La derecha radical ya está aquí
No tiene sentido plantear las elecciones como una alerta ante el peligro del fascismo cuando la agenda nativista, antifeminista y ultranacionalista de Vox ya ha sido normalizada por el PP en sus pactos de gobierno regionales
“El futuro llegó hace rato. Todo un palo, ya lo ves”. Con estas palabras, que han acabado convirtiéndose en uno de los himnos de la cultura rock argentina, describía el Indio Solari la decepción generada tras el incumplimiento de las expectativas depositadas por una parte de la sociedad de ese país en la llegada de la democracia en 1983. Por supuesto, no estamos en la Argentina de Raúl Alfonsín ni en los meses finales de la Guerra Fría. Tampoco estamos en un contexto dominado por el triunfo de...
“El futuro llegó hace rato. Todo un palo, ya lo ves”. Con estas palabras, que han acabado convirtiéndose en uno de los himnos de la cultura rock argentina, describía el Indio Solari la decepción generada tras el incumplimiento de las expectativas depositadas por una parte de la sociedad de ese país en la llegada de la democracia en 1983. Por supuesto, no estamos en la Argentina de Raúl Alfonsín ni en los meses finales de la Guerra Fría. Tampoco estamos en un contexto dominado por el triunfo de las tesis neoliberales.
Nuestro presente es otro. Sin embargo, estas palabras del músico argentino nos sirven para pensarlo. Digámoslo claramente: la tesis de la normalización de la derecha radical y la ultraderecha planteada por diversos politólogos —entre ellos, Cas Mudde— se ha convertido en una realidad en Europa y América. No es un horizonte posible sobre el cual es urgente alertar. No es una amenaza latente a la democracia. El futuro ya llegó.
El peligro de la normalización de la derecha radical en la política europea estuvo ausente en España hasta hace algunos años. En 1997, el politólogo Herbert Kitschelt llegó a afirmar en The Radical Right in Western Europe que la excepcionalidad española se debía a que nuestro país aún no contaba con una economía posindustrial en la que la mayoría de la población ocupada trabajaba en el sector de servicios. Otros investigadores lo atribuían al peso de un supuestamente persistente recuerdo de la dictadura franquista. A pesar de que ya habíamos tenido noticias antes, con la emergencia de Plataforma per Catalunya, esto cambió con la irrupción de Vox en diciembre de 2018. Su crecimiento ha sido vertiginoso desde su aparición en el Parlamento andaluz. Hoy es la tercera fuerza y las últimas encuestas le auguran un resultado similar en las elecciones que tendrán lugar en unas semanas.
No hace falta esperar a conocer los resultados de las próximas elecciones para afirmar que la normalización de la derecha radical es una característica central de la política de nuestro país. Lo es al menos en dos sentidos. Por un lado, por la contaminación entre sus ideas y propuestas y las del Partido Popular. Parece evidente que algunos de los elementos característicos del ideario de Vox encuentran en algunas figuras centrales del partido liderado por Alberto Núñez Feijóo una sintonía tan evidente como preocupante. Seguramente el caso más claro es el de Isabel Díaz Ayuso, pero está lejos de ser el único. Por otro lado, y este es el aspecto más importante, Vox ha dejado de ser —si alguna vez lo fue realmente— un tabú. El Partido Popular rompió un consenso implícito al mostrar que era un socio posible (y eventualmente preferente) en la constitución de la Junta de Castilla y León en abril del año pasado. La vicepresidencia de Juan García-Gallardo debía convertirse en un “piso piloto para el futuro de España”, dijo entonces Santiago Abascal. Los resultados de las elecciones municipales y autonómicas del 28 de mayo pusieron sobre la mesa esta cuestión. Tras ellas, las coaliciones entre Vox y el Partido Popular son una realidad en las comunidades autónomas extremeña, valenciana, balear y aragonesa. Además de formar parte de la mayoría de estos Gobiernos, el partido de Abascal ha asumido las presidencias de los Parlamentos autonómicos de las tres últimas comunidades. Pero la cosa no se detiene aquí. Como muestran Toledo, Ciudad Real, Guadalajara, Valladolid, Móstoles y otras ciudades y pueblos, los acuerdos se han extendido por buena parte del país.
El Partido Popular ha parecido olvidar repentinamente que los ejes centrales de la política de Vox —el nativismo, el tradicionalismo, el antifeminismo, el securitarismo-autoritarismo, el ultraliberalismo económico y un nacionalismo exacerbado— representan ataques directos a algunos de los principios de la democracia liberal que, si bien en su formulación original y en sus marcos normativos no hablase de minorías sexuales o de inmigración, ha ido adaptando sus parámetros hasta lograr grandes consensos que ahora parecen estar bajo amenaza. ¿Es posible que el partido de Feijóo gobierne con un partido que cuenta en sus filas con nostálgicos del fascismo, sintoniza con las tesis de la derecha radical europea y mundial, pretende ilegalizar partidos políticos en nombre de la unidad de España, está a favor de recortar los derechos de los ciudadanos inmigrantes y quiere eliminar la protección de las minorías sexuales? Sí, es posible. La derecha radical está normalizada en España y las consecuencias de ello son imprevisibles.
Las razones que nos han traído hasta aquí son diversas. Tienen que ver con factores económicos y políticos: la Gran Recesión de 2008 y las políticas austericidas aplicadas, los problemas derivados de la conformación de la Unión Europea y su ampliación hacia el Este, la influencia de la cuarta ola de la derecha radical y la extrema derecha a nivel global y una grave crisis de intermediación entre el Estado y los partidos. En esta evolución de larga duración, la repentina convocatoria electoral del presidente Pedro Sánchez ha puesto sobre la mesa una cuestión recurrente en los últimos años. ¿Tiene sentido, como ya se intentó sin éxito en Madrid en mayo de 2021, plantear las próximas elecciones como una lucha plebiscitaria contra el peligro fascista?
La apelación a la llegada inminente del fascismo no tiene sentido en términos históricos. Lo hemos planteado con Javier Rodrigo en un libro recientemente. El problema, sin embargo, va más allá de una cuestión terminológica o historiográfica: la derecha radical —no el fascismo, aclaremos— ya está aquí. No está por llegar, ya ha llegado.
Se trata, pues, de identificar correctamente de qué estamos hablando. Frente al peligro que representa un horizonte de gobierno compartido por Vox y populares, parece evidente que las fuerzas progresistas no pueden centrarse únicamente en las luchas culturales e identitarias. Lo apuntaba Jordi Amat hace poco en este mismo diario. Las luchas culturales —la permanente “alerta antifascista” se inscribe en este marco, tanto como los últimos coletazos del procés— son el terreno en el cual mejor se mueven las derechas radicales. Un terreno en el cual mandan las emociones y en el cual los populismos (que, como escribió Pierre Rosanvallon, son “regímenes de pasiones y emociones”) y la derecha radical pueden erosionar con éxito la democracia. La política democrática es otra cosa, es un espacio más complejo, imperfecto y siempre en mutación, pero fundamental para construir ciudadanía.
El problema no es la lucha entre fascismo y democracia. La cuestión central es cómo hacer frente a una potencial deriva antiliberal que se observa en Europa y parte del mundo, desde Italia hasta Estados Unidos, y que en nuestro país tiene unas coordenadas propias. En este marco de normalización de Vox y la derecha radical, las fuerzas progresistas tienen poco que ganar con la “alerta antifascista”. La evolución política de nuestros países vecinos así lo demuestra. Por el contrario, tienen mucho que mantener y avanzar si articulan sus propuestas desde lo que puede hacerse y sobre todo desde lo que se ha hecho, desde una propuesta centrada en la ampliación de derechos y en lucha contra las desigualdades sociales y políticas que, con errores pero también con aciertos, se ha desarrollado en los últimos años en nuestro país. Una política no plebiscitaria que nos ayude a huir de los peligros del viraje hacia regímenes aparentemente democráticos que pueden ser cada vez menos liberales. Una política, en suma, que nos emocione, sí, pero que lo haga desde lo razonable, desde lo que se ha hecho y desde lo que puede hacerse.