El trajín en la cabina de la filmoteca catalana

Antoni García ha trabajado más de 40 años como proyeccionista: “Cuando voy al cine como espectador sigo viendo la proyección”

Antoni García, el último proyeccionista de la Filmoteca de Catalunya, posa con el proyector que utilizó muchos años.Gianluca Battista

“El proyeccionista no ve la película, ve la proyección”, explica Antoni García, que ha estado más de cuarenta años en las cabinas de la filmoteca catalana. Quizás ahora, jubilado, irá más a menudo al cine -nunca disfrutó, por ejemplo, de la enorme pantalla del desaparecido cine Urgell de Barcelona-. “Cuando sales de haber pasado cuatro películas quedan pocas ganas de volverte a meter en un cine”. “Además, cuando voy al cine como espectador sigo viendo la proyección”. Recuerda una mala sesión en el Club Coliseum, ...

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“El proyeccionista no ve la película, ve la proyección”, explica Antoni García, que ha estado más de cuarenta años en las cabinas de la filmoteca catalana. Quizás ahora, jubilado, irá más a menudo al cine -nunca disfrutó, por ejemplo, de la enorme pantalla del desaparecido cine Urgell de Barcelona-. “Cuando sales de haber pasado cuatro películas quedan pocas ganas de volverte a meter en un cine”. “Además, cuando voy al cine como espectador sigo viendo la proyección”. Recuerda una mala sesión en el Club Coliseum, otra sala que ya no existe. “Pasaban la película desobturada, lo que produce un resplandor en la parte superior o inferior de la imagen. Nosotros decimos entonces que el film ‘pixa cap amunt o cap avall”. Esta vez dejamos para otro día las explicaciones técnicas sobre la “desobturación”. A Antoni le gusta darlas y lo hace con generosidad, con pasión, porque el público no se imagina el trajín que hay, había, en la cabina durante una sesión.

Lo suyo es un oficio y una artesanía que con las herramientas digitales desaparece. Antes, con la película fotoquímica, era impensable que un operador controlara ocho cabinas. “El digital tiene un protocolo de funcionamiento muy establecido y sólido. No es habitual que haya problemas, pero sigue habiéndolos. Que se atasque, que la imagen salga monocroma… y lo que hay que corregir es el software. Muchas veces con parar, hacer reset y reiniciar se arregla. Los cartuchos con la película vienen estrictamente codificados, incluso con el día y la hora de proyección para que no hagas sesiones piratas. Los hay que te dan un margen de uno o dos días, pero otros no”. El digital no pide estar encima de la máquina, como antes. Es fácil y casi perfecto, pero tiene sus rincones engañosos. “Es muy difícil trabajar un film en blanco y negro. No da un blanco muy equilibrado. Sufre mucho”. Y recuerda viejos tiempos, cuando con cada rollo había que abrir la linterna y alargar la barra de carbón. Hoy, explica, las lámparas de xenón duran hasta 1.600 horas. Por no hablar de las led. “Nunca he trabajado con ellas”. Si algo define su trabajo es que “es él quien hace la luz, no la máquina”.

Antoni tuvo contacto con los proyectores de 16 mm desde pequeño porque su padre trabajaba en el Instituto Alemán y, entre otras tareas, se encargaba del préstamo de películas o de las sesiones que hacía el centro. Su primer trabajo con un aparato de 35 mm lo tuvo, con su hermano, en un colegio de Tres Torres. “Lo hicimos de manera chapucera, no habíamos tocado nunca una máquina como aquella”. Eso sí, la película era de categoría: 2001, una odisea en el espacio. El haber pasado la mayoría de su vida profesional en la Filmoteca le ha ahorrado los episodios de censura que siempre se cuentan. Pero fuera de la Filmoteca vivió uno, el más clásico. “Iba contratado a un colegio del Opus de Barcelona y hacíamos Johnny cogió su fusil. En la cabina había una señorita muy seria que cuando llegó la escena de un tímido desnudo puso la mano en la ventanilla para que no se viera”. Es la única vez que lo ha vivido. “En la Filmoteca, la sesión más desagradable que recuerdo, en Travessera, fue con Raza, la película con guion de Franco. Nos llegó sin el último rollo y la parte del público que había venido porque aquello era de Franco creyó que habíamos boicoteado la sesión y hubo algunos desórdenes en el vestíbulo”.

El mes pasado, recibió el homenaje de compañeros y público de la Filmoteca. Desde la cabina, su última película, en 35 mm, fue My Darling Clementine (J. Ford). Antoni ha conocido todas sus sedes en Barcelona. Al principio, en Mercaders o en el cine Padró, cuando todavía era Filmoteca Española, o, luego, en Travessera de Gràcia, el Aquitania y la de ahora, en el Raval. En estos más de 40 años ha tratado con muchas máquinas. También con las Ossa. “Esta marca era más conocida por sus motos, pero hacía unos proyectores muy correctos. Se da la casualidad de que en Barcelona vivo en un edificio que se levantó en el solar de la antigua fábrica Ossa. Había otra marca catalana, la Marín, pero nunca traté con ellos”. “En Mercaders había dos ossas y en la Fundació Miró también había dos”. Antoni siempre ha trabajado con dos proyectores. “La Federación Internacional de Archivos Fílmicos prohíbe a sus asociados emplear una sola máquina porque eso implica coger los rollos y pegarlos para tener una única bobina. Una maniobra que perjudica la integridad de la cinta fotoquímica. Usar dos quiere decir que debes colocar unas marcas en la película, a unos ocho segundos de que se acabe cada rollo, para que hagas el cambio de proyector cuando toca”. Y luego están las siete ópticas que hay en la cabina de la Filmoteca para los distintos formatos, desde académico a panorámico.

Sin desmerecer la ingeniería que hay dentro de una máquina digital -por ejemplo, los millones de microespejos que reflejan los píxeles-, “comprendo que haya un público en la Filmoteca que prefiera el 35 mm. Tiene una poética imperfección”. En todo caso, repasa, ya quedan muy pocas salas en Barcelona que puedan proyectar película fotoquímica de 35 mm. “El Zumzeig, la Filmoteca, el Phenomena que, creo, todavía puede hacer 70 mm…”. En cualquier caso, Antoni contempla como el oficio que ha practicado toda su vida, y tal como lo entiende, se extingue.

Durante la charla apenas mencionamos Cinema Paradiso. Francamente, hay otro tributo menos azucarado a su oficio: El moderno Sherlock Holmes (1924), donde un genial Buster Keaton sueña que se mete en la película que proyecta, donde está su chica. Y acaba besándola en la cabina imitando el beso de la pareja del film. Pero la película prosigue, mostrando dos hijos, productos del amor. Y Keaton ya no tiene tan claro que valga la pena seducirla.

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