Joan Maragall: té por la tarde, piano tras cenar
‘Amics de l’ànima’ retrata al poeta a partir del testimonio de 16 personajes coetáneos como Sagarra, Carner, Gaziel, Unamuno y Clara Noble, su esposa
“No entre siete, entre tres, entre dos sólo que fueran, se me habría venido a la cabeza sin pensarlo el nombre de Joan Maragall como uno de los más representativos de la vida catalana de este medio Novecientos”. Así defiende nada menos que Carles Riba, en 1950, su elección para una lista de los siete hombres que mejor habrían representado Cataluña durante la primera mitad del siglo XX. Acabado aq...
“No entre siete, entre tres, entre dos sólo que fueran, se me habría venido a la cabeza sin pensarlo el nombre de Joan Maragall como uno de los más representativos de la vida catalana de este medio Novecientos”. Así defiende nada menos que Carles Riba, en 1950, su elección para una lista de los siete hombres que mejor habrían representado Cataluña durante la primera mitad del siglo XX. Acabado aquél y a principios del XXI no es la del autor de Nausica una presencia que acuda rauda en el imaginario popular catalán, fuera de vincularle a algún paisaje o al poema La vaca cega. Quizá le pasó siempre: “A pesar de haber trascendido y haber influido de una manera rotunda en la burguesía de su tiempo, relativamente ilustrada, no trascendió nunca ni al pueblo ni a la masa”, escribía en sus fastuosas Memòries Josep Maria de Sagarra.
El futuro autor de Vida privada y L’Hostal de la Glòria conoció a Maragall el primer domingo de abril de 1911, con 17 años, ocho meses antes de la muerte del poeta. Fue a su espectacular casa-torre, de tres plantas y jardín, en Sant Gervasi, aún hoy en la calle Alfonso XII. Le visitó, introducido por Josep Carner, como “patriarca real de la religión de mis sueños”. Sagarra buscaba, como incipiente bardo, lo que muchos jóvenes coetáneos para testar su pasión, esa “bendición dulce” (Carner dixit) de uno de los pocos grandes nombres que se podían salvar del Modernismo literario junto a Santiago Rusiñol y Raimon Casellas y que tuvo la desgracia de “no tener cuadrilla” que le siguiera: “¡Tres y cierra! ¡Escopetas de caña!”, lamentaba el riguroso crítico Josep Yxart.
Esa supuesta soledad contrasta con el peso y la huella que Joan Maragall dejó en buena parte de la flor y nata de la intelectualidad del momento, como recoge la nómina de 16 ilustres coetáneos que escribieron sobre su obra y su persona, unos Amics de l’ànima, como Lluís Quintana, actual editor de las obras completas de Maragall (en Edicions 62), ha bautizado a los que participan de esa recopilación de anécdotas y recuerdos del poeta que ahora edita Publicacions de l’Abadia de Montserrat.
“El único hombre que, a fuerza de ser hombre, era poeta”, dirá de él Pere Coromines, el comprometido escritor de sintonía anarquista, miembro de la revista L’Avenç en la que colaboraba un Maragall que le recibió también en casa, adonde aquél llegó atribulado por las dudas de si dejar su cargo de responsable de Hacienda del Ayuntamiento de Barcelona para dirigir el diario El Poble Català. “Es una pena que no podamos ir juntos; pero, si ha de haber un diario de izquierdas, prefiero que esté usted”, le dijo a Coromines un poeta siempre atraído por los hombres de acción.
“Maragall era más alma que cuerpo”, dibujaría el escritor Joaquim Ruyra, certero en el esbozo espiritual y también físico de alguien cuya testa “habría caído bien sobre uno de aquellos cuellos amplios y acanalados del siglo XVI: grande sin desmesura, delgada sin sequedad, tenía una gravedad pensativa y dulce”. Sagarra quedó hipnotizado, como otros, por la “brillantez de sus ojos, negro azulado de antracita”, y por su voz, de “un tono cálido de bronce, un punto agrietada”.
De preferencia, iba con trajes oscuros y tenía algo de coqueto, según se desprende de la correspondencia de su futura esposa, Clara Noble. Era de costumbres fijas: se levantaba relativamente temprano, paseaba, fumaba, leía y escribía, enumera uno de sus conspicuos discípulos, Francesc Pujols. Era de poco viajar, según el filósofo, y por las tardes iba al Ateneu Barcelonès, del que fue secretario general cuando el polémico discurso de Àngel Guimerà en catalán (1895) y luego presidente (1903). Pero se volvía pronto porque la costumbre de tomar el té con su numerosa familia (tuvo 13 hijos) “le hacía regresar a casa a la hora que podríamos decir de merendar”. Por la noche, “no salía casi nunca y, generalmente, tras cenar, tocaba un poco el piano” que le había regalado su esposa.
Ni obedecer ni mandar
“Ultraromántico”, según el historiador del arte y activista cultural Josep Pijoan, su casa estaba amueblada a la moda burguesa del momento, con cojines semiorientales y “muebles y marcos de madera buena”; unos enseres “pesados de la época”, “representantes de la mediana riqueza de la gente de su tiempo”, según lo vio Sagarra. Allí, en esa “casa patriarcal que encontraban todos los jóvenes”, según recordaba el poeta que mutaría en el brillante periodista Agustí Calvet, Gaziel, mostraba “su encanto personal extraordinario”.
Su interés por la política creció con el movimiento de Solidaritat Catalana, que calificó de “Alçament”. “Usted padece la enfermedad incurable del catalanismo, que reaparece de repente, al primer tropezón que usted da”, le recriminó Joan Mañé y Flaquer, director del Diario de Barcelona, que en 1890 lo contrató como su secretario. Quien fuera uno de sus grandes mentores le alertó sobre esas “eminencias catalanistas que no saben dirigir, ni organizar, ni crear nada”, en un contexto de catalanes que son “una raza de chiquillos vanidosos”. Algo debió de quedarle porque, fruto de una ya vieja tendencia a la insolidaridad entre bandos más o menos nacionalistas, el propio poeta aseguró una vez: “Ni traidores ni mártires, los catalanes no sabemos obedecer ni mandar”.
Una anécdota sobre un compañero suyo de promoción de la facultad de Derecho, que recuerda sobre la orla del curso 1881-1884 todos los nombres de los licenciados y su posición actual, excepto cuando llega a Maragall, sirve a Eugeni d’Ors (de quien el poeta fue padrino de boda) para remarcar la escasa consideración que tenían algunos de sus coetáneos al autor del Cant espiritual. Riba mismo salió en defensa más de una vez de su figura, especialmente del menosprecio de muchos noucentistes. Es el caso del propio Carner, que si bien en agosto de 1902 escribe a Maragall solidarizándose con él al ser encausado por separatismo tras su artículo La patria nueva en el Diario de Barcelona, no apreciaba mucho su poesía en tanto “a veces su catalán está bastante por debajo del de Apel·les Mestres”.
La prensa aseguró que en el cortejo fúnebre de Maragall “estaba toda Barcelona, toda Cataluña”. Sagarra constató la presencia de “todo el mundo de nuestras letras y una gran parte de la burguesía relacionada con la familia Maragall”, vinculada al sector textil, así como “los políticos de la Lliga i de l’Esquerra, que no podían dejar de ir”; pero, afirma, “la comitiva fue limitada y pobre”. De la misma opinión eran Pujols y Riba.
No estuvo Miguel de Unamuno, que se enteró del fallecimiento de Maragall a través de un telegrama del diario La Publicidad. Admite por carta a la viuda, Clara Noble, que lloró al saber el deceso de “mi hermano del alma”, cuya poesía era “flor de su bondad (…) Me ha ayudado a ser mejor”, aseguró el traductor de La vaca cega al castellano. “Toda la España consciente y culta llora con usted”.
Los médicos dudaron mucho sobre la causa de la muerte de Maragall aquel 20 de diciembre de 1911, para consensuar que podría haber sido, según dejó constancia su hijo Gabriel en un esbozo biográfico, por unas “fiebres de Malta” o “fiebres de Barcelona”. Amics de l’ànima, 111 años después, mitiga un potencial efecto secundario de aquella calentura: el olvido de Maragall.