlo. Pero estaba muy contenta porque mi marido me prometió un viaje a Turquía y nos compramos los billetes de ida y vuelta desde Marruecos”, apostilla. Sin embargo, su esposo, Omar el Harshi, español de origen marroquí, tenía otros planes para la familia. Al poco de llegar a Estambul les llevó a una ciudad al sur de Turquía fronteriza con Siria. Entrada la noche cruzaron en un coche a tierras del califato.
Nacida en el barrio de Salamanca de Madrid, Martínez completó el bachillerato de artes. Quería ser pintora como su madre. Encontró trabajo repartiendo publicidad primero y más tarde como dependienta en El Corte Inglés hasta casarse a los 22 años con quien se convertiría en el padre de sus cuatro hijos, de edades comprendidas entre los cuatro meses y los 10 años. “Yo siempre había sido el patito feo de mi familia y cuando mi marido me descubrió el islam me di cuenta de que llevaba la religión dentro”. Entonces optó, por sí misma, reitera, por ponerse un niqab. En España atraía las miradas por la calle así que se sintió “feliz” cuando se mudaron a Marruecos, “un país musulmán donde pasaba más desapercibida con el niqab”.
El Harshi trabajó como escayolista, pero con la crisis se mudaron por largas temporadas a casa de los padres de ella. “Mi padre es muy machista y no aprueba mi conversión ni nada, así que era todo muy tenso”. Tras una estancia en Marruecos, desde donde hicieron numerosas idas y venidas a Ceuta, de donde es oriundo El Harshi, viajaron a Turquía en mayo de 2014. Ya en Siria, la familia se desplazó a Shadadi, localidad ribereña del Éufrates y conocido núcleo conservador del noreste sirio. “Nos dieron una casa y a mi marido un trabajo en el juzgado del ISIS, haciendo recados. Por fin tuvimos una situación estable económica”, recuerda.
En casi cinco años de vida en el califato asegura que nunca vio una decapitación o ejecución pública. “Yo solo cuidaba de mi casa y de mis hijos, nunca salía y además no hablo árabe, pero podía vivir acorde con los preceptos del islam”. Tampoco tenía televisión, porque están prohibidas en tierras yihadistas. Defiende que su marido nunca luchó. “¿Cómo iba a luchar si cada día salía temprano al trabajo y volvía por la tarde a casa?”. Sin embargo, según un auto del juzgado 5 de la Audiencia Nacional de 2014, su esposo es considerado “líder operativo” de una red reclutadora de yihadistas desde la mezquita de la M-30 de Madrid que “desempeñaría un rol ejecutivo en la organización, siendo la persona encargada de decidir cómo y cuándo viajaban los miembros del grupo”. Cada viernes, Martínez acudía al rezo del mediodía en esa mezquita junto a otras conversas españolas.
En los últimos combates entre milicias kurdo-árabes aliadas de la coalición internacional y el remanente de los muyahidines del ISIS en la localidad siria de Baguz, El Harshi se entregó el pasado 1 de marzo junto con su familia. Según su esposa, estaba desengañado por aquellos del ISIS que traicionaron “con sus pecados y malos comportamientos” al califato y a los buenos creyentes como ellos. El Harshi fue encarcelado y ella trasladada al campo de acogida junto a sus hijos. “No he hecho nada. Si realmente en España la ley juzga con claridad, ¿por qué van a mandar a prisión a una mujer que ha sufrido tanto y ha estado en casa con sus hijos?”.
3. El colapso
“Baguz fue un infierno”
El camino que ha recorrido Luna Fernández hasta llegar al califato es uno plagado de golpes, según relatan desde la ranura de su niqab (velo integral) unos ojos que a los 32 años que dice tener aparentan 50. Caminando en el último tramo del campo de acogida de Al Hol en el que se encuentra recluida, a cada zancada la abaya de la joven marca una prominente barriga. “Estoy embarazaba de cinco meses…bueno creo que son cinco o seis, aún no he visto a un médico”, susurra. Llegó al califato de la mano de su marido y con dos pequeños para abandonar Baguz viuda, con ocho menores a su cargo -cuatro propios- y a la espera de su quinto hijo.
A los 16 años conoció a su marido, Mohamed el Amin, marroquí residente en España. “Él me enseñó que el islam es la verdad, y me convertí”. Al cumplir la mayoría de edad se casaron y tras 14 años de matrimonio quedó viuda hace tres meses en Baguz. “Se fue junto con otros hombres a una casa y allí les alcanzó un bombardeo”. Dos semanas más tarde, un matrimonio marroquí residente en España, que identifica como Hana y Mohamed Selman, también murieron en los combates dejando cuatro menores huérfanos. Fernández se ha hecho cargo de ellos para “llevarlos con su abuela que vive en España”. Ante el avance de las milicias kurdo-árabes y aliadas de la coalición, la joven y su prole continuaron camino ayudados por otra española conversa, Yolanda Martínez, y su marido. Según Naciones Unidas, a Al Hol han llegado 350 menores no acompañados.
“Baguz fue un infierno. He pasado mucho miedo”, cuenta pellizcándose nerviosa la piel de las manos. Protegidos por zanjas que cavaron los yihadistas y cubrieron con mantas, Fernández y los ocho pequeños sobrevivieron a los bombardeos y al silbido de las balas. Apenas disponían de una lata de sardinas por familia para tres días. Arremete contra los cazas de la coalición: “Esto es una guerra de hombre a hombre, los niños y las mujeres no tenemos nada que ver”. Pero calla cuando se le cuestiona sobre las leyes del califato. “Yo soy musulmana y no voy a renegar de mi religión y como muchos países hacen sus leyes, Alá ha hecho una ley y él sabe, nosotros no sabemos”. Defiende que su marido nunca combatió con el ISIS, “solo era un tesorero en Beit el Mal” (casa del dinero, en árabe; organismos encargado de las finanzas del ISIS). “Mi marido era un buen hombre y de confianza, por eso le dieron ese puesto”, remacha.
Admite que en el califato también se han hechos “cosas malas” como aquellos combatientes que “dicen ser musulmanes y se dedican a robar o castigar inocentes”. O aquellas mujeres procedentes de Kazajistán y “todos los países del tan”, que fueron muy agresivas con ella durante los tiempos del califato y lo siguen siendo hoy en el campo donde están recluidas. “Yo misma vi cómo una mujer le pegó un puñetazo a otra en la nariz el otro día, cuando hacíamos la cola para ir al mercado”. Fernández nunca ha trabajado y, al casarse joven, no pasó “de la ESO [Educación Secundaria Obligatoria]”, dice.
Asegura que no le queda más familia en España que la de su marido. “Mi padre es marroquí, pero me abandonó a los cuatro años y crecí en un centro de acogida de la comunidad de Madrid”. De su madre, madrileña, dice que no la ha vuelto a ver desde 2013 cuando junto con su marido y dos hijos se mudaron a Egipto durante un año. Allí dio a luz a una tercera niña, Meriam, que murió al poco tiempo porque no pudieron “pagar la operación de corazón”.
En 2014, su marido le propuso mudarse a “una ciudad del sur de Turquía donde los musulmanes podían vivir bien y además barato”. De allí, la joven relata cómo se vio corriendo entre árboles hasta que de golpe pararon y pudo recuperar el aliento. “Estás en Siria, me dijo mi marido”. Por aquel entonces Abubaker el Bagdadi aún no había proclamado el califato, pero cuando lo hizo Fernández y su familia se mudaron a un poblado contiguo a los yacimientos petroleros de Al Omar, en la ribera oriental del sur del Éufrates, y los más importantes de Siria.
"Ya solo quiero salir de aquí con mis hijos en paz y como buena musulmana”. Aún en visible estado de shock, la joven mira extrañada al oír “grupo terrorista” o “juicios”. “Yo no vine voluntariamente, me trajeron”. Asegura que su marido la llevó con buena intención, pero que una vez dentro, salirse del califato entrañaba dejar a sus hijos. Fue la primera española que consiguió traspasar el último retén yihadista al control de las milicias kurdas. Lo hizo cinco semanas atrás en Baguz, como “viuda de un mártir y con los huérfanos de otro”. Dejó el último campo de resistencia yihadista para pasar a malvivir en otra tienda en otro campo, esta vez de reclusión, junto con los últimos supervivientes del pueblo del califato.
Fe de errores
En una versión anterior, esta información identificó equivocadamente a la ciudadana marroquí Loubna Fares como la española Lubna Mohamed Miludi. Ambas mujeres siguen cautivas en el campo de Al Hol desde su salida de Baguz el pasado mes de marzo. El error ha sido rectificado el día 5 de septiembre de 2019.