San Isidro fantasma

En la tradicional peregrinación desde el centro hasta Carabanchel no hay aires de fiesta, más bien esa extraña quietud que nos acompaña en el domingo eterno de la desescalada

Una chulapa se hace un selfi ante la ermita del Santo, este viernes, bajo las restricciones de seguridad.Chema Moya (EFE)
Madrid -

Si este fuera un año normal, ahora sería San Isidro. Bueno, es, de hecho, San Isidro, patrón de Madrid, lo dice el santoral, pero no hay fiesta que lo celebre: el virus nos la ha aguado. Hago la tradicional peregrinación que hacen desde tiempos inmemoriales los romeros y las romeras, desde el centro hasta Carabanchel, en pos de la ...

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Si este fuera un año normal, ahora sería San Isidro. Bueno, es, de hecho, San Isidro, patrón de Madrid, lo dice el santoral, pero no hay fiesta que lo celebre: el virus nos la ha aguado. Hago la tradicional peregrinación que hacen desde tiempos inmemoriales los romeros y las romeras, desde el centro hasta Carabanchel, en pos de la romería. Pero no hay aires de fiesta, más bien esa extraña quietud que nos acompaña en el domingo eterno de la desescalada.

El viaje, de buena mañana, transcurre con la mar en calma y la mascarilla puesta. En las entradas a la pradera se apostan los policías municipales con sus coches cruzados, como en los días de verbena, solo que dentro no ocurre nada, solo festejan los fantasmas. La junta municipal de Carabanchel ha organizado una programación festiva… pero por YouTube. A la derecha, las vistas a la ciudad y al único flanco que queda en pie del Vicente Calderón, como una peineta que peina el limpísimo cielo pandémico. Las excavadoras siguen trabajando en la demolición, como animales metálicos que hayan venido a la ciudad durante el parón humano. Esta demolición es una metáfora.

En la pradera no están los enloquecedores aromas de las gallinejas y los entresijos, ni el remolino lento del chotis, ni las atracciones de feria, ni los globos metálicos de Bob Esponja y la Patrulla Canina, ni siquiera otros seres fantásticos como nuestros políticos municipales, disfrazados de chulapos y chulapas, dispuestos, en esta fecha tan entrañable, a dar un mensaje simpático (aunque con puntilla) a la prensa congregada.

Eso sí, hay bastantes ciudadanos dándole al paseo y al ejercicio. Uno visita esta verbena fantasma con la melancolía literaria con la que uno visita los sitios en los que ha transcurrido el amor. Los juegos infantiles están precintados con cinta policial, otra metáfora. Alrededor de la ermita de San Isidro se congregan algunos compañeros de la televisión, haciendo gala de esa prosodia que hace extraordinario lo ordinario, y también algunos vecinos que se han vestido de gala, más o menos.

Carlos Isidro Muñoz de la Espada, artista y escritor, 35 años, viene de Puerta del Ángel a celebrar su santo. Su atuendo combina tradición y modernidad: chaleco, gorra, abanico amarillo y floripondio, pedazo de rizo en la frente, pero luego pantalones de pitillo y botines. Su mascarilla es color granate y de ella cuelga una borla. En los últimos años la modernidad madrileña ha ido abrazando la fiesta, que ha ido perdiendo esa injusta pátina de ranciedad que se atribuye a las manifestaciones populares y folclóricas. “Otros años vengo a bailar jotas y seguiriyas, pero más tarde. Hoy vengo a la hora que nos dejan, y en otro plan”, explica Carlos Isidro. Son las nueve la mañana.

A mediodía, en la ermita, se celebrará la misa. Este año la medalla de oro de San Isidro se da a los madrileños por su comportamiento ejemplar en esta difícil coyuntura. Con la de madrileños que somos, tocamos a poca medalla, yo venderé mi porción de oro en la calle Montera, que vienen vacas flacas. Dice la leyenda que San Isidro fue un jornalero al servicio de la poderosa familia Vargas, en el Madrid del siglo XII, tiempos de la Reconquista. Este señor solía llegar tarde al trabajo porque dedicaba mucho tiempo a rezar (entonces no había redes sociales con las que perder el tiempo) y, para cumplir con la labor, ponía milagrosamente a los bueyes a arar solos, tal vez guiados por ángeles.

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Entre otros de sus milagros se cuenta la multiplicación de la comida, la atracción de la lluvia o la protección de los ataques de los lobos. Una vez su hijo se cayó a un pozo e Isidro hizo que subieran las aguas para que el chaval saliera a flote (el supuesto pozo se puede visitar en lo que ahora es el Museo de San Isidro, que trata sobre los orígenes de Madrid, cerca del Mercado de la Cebada).

Laudelina, otra vecina, también es fan de estas fiestas. “Solemos venir a la misa, a coger agua para todo el vecindario, y luego vamos a comer chocolate con churros”, explica. Este año viene para cumplir los servicios festivos mínimos, con su mantón de Manila y su clavel reventón. Le hacen cantar ante una cámara eso de “cuando vengas a Madrid chulona mía, voy a hacerte emperatriz de Lavapiés”. Y lo hace muy bien. Nos conminan a celebrar estas fiestas en nuestros balcones y en nuestros ordenadores. Estas fiestas postapolípticas online están bien para salir del paso, pero les falta el mix genómico y populachero de la verbena de toda la vida. En el Zoom es difícil bailar agarrado, hacer el ridículo cuando te has pasado con el vino o insertar el chorizo criollo en la barra de pan. El coronavirus, claro está, es enemigo de la fiesta.

A San Isidro se le atribuyen más de 400 milagros, y todavía no le han hecho una película de la Marvel. Dicen otros relatos que Felipe II se curó de una enfermedad bebiendo el agua de un pozo que el santo había abierto en esta pradera. Ojalá los milagros de nuestro santo patrón pudieran ayudarnos ahora con nuestra enfermedad global. Si a usted no le gustan estas fiestas, ahora podría presentarse el fantasma de los San Isidros pasados y, como a Scrooge en el Cuento de Navidad de Dickens, hacerle reconsiderar su actitud para próximas convocatorias. Ninguna fiesta es tan apetecible como aquella a la que uno no puede asistir.

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