Un solo universitario en 40 años: la vida en los Asperones de Málaga, una rotonda sin salida rodeada de pobreza
El millar de habitantes de la zona más excluida de esta ciudad, con un 90% de extrema pobreza, se sienten abandonados y olvidados por las administraciones. José Francisco Gómez, conocido como Bruce Lee, es el único graduado del barrio
En el colegio María de la O, en Málaga, hay un mural de 90 estrellas rojas sobre una pared blanca. Representan a cada persona del barrio de Los Asperones que ha terminado la Educación Secundaria Obligatoria. Parecen pocas para una población que supera el millar de vecinos, pero suponen todo un logro para quienes residen en la barriada más abandonada de la capital malagueña, ...
En el colegio María de la O, en Málaga, hay un mural de 90 estrellas rojas sobre una pared blanca. Representan a cada persona del barrio de Los Asperones que ha terminado la Educación Secundaria Obligatoria. Parecen pocas para una población que supera el millar de vecinos, pero suponen todo un logro para quienes residen en la barriada más abandonada de la capital malagueña, con el 90% de sus habitantes en situación de extrema pobreza. El astro más alto, de color dorado, lleva el nombre de José Francisco Gómez, el único con estudios universitarios (graduado en Educación Social) en los casi 40 años de trayectoria de esta barriada, nacida como solución temporal en los años ochenta y convertida hoy en gueto de exclusión. “He tenido la suerte de que mis padres empujaban mucho, pero también de encontrar a profesores, amigos y parejas que me han ayudado”, dice con humildad Gómez, de 27 años, al que conocen como Bruce Lee. No porque vaya dando patadas, sino porque era un niño con los ojos muy rasgados.
Moreno, “muy moreno”, de etnia gitana, Gómez es la excepción en Los Asperones, a siete kilómetros al norte del centro de la ciudad y hasta hace poco lejos de todo. Es uno de los lunares de la ciudad de moda. Parte de sus 250 viviendas son prefabricadas, preparadas para durar tres o cuatro años cuando fueron instaladas por las administraciones a finales de los años ochenta. Eran una medida temporal para erradicar el chabolismo de distintas zonas y acoger a las personas afectadas por las grandes inundaciones de 1989. Ahí siguen, precarias, con goteras y grietas, mientras el poblado crece con nuevas infraviviendas, similares a las de los asentamientos de migrantes de Almería o Huelva. Sus habitantes eran todos romaníes al inicio, hoy la mezcla es más que evidente al pasear por sus callejuelas. Nadie lo hace. Esta es una zona alejada de todo, sin tiendas, bares, parque infantil o iluminación pública. Lo único, constantes fallos eléctricos y oscuridad nocturna, a pesar de que los edificios universitarios de enfrente, vacíos cada noche, sí tienen luz. El entorno es insuperable: la barriada está rodeada por un enorme desguace, el cementerio, el vertedero de la ciudad y las cocheras del metro, que aquí no para.
Cuando este periódico ha preguntado al Ayuntamiento de Málaga por este barrio, le ha pasado la pelota a la Junta de Andalucía, aunque un informe municipal reconoce que el arrabal “dispone de unas condiciones que hacen injustificable” que se mantenga así en el tiempo. “Estamos trabajando”, responde la Administración andaluza. No especifican en qué. Hace dos años, una nota de prensa informaba de que una mesa técnica aprobaba la constitución de una comisión que elaboraría un plan de intervención. Palabras que no han dado paso a noticias posteriores. Tampoco las recibió, en 2020, el entonces relator para la extrema pobreza de la ONU, Philip Alston. Solicitó información sobre los planes de la Junta que, “de manera inexplicable, no pudo proporcionar información alguna”. Lo refleja en el estudio sobre España, donde Alston subrayaba las “circunstancias calamitosas” de los habitantes de Los Asperones, cuya edad media ronda los 26 años y su esperanza de vida es “más baja que en el resto de España”, según un trabajo publicado en 2019.
Es el contexto en el que se crían cientos de niños —la mitad de los habitantes son menores— como el propio Gómez, que casi abandona los estudios en Bachillerato. Su madre le convenció para seguir. Luego estudió un grado superior de Animación Sociocultural y más tarde se graduó en Educación Social en la Universidad de Málaga (UMA). El rector, José Ángel Narváez, le homenajeó por sorpresa en noviembre pasado. “Se me reconoce más fuera que dentro. Hay niños que me dicen: ‘Bruce Lee, eres muy listo’. Y yo les respondo: ‘No, igual tú lo eres más’, pero hay que ponerse a estudiar”, relata, sentado a las puertas del colegio, donde un chaval pasea en bici con un gallo en la mano. Ahora estudia inglés, francés y un curso experto universitario. En su conversación celebra que otras dos vecinas hayan llegado ya a la facultad, da ejemplos de familias que se dejan la piel trabajando a diario. También habla de prejuicios —las noticias que se refieren a la zona suelen estar relacionadas con el tráfico de drogas— y exclusión forzada. Solo pide una cosa: “Que nos conozcan y nos escuchen”.
“No quiero ser chatarrero”
Le da la razón Cristóbal Ruiz, profesor de Pedagogía Social de la UMA, quien acumula una década de investigación en este arrabal. El trabajo que ahora dirige, financiado por la Fundación Foessa, analiza las metáforas utilizadas por los residentes de Los Asperones para definir la exclusión severa que sufren. Adelanta algunas: unos se sienten en arenas movedizas, atrapados aunque quieran salir de allí; otros relatan cómo cada día deben ganarse la vida porque nacieron con la vida perdida. “A unos niños les pregunté qué querían ser de mayor. Uno respondió con lo que no quería ser: chatarrero. ¿Qué chaval de 10 años de otra zona de la ciudad va a tener esa preocupación?”, afirma Ruiz. De los 509 residentes en edad de trabajar, solo 14 tenían empleo estable en 2019 y unos 130 dependían de la economía sumergida, recogiendo chatarra o en la venta ambulante, según los datos del investigador.
El docente destaca cómo el brillo de la Málaga tecnológica, cultural y turística ha dejado a oscuras esta y otras zonas. Algunos vecinos, de hecho, comparan su situación con una rotonda sin salidas: por mucho que se mueven no encuentran oportunidades. Es un bucle infinito. En 2005, el entonces Defensor del Pueblo, José Chamizo, señalaba que estas personas sufren una “condena social” ante la absoluta falta de expectativas. “Los que se forman y trabajan tampoco las tienen. La vivienda es inaccesible para la mayoría de jóvenes, imagina para ellos”, advierte Ruiz, desde su despacho en la octava planta de la Facultad de Educación. Insiste: “Málaga tiene la oportunidad de innovar a nivel social, ser referente en lo inclusivo”.
De momento es una ocasión perdida. Cuando la ciudad distribuyó las primeras imágenes para su candidatura de la Expo 2027, el logo se ubicaba justo encima de Los Asperones. “Es casual, pero es un claro reflejo de cómo se tapa esa zona, como La Cañada Real en Madrid o La Mina en Barcelona” apunta el investigador. “A los pobres no nos quiere nadie”, escribía un vecino en una carta al director de EL PAÍS en 2004.
Con la zona residencial más cercana a 15 minutos por una carretera sin arcén, a sus vecinos se les ha negado el derecho a la participación en la vida social. No hay clubes deportivos, espacios municipales, actividades culturales. Casi nadie de fuera pasa por allí. “Han vivido un proceso de discapacitación muy difícil de revertir”, añade el investigador. Se sienten, según le dijeron, como renacuajos que han vivido en una charca y que salir al mar era ya muy difícil. “La educación es muy potente, pero hace falta el apoyo de formación, empleo digno, vivienda. La solución es un proyecto individualizado a 10 o 20 años”, añade Carmen Cuesta, coordinadora de la Fundación Marcelino Champagnat, que forma a mujeres para abrir puertas laborales. “Somos personas, que nadie se olvide”, dice una de las vecinas de Los Asperones, Loli Triano, de 45 años, que resume su contexto de manera directa: “Estamos en la mierda, corazón”.
Triano, pura energía, es una de las mujeres que asiste a los talleres impulsados por esta entidad con la colaboración con Misioneros de la Esperanza (MIES). Son impartidos en un sótano en la barriada de la Trinidad, a una hora en bus, con el objetivo de que las participantes salgan de su entorno, se relacionen con otras personas y se tomen este proceso como un trabajo, con obligaciones que cumplir a cambio de una beca. “Cuando sales fuera, tropiezas, no estás acostumbrada. De eso se trata, de intentarlo. Aquello es muy oscuro y necesitamos ayuda para salir”, añade Triano, que también muestra algo de optimismo tras encadenar trabajos de cuidadora.
Es el espejo en el que se miran participantes como Clara Vico (36 años) o Carmen Cortés (28 años), residentes en otras áreas excluidas como La Corta o Soliva, comprometidas con la búsqueda de una oportunidad. “Aquí hacen manualidades, pero detrás hay mucho más. Hablamos, lloramos, aprendemos, reflexionamos. Eso es lo importante”, apunta Eva Muñoz, una de las trabajadoras de la fundación, donde también proponen para las participantes, sus hijos o sus familiares, formaciones con certificados de profesionalidad. “Allí hay gente maravillosa que lucha a diario por cambiar las cosas”, recalca Pepi Rodríguez, de 23 años. El Bruce Lee de Los Asperones es un ejemplo, como ellas, convertidas en faros que iluminan las zonas oscuras de Málaga.