Mi familia de ardillas
‘Chip’ ha sacado adelante a tres preciosas crías en lo alto de un árbol del jardín en Viladrau
La naturaleza no deja de sorprendernos. Podría haberlo dicho Thoreau desde su cabaña junto al lago Walden, Massachusetts, pero lo digo yo desde mi casa en Viladrau, Osona. No es que quiera compararme con el gran escritor y pensador que escribió “fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentándome solo a los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, no fuera que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido”. Son pa...
La naturaleza no deja de sorprendernos. Podría haberlo dicho Thoreau desde su cabaña junto al lago Walden, Massachusetts, pero lo digo yo desde mi casa en Viladrau, Osona. No es que quiera compararme con el gran escritor y pensador que escribió “fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentándome solo a los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, no fuera que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido”. Son palabras profundas que invitan a reflexionar y que suscribo completamente; y sin embargo, Thoreau no tenía un nido de ardillas en su jardín, y yo sí.
Hay que matizar que ardillas desde luego que tenía el hombre (no te van a faltar las ardillas en un bosque de Massachussets) y de hecho las describió maravillosamente en la forma de “pequeñas bailarinas” con “ludicrous expression and a gratuitous somerset”, expresión ridícula y voltereta gratuita. Muy bueno, sí. Pero, insisto, nunca que yo sepa (él, que filosofaba hasta con el colimbo, seguro que lo hubiera explicado) le criaron ardillas en casa y pasaron a formar parte de su familia.
Para mí, abocado a la observación de fauna más importante, como cárabos y oropéndolas, las ardillas eran, antes de anidar en mi territorio, seres secundarios, inconstantes, algo insulsos en su roedora identidad, que provocaban unos instantes de distracción y alegría con sus saltos entre los altos pinos del jardín, y poco más. En esto no seguía a Ralph Waldo Emerson, maestro de Thoreau, que decía que “la ardilla llena el ojo no menos que un león”. Hasta que una empezó a actuar en mi entorno de manera insólita para ser una ardilla. Pasaba mucho más tiempo de lo habitual en nuestro terreno, se instalaba largo rato en las mismas ramas y nos vigilaba atentamente. Me pareció un comportamiento muy extraño y, siempre dispuesto a zambullirme en los retos de conocimiento, misterio y aventura que nos ofrece la naturaleza, decidí investigar.
Mi ardilla, a la que empecé por bautizar Chip -en referencia a los dibujos Chip y Chop de Walt Disney, claro-, resultó ser una ardilla roja o ardilla común euroasiática (Sciaurus vulgaris). De las primeras cosas que descubrí es que mis Chip y Chop de referencia, las que empreñaban a Pluto y Donald, no eran ardillas rojas sino ardillas listadas norteamericanas del género Tamias, lo que en inglés llaman chipmunk, y además no se llamaban originariamente Chip y Chop sino Chip y Dale (en España se le cambió el nombre a la segunda). Fue un primer atisbo de que mucho de lo que creía saber sobre las ardillas estaba equivocado. En general pensamos que conocemos a las ardillas porque las hemos visto en Ice Age (Scrat) o en Merlín el encantador, donde el mago y Arturo se convierten en dos de ellas, o en Operación Cacahuete (The nut job), con las simpáticas Surly y Andie. Pero son mucho más complejas, y hasta salen en el Ramayana, el Kalevala y La rama dorada de Frazer. Aparecen (además de en Bambi) en poemas de Yeats, de Keats, y de Wordsworth.
Con 278 especies en todas partes menos Australia y la Antártida, la familia de las ardillas, Sciuridae, incluye parientes como los perritos de las praderas, las marmotas, las ardillas voladoras, las terrestres y las arborícolas, como nuestras ardillas rojas. Estas, “atletas superdotadas en abrigos de pieles”, como las ha bautizado alguien (ahora no recuerdo si Yeats, Keats, Wordsworth o yo mismo), se caracterizan por las grandes colas, que sirven como balancín para sus saltos, pero también para disipar y conservar el calor: unas veces la usan como parasol y otras como manta. La particular anatomía de sus articulaciones las hace capaces de descender por los troncos de los árboles cabeza abajo (algo que no sé si han probado pero es tremendamente difícil). Los característicos mechones de pelo en sus orejas son estacionales; olfatean, oyen y ven mucho mejor que nosotros, aunque no distinguen el rojo del verde; las hay negras y albinas; no migran ni hibernan (las arborícolas holárticas); son omnívoras y pueden comer caramelos, alitas de pollo y pizza aunque en general se contentan con piñas, semillas y frutos secos, que trabajan característicamente con unos dientes muy afilados susceptibles de producir dolorosas heridas si tratas de atraparlas. Suelen almacenar comida en escondites que recuerdan con sorprendente habilidad. Los dos sexos son iguales, a no ser que te fijes mucho.
Las ardillas rojas no son muy sociales, ni siquiera conmigo, y no interactúan con otras, excepto para aparearse, y la hembra con las crías. Marcan su (mi) territorio dejando gotas de orina en las ramas o frotándolas con el perineo (esto lo he leído pero no lo he visto). Tampoco las he observado teniendo sexo, que es toda una escena porque practican la denominada persecución de apareamiento, en la que puede haber diversos machos dando caza a una hembra en estro al grito de “muk-muk, muk-muk”. Resultado de la cópula múltiple es que las hembras pueden parir una misma camada con diferentes padres, como prueba el ADN. Los machos se pelean ferozmente entre ellos por las hembras: el gran especialista en ardillas Richard W. Thorington, del Smithsonian, menciona haber visto a un macho mordiéndole el escroto a un rival.
No sólo por todo eso la vida de las ardillas no es muy idílica. Tienen muchos enemigos, entre sus depredadores se encuentran las aves de presa, los zorros, las serpientes, los mustélidos, los perros y los gatos. También los osos, coyotes, y lobos, pero de esos no han de preocuparse demasiado en Viladrau. Tampoco de los colonos que usaban los famosos rifles de Kentucky para abatirlas a millones (todavía un pasatiempo hoy en EE UU) y cocinar pasteles de ardilla. Padecen de parásitos y del letal para ellas virus de la viruela ardilla (SQPV), que causó estragos en la colonia del bosque de How, en el Valle de Eskdale, en Cumbria, donde vivían Belinda, Wounded Soldier, Charles y Camila (véase Belinda, the forest How red squirrel, del fotógrafo Peter Trimming, The Book Guild, 2016). La gestación dura unos 40 días y el cuidado de las crías, que salen del nido ya a los 37-58 días, unos 70.
Aprovisionado con toda esta abrumadora cantidad de datos -obtenida en buena parte de Squirrels, the animal answer guide, de Thorington y Kati Ferrell (John Hopkins University Press, 2006)-, mis prismáticos y el tiempo que otros dedican a la vida social o la siesta, he pasado semanas siguiendo los pasos de Chip. Bajo la atenta mirada de mi gato Charly, al que Chip abroncaba insólitamente desde las ramas con chillidos indignados y advertencias, la ardilla iba y venía por los árboles desde diversas partes del jardín, deteniéndose para trabajar y degustar con fruición brotes verdes de los cedros de mis vecinos ucranianos (sí, ya sé que hubiera sido una crónica más actual que la de las ardillas). Chip regresaba siempre a un punto que, uno no es del todo tonto, acabé identificando como su nido. Estaba en la horquilla de dos ramas en la copa de un pino que desmochó una ventolera hace años. La ardilla había construido, aprovechando las ramas rotas y material vegetal variado, una madriguera aérea perfectamente camuflada. Se pasaba mucho tiempo cerca perchada en una rama, extrañamente inmóvil para ser una ardilla.
Pasaron los días y una mañana que estaba leyendo a Anne Carson (Unas pocas palabras sobre lo importante y lo trivial: “Las cosas importantes son el viento, la maldad, un buen caballo de combate, las preposiciones, el amor inextinguible…”) alcé la cabeza y vi a una ardilla en miniatura salir del nido, la siguió otra, y una tercera tan oscura que parecía casi negra. Estuvieron largo rato aferradas al tronco y me pareció una de las visiones más hermosas que he tenido en la vida. Las cosas importantes, sí. La madre las vigilaba de cerca y quise leer en su mirada al cruzarse con la mía una suerte de orgullo, compartido. No las he vuelto a ver. Probablemente ya se han independizado. No sé que será de ellas. El 75 % de las ardillas mueren antes de cumplir un año. ,
Yo, pese a todo, soy optimista con el futuro de mi familia de ardillas, y espero que puedan evitar halcones, serpientes, garduñas, caídas, transformadores y cables eléctricos, y otros peligros. Les he instalado varios comederos especiales para ellas, despejado rutas, ahuyentado potenciales depredadores (el gato tuerto de la Masía del Montseny) y he leído esperanzado que las ardillas pueden tener dos camadas al año. Chip, querida, ya sabes que esta es tu casa.
Puedes seguir a EL PAÍS Catalunya en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal