14 de abril de 1931: caos y alegría en el Madrid republicano
Historiadores y escritores coinciden al insistir en el carácter pacifista del cambio de régimen gracias, en parte, a la voluntaria renuncia del rey Alfonso XIII
Madrid, Puerta del Sol. Varios hombres encaramados en automóviles o en farolas enarbolan banderas tricolores. No se aprecia el suelo, porque la multitud lo invade todo. El blanco y negro no impide percibir el júbilo popular que, como la pólvora, explotó aquel 14 de abril de 1931; incluso nos parece escuchar los vítores y el Himno de Riego, ese himno que para la escritora María Teresa León “sonaba como un juego de muchachos alegres, servía para andar más rápidamente sobre la Historia”.
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Madrid, Puerta del Sol. Varios hombres encaramados en automóviles o en farolas enarbolan banderas tricolores. No se aprecia el suelo, porque la multitud lo invade todo. El blanco y negro no impide percibir el júbilo popular que, como la pólvora, explotó aquel 14 de abril de 1931; incluso nos parece escuchar los vítores y el Himno de Riego, ese himno que para la escritora María Teresa León “sonaba como un juego de muchachos alegres, servía para andar más rápidamente sobre la Historia”.
Han pasado 90 años desde que se tomaron esas fotografías, desde el día en el que los madrileños se echaron a la calle para celebrar que en España se proclamaba la Segunda República de forma pacífica, tras unas elecciones municipales que constituyeron en la práctica un plebiscito entre monarquía y república. Historiadores y escritores coinciden al insistir en el carácter pacifista del cambio de régimen gracias, en parte, a la voluntaria renuncia del rey Alfonso XIII, cuando este constató que lo tenía todo perdido. Y es que el 14 de abril no fue más que el culmen de un sentir popular –y una elaborada estrategia política– que se venía fraguando desde mucho antes.
Escribió Rafael Alberti en sus memorias que “en los primeros meses del año 31, aún resonaban en los oídos de España las descargas del fusilamiento de los capitanes Galán y García Hernández”. Los jóvenes Fermín Galán y Ángel García Hernández, elevados a mártires republicanos, habían sido fusilados en diciembre de 1930 por protagonizar la Sublevación de Jaca: un intento de pronunciamiento militar contra la monarquía española y la dictadura de Berenguer que no triunfó debido, entre otras razones, a que se adelantaron unos días a lo acordado por el Comité Revolucionario, futuro Gobierno provisional republicano, algunos de cuyos miembros –entre ellos, Azaña y Alcalá-Zamora– fueron detenidos y enviados a la Modelo. También se había sofocado un conato de levantamiento –liderado por Ramón Franco– en Cuatro Vientos. En marzo de 1931 obtendrían la libertad condicional.
A pesar de los esfuerzos de Alfonso XIII por mantener la monarquía, la mayor parte de los españoles en aquel momento querían una república: quedó demostrado en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, cuando triunfaron las candidaturas republicano-socialistas. Cuenta en sus diarios Carlos Morla Lynch, diplomático chileno y ferviente admirador de la cultura española, que aquel domingo se encontró con su amigo Federico García Lorca en la Puerta del Sol y se sentaron a tomar un café mientras eran testigos del creciente fervor republicano: taxis con proclamas y multitudes que aplaudían antes de ser disueltas por varios agentes. Ese mismo día, Lorca se reunió con el escritor Rafael Martínez Nadal en la terraza de La Granja del Henar, célebre café situado en el número 40 de la calle Alcalá que fue sede de importantes tertulias literarias. Desde allí vieron bajar una manifestación republicana en dirección a Cibeles y decidieron unirse, aunque tuvieron que huir en desbandada cuando una veintena de guardias civiles cargó contra los manifestantes. Aquel era el ambiente en Madrid los días previos al 14, y la tensión iría aumentando a medida que se fueran filtrando los resultados de las elecciones y, sobre todo, desde que se conoció la renuncia voluntaria del Rey el 13 de abril.
El 14, Niceto Alcalá-Zamora, miembro del Comité Revolucionario, exigió la salida de Alfonso XIII antes de que se pusiera el sol. Los miembros del Comité Revolucionario que no estaban escondidos o exiliados se habían reunido en la residencia de otro de sus integrantes, Miguel Maura, en la calle Príncipe de Vergara. Allí recibieron la visita del general Sanjurjo, director de la Guardia Civil, que llamó “ministro” a Maura. Fue la señal que necesitaban para reunir al resto de miembros escondidos y formar un gobierno provisional republicano presidido por Alcalá-Zamora.
Las estatuas monárquicas fueron arrasadas aquel día: entre otras, la de Isabel II, junto al Teatro Real, y la de Felipe III, en la Plaza Mayor.
Mientras tanto, en la calle los acontecimientos se precipitaban. A las tres de la tarde se izó la bandera tricolor en el Palacio de Comunicaciones: la red de telégrafos ya estaba en manos de los republicanos. En su autobiografía Delirio y destino, María Zambrano describe cómo a las seis y media un hombre salió al balcón del Ministerio de la Gobernación –situado en el Palacio de Correos, en la Puerta del Sol– enarbolando la bandera republicana. La gente llegaba en oleadas desde las calles Mayor y Arenal; entre la multitud, iban también los poetas Vicente Aleixandre y Luis Cernuda. Describe el primero el entusiasmo del segundo durante aquellas horas –”Luis Cernuda y yo […] bajábamos casi a oleadas […], hacia la desembocadura”–, un entusiasmo que años más tarde sería negado por Cernuda, poco amigo de las multitudes.
El escritor Agustín de Foxá ofrece en su obra Madrid, de Corte a checa una visión muy distinta de aquel día: “La multitud invadía Madrid. Era una masa gris, sucia, gesticulante […]. Olían las calles a sudor, a vino; polvo y gritos”. Carlos Morla Lynch, por su parte, empatiza con la familia real –la reina Victoria Eugenia y sus hijos–, que permanecieron en el Palacio de Oriente unas horas después de que Alfonso XIII se marchara rumbo a Cartagena, y describe su salida en carruajes atravesando ”esas calles irreconocibles en que cantan y bailan rondas en torno a estatuas destrozadas que yacen por el suelo”. Se refiere a las estatuas monárquicas que fueron arrasadas aquel día: entre otras, la de Isabel II, junto al Teatro Real, y la de Felipe III, en la Plaza Mayor. Se produjeron algunos destrozos, aunque Alberti solo recuerde la pedrada que recibió el cristal del coche del poeta Pedro Salinas. Sin embargo, como también reconoce Morla Lynch, los republicanos protegieron el Palacio de Oriente para que nadie atentara contra la seguridad de la familia real. No hubo víctimas.
Más allá de ideologías, lo cierto es que pocas veces ha visto Madrid tal conjunción de multitudes. De aquella gente apenas queda nadie que pueda recordarlo. Tenemos las fotografías, las memorias de los escritores y una nostalgia fantasmagórica que se va perdiendo en el lienzo azul del tiempo ido.