Héroes del día a día
De todos los héroes que existen estos son los que prefiero: los buenos profesores de literatura o matemáticas, los directores de instituto como el de las Musas
Leí con muchísimo interés –y un pellizco de nostalgia- el fenomenal reportaje de Berta Ferrero sobre el instituto público de las Musas, en San Blas, en el que los alumnos, además de aprobar todos selectividad, investigan cosas como la búsqueda de la materia oscura con detectores de argón o construyen un nanosatélite con conceptos fisicocuánticos. Lo de la búsqueda de la materia oscura con detectores de ar...
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Leí con muchísimo interés –y un pellizco de nostalgia- el fenomenal reportaje de Berta Ferrero sobre el instituto público de las Musas, en San Blas, en el que los alumnos, además de aprobar todos selectividad, investigan cosas como la búsqueda de la materia oscura con detectores de argón o construyen un nanosatélite con conceptos fisicocuánticos. Lo de la búsqueda de la materia oscura con detectores de argón me suena a capítulo central de El Señor de los Anillos. Pero no nos desviemos: yo estudié, en los años ochenta, en un instituto de barrio que estaba muy cerca de ese. Al de Las Musas, además, iban muchos amigos míos. No había, ni en uno ni en otro, ni mucho presupuesto ni mucho material ni mucho nada excepto la entrega completa de un pelotón de benditos profesores de enseñanza pública decididos a ejercer de maestros. Entonces era tan difícil guiar a un adolescente de San Blas hacia la Universidad Autónoma como conducir un nanosatélite por el espacio exterior.
En el reportaje sale el director del instituto, José Antonio Expósito. Miro su foto y veo a Raúl, mi profesor de entonces de Matemáticas (“Pensad, no divaguéis”), a Victoria, la de Literatura (“Si queréis os presto Rayuela: os gustará”) o Félix, al de Historia (“Hoy estudiaremos el feudalismo. Cerrad los libros y pensad en el propietario del agua”). Espero que sigan vivos. Si es así, habrán leído el reportaje con un orgullo fácil de imaginar.
Hay una escena de la novela La Guerra del Fin del Mundo, de Mario Vargas Llosa en el que un personaje, Antonio Villanova, hasta entonces intendente máximo de la ciudad de Canudos, debe ayudar con un fusil a repeler el ataque del Ejército brasileño, decidido tomar la localidad. Villanova lo hace. Dispara junto a sus vecinos en una trinchera al ver llegar los soldados. Lo hace con determinación, pero sin efectividad, sin puntería. En un momento de la lucha, uno de sus capitanes le ordena que deje eso y levante una nueva barricada en un sector que está a punto de caer. Y Villanova, contento, feliz, obedece, y acarreando materiales de acá y de allá, lo hace rápido y bien, mucho más rápido y mucho mejor que el hecho de disparar. Porque, piensa, él nació para eso: para construir y para organizar, para levantar cosas, para que estas funcionen, para hacer que las ciudades avancen, para que la gente viva mejor.
Existen muchos tipos de héroes. Pero de todos, yo prefiero a los héroes del día a día. A los Villanova, a los buenos profesores de matemáticas y de literatura, a los directores de instituto que transforman su buen centro público de barrio en un lugar puntero donde se estudian cosas que podrían salir en El Señor de los Anillos pero que en realidad van a servir para que sus alumnos lleguen a la luna.
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