Esnifar pegamento

La ciudad a dos ritmos. Por un lado, el lujo y la especulación, por otro, la desesperación en las calles

Un persona sin hogar junto a las terrazas de la plaza de Santa Ana, en Madrid.Samuel Sánchez

Cuando bajé a comprar apio y tomates, ya anocheciendo, vi a un tipo tirado en la penumbra amarilla, entre los contenedores de reciclaje, donde siempre se acumula demasiada basura. Iba con el chándal azul y la gorra roja; flaco y agazapado se colocaba en la cara una bolsa de plástico blanco que se hinchaba y deshinchaba muy lentamente. Esa candencia resultaba hipnótica, extrañamente relajante, muy llamativa, como una estrella variable de las Cefeidas entre los desechos. Alrededor, la ciudadanía, a pesar del frío invernal, se entretenía ...

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Cuando bajé a comprar apio y tomates, ya anocheciendo, vi a un tipo tirado en la penumbra amarilla, entre los contenedores de reciclaje, donde siempre se acumula demasiada basura. Iba con el chándal azul y la gorra roja; flaco y agazapado se colocaba en la cara una bolsa de plástico blanco que se hinchaba y deshinchaba muy lentamente. Esa candencia resultaba hipnótica, extrañamente relajante, muy llamativa, como una estrella variable de las Cefeidas entre los desechos. Alrededor, la ciudadanía, a pesar del frío invernal, se entretenía en las terrazas de la calle más populosa de Lavapiés, como si nada.

Al pasar cerca del tipo me invadió el fuerte olor a pegamento que también invadía todo ese fragmento de calle. Las trabajadoras de la limpieza miraban con desaprobación. Una vecina airada pasó diciendo qué asco. Un grupo de chavales se detuvo a mirar. En mitad de la calle cotidiana, como un rinoceronte, el hombre aquel esnifaba pegamento, entre los contenedores, entre las terrazas, sin importarle demasiado lo que hubiera alrededor, con su ligero bamboleo místico.

Hacía tiempo que no veía esnifar pegamento, y nunca lo había visto con tanta fruición (el tipo, insaciable, mantenía muchos minutos la nariz en la bolsa), ni con tanto descaro, allí, en mitad de una calle principal. Olía tan fuerte a química que hasta a mí me dolía el córtex frontal. Daban ganas de decirle oye, de verdad, no hagas eso, que es malísimo. No estábamos en la favela de São Paulo ni en los suburbios de Medellín, sino en pleno distrito centro de la flamante y ambiciosa ciudad de Madrid. “Este será el año de la generación de una marca global”, ha dicho el alcalde Almeida.

El presidente Pedro Sánchez señaló el otro día algo evidente al paseante: que en las calles de Madrid cada vez se nota más la desesperación. Por lo general, la pobreza tiende a ocultarse, la gente prefiriere no verla, pero cuando sobrepasa ciertos límites acaba por aflorar. El último informe de Cáritas señala ese aumento dramático de la pobreza tras la pandemia. La presidenta Isabel Díaz-Ayuso, presa de sus sueños lisérgicos de grandeza madrileña, respondió: “Él no sale a la calle y la izquierda se empeña en creer que Madrid es Cuba”.

Uno no esnifa pegamento de la misma forma que esnifa cocaína en los baños de una discoteca de moda o en una feria artística. Uno esnifa pegamento tirado en la calle por pura desesperación, por la ausencia de futuro, por la pobreza rampante. En Lavapiés, en Madrid, parece darse eso que dicen que provoca el dogma económico: una ciudad a dos ritmos. Por un lado, los pisos de lujo, los bares de moda, los especuladores; por otro, los pobres, tirados en la calle, envenenándose. Cuando regresé con los tomates y el apio, el esnifador callejero, con sus neuronas pegadas, ya no estaba allí, quién sabe dónde.

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