FoodCultura, la alacena infinita donde Antoni Miralda convierte la comida en arte
El creador vende unos 8.000 objetos relacionados con la alimentación al Archivo Lafuente de Santander
La mesa infinita de Antoni Miralda está un poco más vacía desde hace un par de semanas, cuando los primeros objetos vinculados a la comida que el artista ha guardado durante los últimos años empezaron su viaje hacia el Archivo Lafuente de Santander, creado en 2002 por el coleccionista José María Lafuente. Los 8.000 objetos no se fueron solos de la nave más neoyorquina del Poblenou de Barcelona donde han vivido hasta ahora, sino que, como es habitual en los mo...
La mesa infinita de Antoni Miralda está un poco más vacía desde hace un par de semanas, cuando los primeros objetos vinculados a la comida que el artista ha guardado durante los últimos años empezaron su viaje hacia el Archivo Lafuente de Santander, creado en 2002 por el coleccionista José María Lafuente. Los 8.000 objetos no se fueron solos de la nave más neoyorquina del Poblenou de Barcelona donde han vivido hasta ahora, sino que, como es habitual en los modales de Miralda, les organizó una ceremonia de despedida. Amigos y seguidores del archivo FoodCultura pudieron decirles adiós con una fiesta donde no faltó comida, ni bebida ni calor humano. Según Miralda (Terrassa, 1942), “la idea es que tengan una continuidad”, la que seguramente no han encontrado en Barcelona.
Hasta que uno no pisa el viejo edificio del Poblenou donde Miralda atesora su vida artística, no se hace a la idea de la gran cantidad de objetos de todo tipo, siempre relacionados con la alimentación y todos sus tentáculos, que un artista viajero y terrenal como él puede llegar a albergar. Fascinado desde siempre por el lado más humano y cercano del arte, el artista colocó para presidir su archivo una mesa roja con forma de infinito que podría ser el corazón que irriga asombro y lanza preguntas a todo lo que le rodea. Una alacena sin fin llena de objetos y utensilios, muchos de los cuales han formado parte de sus creaciones.
Esta mesa donde se ha explorado multitud de objetos es una réplica en menor tamaño de la que el artista creó para el proyecto Cities, Tastes and Tongues en la exposición universal de Hannover 2000, germen de todo lo que llegó hasta este lugar. Rodeado de objetos que formaron parte de sus instalaciones participativas o happenings, Miralda se sigue emocionando cada vez que recuerda cómo terminaron en su archivo una sopera azul con escenas del mar de Venezuela, un recipiente para transportar agua del norte de África, una barbacoa con forma de balón que adquirió en China o las calaveras de azúcar de colores que ha traído de muchos viajes a México.
Aunque a simple vista pueda parecerlo, Miralda advierte de que este espacio, abigarrado de cajas y estanterías por todos lados, “no es una colección de objetos”, sino un archivo para sensibilizar sobre todo aquello que rodea el acto cotidiano e imprescindible de comer. Con sus obras envía mensajes para quien quiera recogerlos, dice, “algo difícil de comprender en las esferas institucionales”, apostilla. Así lo cuenta mientras muestra un tríptico de lo que pudo haber sido el Centre Internacional de la Cultura del Menjar en la antigua Casa de la Premsa, un proyecto que tuvo apoyo del Ayuntamiento de Barcelona, pero finalmente quedó en nada y con el mencionado edificio abandonado.
Con la comida como eje creativo, Miralda es el artífice de eventos de todo tipo que han cuestionado la política y el capitalismo desde la alimentación; han dado valor a los rituales y las ceremonias y han explorado las diferentes maneras de relacionarse con la comida en todo el mundo, desde las diferencias culturales, étnicas o religiosas. Siempre con el objetivo de llevar el arte a las calles y darle una finalidad de cuestionar el mundo. No en vano, fue de los pocos que no se conformaron con la celebración del congreso anual de McDonald’s en la ciudad hace un par de meses, y organizó un acto “poético” de protesta. “No íbamos a luchar de otra forma contra Goliat”, reconoce.
Siempre en continuo viaje por el mundo, Miralda ha desarrollado gran parte de su obra en Estados Unidos, donde recaló a principios de los años setenta, después de haber pasado por París huyendo de un país fundido a gris por el franquismo. Allí montó, junto a la cocinera Montse Guillén, El Internacional, una de sus obras más recordadas, que estuvo abierto de 1984 a 1986. Era un restaurante que iba más allá de la comida para llevar a los comensales a vivir una experiencia creativa, social y participativa. Se levantó en un edificio bajo, donde años atrás hubo un italiano, y se pintó la fachada con un estampado de jirafa. Dominaba el edificio la corona de la estatua de la Libertad.
Pero lo más sorprendente estaba en el interior. Además de ser el primer establecimiento donde tomar tapas en Nueva York, fue “una experiencia muy conectada con la época, había muchas cosas por hacer”, recuerda Miralda. En Tribeca, un barrio fuera de órbita en aquel momento, crearon un lugar donde pasaban cosas insospechadas, una obra colectiva alrededor de la comida. “Ahora sería imposible, todo está en función del progreso y el rendimiento basado en el mundo capitalista, ya no hay lugar para estas cosas”, cree el artista, que junto a Guillén sedujo a personajes como Andy Warhol, Pina Bausch, Robert De Niro, Keith Haring, Diane Keaton o John Kennedy.
Desde los inicios, Miralda quiso explorar diferentes niveles artísticos. Lo suyo no eran los museos ni las galerías ni las instituciones. “Yo creo que hay otras formas, medios y materias” para trabajar, dice este creador a quien le interesan más las ceremonias, los barrios y la gente, como muestra con las fotografías de aquella performance callejera que hizo en 1974 en la Novena Avenida de Nueva York, donde propuso un desfile con una carroza llena de comida cocinada por todos los vecinos del barrio y aquello se convirtió en una fiesta popular multicultural. “Ahora no se podría hacer igual, pero se haría de otra manera”, comenta.
Ni él ni su universo reposan en ningún sitio, es trashumante. Por eso está contento de saber que su trabajo ha ido “a manos de una persona que ha estado conectada con archivos y sabe que hay que ponerles cariño, que aquí las cosas tienen valores muy diferentes”. “Siempre he estado dando vueltas”, reconoce mientras el paso de un tren muy cerca retumba en esta nave del Poblenou. De algún modo, dice que él no ha regresado nunca, sino que forma parte de estas vivencias, viajes e implicaciones en proyectos. De modo que no ve problema en que estos objetos, que no son de aquí, sino de todas partes, se pueden disfrutar desde otros sitios.
“Todo se conecta con la comida”, resume sobre su gran obra. Además de un gran archivo, FoodCultura es una organización sin ánimo de lucro, cultural, interdisciplinaria y única en su ámbito, explica. Es una plataforma abierta donde presentar y repensar la alimentación y la cultura, desde la práctica artística y la visión antropológica. Por este espacio del Poblenou han pasado investigadores, artistas, escolares y profesionales de todo tipo interesados en el cotidiano acto de comer y todas sus ramificaciones, que mueven el mundo a muchos niveles. Antoni Miralda y Montse Guillén son los custodios de esta fundación privada basada en el primer y más esencial elemento de cohesión comunitaria, que refleja condiciones sociales, económica e ideológicas. Y son también los primeros en cuestionarlo.
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