Me estoy quitando: la difícil desintoxicación del ‘smartphone’
Estamos intentando dejar el móvil en casa: a veces da ansiedad, pero otras veces paz. Dentro de unas décadas no quedará nadie que recuerde que se puede vivir sin el dichoso artefacto colonizando el cerebro
Algunos domingos Liliana y yo salimos sin el móvil, porque nos vendieron el móvil como la libertad pero en realidad es una cadena más larga. Ojo: en nombre de la libertad se cercena muchas veces la propia libertad, como sabemos muy bien los habitantes de Madrid, víctimas voluntarias y frecuentes de este engaño.
Entonces Liliana y yo, tratando de librarnos de la red mundial, al menos por un rato, tenemos que romper la inercia de la dependencia, salir de la lógica perversa del scroll infinito y afrontar la infinidad de la vida, unas horas de desconexión con lo que pasa muy lejos y de conexión con el aquí y ahora de la ciudad. Todo lo que sucede, sucede ahora a solo unos metros: el paso de cebra, el perrito simpático, la señora sin hogar, la nueva bakery clónica (está de moda merendar), el aroma fugaz que nos trae recuerdos de hace 15 años. A veces la desconexión genera un fondo de ansiedad, otras veces una profunda sensación de paz.
Somos adictos al smartphone y tratamos de ocultárselo a nuestra hija: queremos que nos vea más tiempo leyendo a Michel de Montaigne (el inventor del sentido común moderno, que tanta falta hace) que mirando Instagram, para que ella haga lo mismo, como mostraba aquella viñeta genial de Flavita Banana. Pero ese empeño hace más evidente nuestra adicción, cuando sentimos nervios por no poder mirar el puto móvil o cuando nos descubrimos chequeando la pantalla en el baño o tras la puerta, ocultos en la penumbra, como toxicómanos furtivos.
A nosotros la Revolución Tecnológica en curso nos cogió en buen momento, la adolescencia, de modo que recordamos cómo era el mundo sin smartphones y nos damos cuenta del delirio contemporáneo. Aún recuerdo con asombro la primera vez que me comuniqué en tiempo real con mi amigo Álvaro mediante el Yahoo! Messenger, después de tomar unas cañas: parecía un milagro.
Vinieron poco a poco otros milagros: los blogs, las redes, YouTube, Spotify, estos teléfonos (¿por qué los seguimos llamando teléfonos?) que son más inteligentes que nosotros. Pero los que nacen ahora, como nuestra hija, no tienen con qué comparar, y dentro de unas décadas no quedará nadie que recuerde que se puede vivir sin el cerebro colonizado por el dichoso artefacto.
Por eso a la pequeña Candela tratamos de mostrarle que móviles hay, pero no tanto.
La primera experiencia de desintoxicación digital que intentamos fue un viaje a Ávila, en 2019 (escribí una crónica). La elección del destino era impecable porque la Ávila hermosamente amurallada es la ciudad de la mística, donde vivieron Teresa de Jesús, Juan de la Cruz o Moisés de León, eminencia de la Cábala, y dejar el móvil en casa tenía que ayudar necesariamente a conectar con la divinidad: nadie habla con Dios por WhatsApp (sea Dios lo que sea).
Fue curioso comprobar cómo nos echábamos la mano al bolsillo sistemáticamente en busca del aparato ausente o sentir vibraciones imaginarias como si nos estuvieran telefoneando desde otra dimensión (¿Sería esa la llamada de la divinidad?) Nos vimos obligados a preguntar las direcciones a los transeúntes y a mirar la hora en los campanarios. Nos concentramos como nunca en la ingesta de patatas revolconas con torreznos.
Toda la información del mundo no estaba a golpe de clic: qué alivio.
En vez de peli de Netflix, consultábamos la prensa en papel cada mañana en el lobby del hotel y a las 22 horas en punto estábamos frente a la tele para ver una película en un canal lineal, aprovechando las pausas publicitarias para ir al baño como en los good old times. Lo cierto es que la cosa tenía su gracia. Nos dijimos de repetir aquella experiencia en otros viajes, pero nunca lo hicimos. “¿Y si pasa algo?”, nos fuimos convenciendo, como si antes del smartphone nunca hubiera pasado nada.
Hubo un momento en que la vida era esto (el aquí y ahora, etcétera) e internet estaba presa en los ordenadores, una red domesticada: uno tenía que acudir a un terminal para conectarse y navegar un rato y después de ese rato la vida real seguía su curso. Ahora es más real la vida que sucede entre pantallas, vivimos en internet e internet nos atraviesa y descuartiza: mi capacidad de atención ha disminuido tanto que, cuando intento leer (y mi trabajo consiste en gran parte en leer), cada tres frases mi cerebro exige con desesperación un estímulo nuevo, como los que dan las redes a cada instante. La pequeña inyección de dopamina: un like, un reel cachondo, una irresistible receta de smash burger, Amadeo Lladós haciendo burpees.
Pero venceremos.