Sobre claudias, ‘limonás’ y otros sabores del verano

Hay sabores que solo se entienden en un contexto concreto, como el de la bebida oficiosa de las verbenas de Madrid

Fiestas de San Cayetano, en la calle del Oso, en MadridSamuel Sanchez

Hay sabores asociados a ciertas coordenadas sentimentales. A mí me sucede con las claudias, unas ciruelas que me llevan inmediatamente a las sobremesas estivales en Jávea, cuando hacer la digestión lejos del mar era un tema de vida o muerte (hay modas hasta en cuestiones de supervivencia) y ...

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Hay sabores asociados a ciertas coordenadas sentimentales. A mí me sucede con las claudias, unas ciruelas que me llevan inmediatamente a las sobremesas estivales en Jávea, cuando hacer la digestión lejos del mar era un tema de vida o muerte (hay modas hasta en cuestiones de supervivencia) y La Vuelta a España era de visionado obligatorio. Pienso en piñas o en papayas, frutas de un exotismo impostado que se pueden encontrar en diciembre en cualquier supermercado, peladas, cortadas y en bandejas de plástico, listas para llevar a la oficina… Y no me evocan nada. Han perdido su connotación tropical y festiva, se ha diluido no solo su sabor sino su contexto. Y con la comida, ya lo adivinó Proust, el contexto es lo más importante.

Las claudias solo se dan unas pocas semanas al año. En un mundo lleno de colorantes y conservantes, donde las temporadas se difuminan para adaptarse a la demanda, estas pequeñas ciruelas verdes son la resistencia. Son ricas y escasas, los dos ingredientes básicos en la receta del lujo, pero las claudias, muy del pueblo ellas, se mantienen a un precio razonable. Yo es acercarse julio y empiezo a preguntar a los fruteros del barrio cuándo llegan con la insistencia del adicto, como si en lugar de una fruta estuviera esperando el lanzamiento del nuevo iPhone.

Cuando por fin las encuentro y las meto en la nevera, las claudias tienen una vida corta y un consumo más bien triste: escojo para comer no la pieza más apetecible, sino aquella más blandurria, la que está a punto de estropearse. Como si la vida fuera un poco eso, una cuenta atrás hacia el desastre, un constante echarse a perder. Pero hay algo de poético en lo perecedero. Las estrellas que buscamos al echar la vista al cielo en San Lorenzo son las fugaces y hay amores de verano que se recuerdan toda la vida.

En los últimos años, he añadido a mi paladar sentimental un nuevo sabor. La limoná es una bebida muy especial, pues solo se vende un par de semanas al año en un puñado de calles de Madrid. Es una especie de sangría cítrica, hecha con zumo de limón, vino, azúcar y frutas. Son ingredientes muy sencillos y se pueden conseguir durante todo el año, pero los bares madrileños solo venden limoná durante las verbenas. Esto hace que una bebida corriente se convierta en una muy especial. Exclusiva. Solo aquellos que nos quedamos en Madrid en agosto hemos probado la auténtica bebida verbenera. No solo porque en septiembre sea imposible encontrarla, sino porque, después de las fiestas, ya no sabe igual. La limoná tiene un retrogusto a fiesta callejera, a abanico contra el pecho, a barrio y farolillos. Solo se toma durante estos días, cuando la ciudad se viste de pueblo y engalana sus calles.

A mediodía el sol cae a plomo sobre el asfalto y genera cierta modorra desértica, imprime un ritmo narcotizado a la ciudad. Es como si toda Madrid estuviera durmiendo la siesta. El ruido de los coches y la muchedumbre se apaga y da paso al estridular de las chicharras y el zumbar sordo de los aires acondicionados. Al morir la tarde, las primeras vecinas salen a tomar la fresca, o la calor que expulsa el asfalto. Los barrios del centro empiezan a llenarse de gente paseando para ver las plazas engalanadas, las calles cubiertas de banderolas y mantones. A las siete, los bares sacan las barras a la calle y arranca la música. Los vecinos se toman unos minis, unas cañas o unas limonás y se echan unos bailes, que se pueden alargar hasta bien entrada la madrugada. La limoná solo se entiende en este contexto. Es como la parpusa o el mantón que, durante unos días al año, dejan de ser disfraz para convertirse en uniforme, en festivo fondo de armario.

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Decía Carlangas, autor de la canción Verbena, que la idem es más que una fiesta. “Es uno de esos sitios en los que se junta gente de todas las edades y de todas las clases sociales para divertirse y tomar un Larios con cola [o una limoná, añadiría yo]” explicó hace un par de años en este periódico. “La verbena es algo muy sencillo y a la vez muy político”, contaba. Y me parece que no hay mejor definición de lo que sucede estos días en la ciudad, cuando los pocos madrileños que quedamos nos juntamos para tomar algo y reconquistamos las calles del centro, vacías de coches y de turistas.

Cuando se improvisan en las plazas bingos travestis, karaokes colectivos (¿qué ha pasado este verano, que la gente se ha vuelto loca con La Oreja de Van Gogh?) o mariachis cantando a la Virgen de la Paloma. Cuando se mezclan grupos de amigos y conocidos que se han quedado solos en la ciudad. La verbena es política, a pesar de estar alejada de las instituciones. No es aquello que monta el Ayuntamiento, que parece más interesado últimamente en emular Fallas, San Patricios o cualquier otra fiesta ajena a la ciudad, que en preservar las propias. Es lo que construyen las asociaciones, los vecinos y los bares. La verbena es la calle, y sabe a limoná. La verbena, como las claudias, es la resistencia.

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