Terror, silencio e impunidad: la historia del pederasta en serie Mark Frost, oculto en Santa Pola
La legislación española impide ampliar la entrega a Reino Unido de este maestro jubilado, que trató de esconderse en Alicante y al que se le atribuyen ahora nuevos abusos a siete niños cuando trabajaba en Londres en los ochenta
Mark Frost creyó que había encontrado el escondrijo perfecto en Santa Pola (Alicante). Pensó, como otros muchos delincuentes, que un jubilado de Reino Unido no llamaría la atención en esta ciudad costera de 36.000 habitantes, donde los extranjeros censados representan el 21% de la población y donde la colonia británica tiene un importante peso. Imaginó que sería un turista más para muchos y que, allí, no podrían pasarle la factura por las numerosas monstruosidades que había cometido en el pasado: d...
Mark Frost creyó que había encontrado el escondrijo perfecto en Santa Pola (Alicante). Pensó, como otros muchos delincuentes, que un jubilado de Reino Unido no llamaría la atención en esta ciudad costera de 36.000 habitantes, donde los extranjeros censados representan el 21% de la población y donde la colonia británica tiene un importante peso. Imaginó que sería un turista más para muchos y que, allí, no podrían pasarle la factura por las numerosas monstruosidades que había cometido en el pasado: décadas de abusos sexuales a niños. Pero, en 2016, tras una operación policial internacional, la Guardia Civil lo detuvo y España lo entregó a Reino Unido para rendir sus primeras cuentas con la justicia. Sin embargo, en este tiempo han aflorado más crímenes que se le atribuyen y Londres ha vuelto a reclamarlo para juzgarlo de nuevo. Sin éxito, porque se ha topado con la legislación española, que los considera prescritos. En esta legislatura se ha reformado la norma para ampliar los plazos, pero no se puede aplicar con carácter retroactivo.
La historia de terror protagonizada por este pederasta en serie, un maestro de inglés de 76 años, aglutina características muy comunes en este tipo de delitos: el abuso de superioridad sobre los vulnerables, el miedo a denunciar, el tortuoso y largo silencio de las víctimas, la dificultad para probar los abusos e, incluso, la impunidad.
Aunque Frost envejece actualmente tras los barrotes de una prisión de Reino Unido, cada vez que este país quiera juzgarlo por viejos crímenes que se van descubriendo ahora debe pedir autorización a España, que fue quien lo capturó. Le corresponde a la Audiencia Nacional aprobar su entrega por cada uno de ellos. Así ocurrió hace un lustro, poco después de su arresto en Santa Pola, cuando se dio luz verde a su extradición, que permitió al Tribunal Penal Central de Londres condenarlo en 2017 a 13 cadenas perpetuas y a decretar que, como mínimo, no saldría a la calle hasta cumplir los 86 años. En ese proceso, el acusado ya confesó que había abusado durante 25 años de menores pero, según informó The Guardian, solo se logró identificar a 11 de sus víctimas: dos británicas (agredidas en Worcestershire en los años ochenta y noventa, según la BBC) y nueve tailandesas (atacadas entre 2009 y 2012). Y, según vaticinaban los investigadores, solo era la punta del iceberg.
En ese momento, ante la convicción de que el historial delictivo de Frost, que había trabajado como maestro en Inglaterra entre los setenta y los noventa y que se había integrado en la organización juvenil de los Boy Scouts, sería más amplio, la NCA (National Crime Agency) hizo un llamamiento público para animar a que las víctimas denunciasen. La agencia británica estaba segura de que muchas habían permanecido en silencio durante todo este tiempo. Como ha demostrado la investigación de EL PAÍS sobre la pederastia en la Iglesia, cuando se informa de un caso de estas características, suelen aparecer después más víctimas que, hasta entonces, no se habían atrevido a contarlo (por ejemplo, por pensar que son las únicas y que no las creerían).
El 19 de agosto de 2022, un juzgado de Westminster emitió una nueva orden internacional de detención contra Frost. El tribunal pidió a España que “ampliase” la entrega del pederasta para enjuiciarlo ahora por otros 24 delitos de violación de niños, explotación sexual de menores y pornografía infantil. La nueva acusación que Reino Unido ha puesto sobre la mesa resulta estremecedora: entre 1983 y 1991, cuando el sospechoso ejercía como maestro en el colegio George Mitchell, en Leyton (al este de Londres), abusó sexualmente de otros siete niños. En la escuela, en viajes de campamentos e, incluso, en el propio domicilio de Frost. Los chicos tenían entre 9 y 16 años. Se trató de presuntos tocamientos, masturbación, penetración...
Sin embargo, a través de una resolución dictada este 24 de mayo, la Audiencia Nacional no ha autorizado juzgar al pederasta por estos hechos. El tribunal ha concluido que la legislación española lo impide: el Código Penal de 1973, vigente en el momento de los crímenes, preveía que estos delitos prescriben como máximo a los 15 años, en los casos más graves. “Por lo que el plazo, para cualquiera de ellos, se cumplió”, expone la resolución del tribunal, que cuenta con el respaldo de la Fiscalía. A diferencia de España, estos delitos nunca prescriben en Reino Unido.
El viejo Andrew John Tracey
La captura de Frost cerró en 2016 una crónica de huidas y un reguero de dolor. Y permitió hacer algo de justicia. Según los investigadores, sus víctimas se sucedieron durante cuatro décadas. No solo en Reino Unido, donde ya había tenido antes algunos problemas con la justicia y donde se le acusó de abusar, incluso, de su propio hijo adoptivo, sino también en Tailandia, donde la policía lo detuvo en 2013 después de que un chico denunciara que lo agredió sexualmente. Según la Guardia Civil, Frost se filmaba mientras abusaba de los niños. En esas imágenes, se grababa “haciendo el símbolo del corazón con sus manos”. Tras su arresto en Tailandia, el pederasta quedó en libertad bajo fianza y aprovechó para fugarse del país.
Para tratar de esfumarse, Frost vendió sus propiedades en Reino Unido y se cambió el nombre (antes se llamaba Andrew John Tracey). Aterrizó así en Santa Pola, con el objetivo de pasar desapercibido, pero solo lo logró por un tiempo. Al condenarlo el tribunal de Londres en 2017, el juez Mark Lucraft subrayó que “tiene una obsesión con abusar sexualmente de niños” y que seguiría suponiendo un “riesgo” para los menores: “Su conducta es profundamente perturbadora”. EL PAÍS se ha puesto en contacto con su defensa, que no ha querido hacer comentarios.