Silencio y ‘Cara al sol’: entierran al Caudillo
Desde la capilla ardiente hasta el Valle de los Caídos, la despedida del Generalísimo y su cortejo fúnebre sacó a sus fieles a las calles
La larga noche ha terminado. Gonzalo Urrestarazu, de 46 años, es el último español en pasar ante la capilla ardiente instalada en el Palacio de Oriente en 1975. Gonzalo se para. Lo mira. Es Franco, el Generalísimo, Caudillo de España por la Gracia de Dios, y yace muerto en la caja. Su piel ha adquirido un tono macilento. El rostro, cerúleo y embalsamado, es aún más inexpresivo que de costumbre. Pero es él.
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1.
La larga noche ha terminado. Gonzalo Urrestarazu, de 46 años, es el último español en pasar ante la capilla ardiente instalada en el Palacio de Oriente en 1975. Gonzalo se para. Lo mira. Es Franco, el Generalísimo, Caudillo de España por la Gracia de Dios, y yace muerto en la caja. Su piel ha adquirido un tono macilento. El rostro, cerúleo y embalsamado, es aún más inexpresivo que de costumbre. Pero es él.
Lleva muerto desde el jueves. Ahora son las siete de la mañana del domingo. Miles de personas —dicen 300.000; nadie lo va a discutir— han desfilado ante su cadáver. Algunos han esperado hasta 14 horas. Uno de ellos era Porfirio Aracil. Tenía 80 años y llevaba horas soportando de pie la larga cola de una masa adicta, curiosa, familiar. Al llegar ante el cuerpo de Franco y levantar el brazo en saludo fascista, Porfirio se desplomó y murió en el acto. Cuentan que José Corbella ha muerto de un fallo cardiaco al regresar a Medinaceli después de ver los restos de Franco. También cuentan que Francisco Isierte ha muerto de un infarto de miocardio cuando asistía en su pueblo, Atzeneta del Maestrat, a un funeral por el alma del Caudillo.
Gonzalo es el último que lo verá. Ya no dejan pasar a más. Antes de que unos operarios le suelden al féretro una tapa de zinc con cristal y después coloquen la tapa de madera que cierra el ataúd, Máximo, su fiel ayudante de cámara, lo besará. Besará al jefe, compañero del alma. Le besará la calavera, pero sin regresarlo. Porque Franco ha muerto. Y la ceremonia, que clausura una noche de 40 años, va a comenzar.
2.
La plaza de Oriente está a reventar. La gente se arracima en torno a las farolas, sobre los troncos de los árboles pelados, encima de las cabinas telefónicas, agarrados a las estatuas de los reyes visigodos, aquellos de la España vieja: Atáulfo, Eurico, Leovigildo, Suintila y los demás. Es su plaza de Oriente. La de las grandes adhesiones.
Aquí vino un día de finales del 46, un lunes de abrigos, pancartas y pañuelos al aire, para decirle al pueblo español que si la ONU aislaba a su país era señal inequívoca de que en España empezaba a amanecer.
Aquí, vestido con abrigo y sombrero gris, concitó la adhesión de su grey en el invierno del 70 en plena guerra contra ETA mientras el rebaño le gritaba “siempre contigo, siempre contigo, siempre contigo”.
Aquí regresó en el 71 para celebrar los 35 años como Jefe de Estado mientras el No-do lo presentaba como el hombre provindencial que había dado a España el periodo de paz y prosperidad más grande de su Historia.
Hace solo 53 días, tras firmar sus últimas penas de muerte y levantar una polvareda internacional hasta en el Vaticano, volvió aquí. Ya no era el mismo. Aparecía tembloroso, consumido, dubitativo. Sin embargo, decía lo mismo: todo obedece a una conspiración masónica izquierdista en la clase política en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social.
Hoy vuelve. Lo hace a hombros. El ataúd lo portan ocho miembros de su guardia. Cuando entra en la plaza la muchedumbre estalla: “Franco, Franco, Franco”. Dice el locutor de Televisión Española que el pueblo español no ha podido reprimir su deseo de gritar el último homenaje a su Caudillo. Dicen que al fin el buen vasallo del romance ha encontrado buen señor, y que señor y vasallos van a despedirse hoy. Los gritos no cesan. Va a celebrarse una misa y los curas ruegan silencio.
El ataúd descansa sobre un túmulo bajo su balconada de siempre. A la izquierda, cubiertos por dosel, están los reyes con olor a nuevo. Juan Carlos de Borbón viste de capitán general. Está serio, nervioso. Una fría emoción le recorre el rostro.
A la derecha, sola, de pie, teatral, está Ella: la viuda. La mujer que sufría como novia los lances militares de su Paco, el joven oficial con baraka, le llora hoy guarecida tras un largo velo hasta el pecho. Carmen Polo trae la cara compungida. Tiene 75 años. No es día de collares. Está flaca. Los tacones negros de cuatro o cinco centímetros acentúan su delgadez bajo el vestido negro. Con la mano derecha se acerca el pañuelo a la nariz. Aprieta los labios. Mira al suelo. A veces al féretro. Dentro de la madera está el hombre al que se unió hace 58 años. Su última misa va a empezar.
3.
Por lo sitios de honor asoman el bigote de Pinochet, la frente arrugada del príncipe Rainiero, la sonrisa de Hussein de Jordania, la dulce cara siniestra de Imelda Romuáldez de Marcos, las gafas negras del vicepresidente americano Nelson Rockefeller, los birretes de arzobispo y los solideos de obispo, los trajes de raya diplomática, los anodinos ministros de un Gobierno anodino, el cuñadísimo Serrano Suñer y su bigotito, recuerdo de aquel cuento con principio azul mahón y final tecnócrata y cruel.
En la homilía, el arzobispo de Toledo habla del amor al Padre de la Patria, que con tan perseverante desvelo se entregó a su servicio. Habla de la gratitud por lo que hizo y de seguir el ejemplo que dio. Habla de la espada —¡Ojalá esa espada no hubiera sido nunca necesaria!— y de la cruz —¡Ojalá esa cruz hubiera sido siempre dulce cobijo y estímulo apremiante para la justicia y el amor entre los españoles!— como los dos símbolos que encierran medio siglo de la historia española. La espada y la cruz. Habla también del inmenso legado de realidades positivas que deja ese hombre excepcional y habla de unirse en un abrazo como el que él ha querido dar a todos a la hora de morir. El primado de España pide a Dios que absuelva de todas sus culpas a su siervo Francisco y le conceda la vida eterna. Amén.
4.
El funeral casi ha terminado, pero la masa no se aguanta. Primero son voces tímidas. Luego el rumor crece y es imposible contenerlo. “Cara al sol con la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer, me hallará la muerte si me lleva y no te vuelvo a ver”. La gente sin rostro, puro Genovés en negativo, saca con emoción el pañuelo blanco. “Formaré junto a mis compañeros que hacen guardia sobre los luceros, impasible el ademán, y están presentes en nuestro afán”. La masa una, grande y libre agita los pañuelos y grita. “Si te dicen que caí, me fui al puesto que tengo allí”. Y ese puesto, para el difunto dictador, es el Valle de los Caídos. El sitio de las banderas victoriosas. De las cinco rosas y las flechas de su haz. Donde cada año vuelve a morir la primavera entre 33.000 cadáveres emparedados. Ese es el sitio para su cadáver. Hágase tu voluntad.
“Franco, Franco, Franco”, grita la masa en la plaza de Oriente, con él y en él por última vez. Ante el ataúd desfilan batallones y compañías. Tanquetas, armas, paso marcial: toda saga tiene un comienzo. El boato castrense termina. El féretro lo cargan en una camioneta militar abierta, matrícula ET-59373-1. Estos días, en los cines del Palacio de la Música de Madrid, se forman colas para ver las tres proyecciones diarias de Franco, ese hombre, la película biográfica dirigida por José Luis Sáenz de Heredia. Ahora, transmitido en directo, con miles de actores de reparto y figurantes en las aceras, las calles de la capital son el escenario para el epílogo de aquel documental. Es el último viaje de ese hombre. El final de un largo metraje.
5.
Del Palacio de Oriente a la basílica del Valle de los Caídos hay unos 60 kilómetros. Dice el locutor de la tele que procesionar el cuerpo de Francisco Franco es una expresión plástica del paso que como cristiano no realiza solo, sino acompañado por todos los miembros del pueblo de Dios. Así es. Las calles laten en silencio y brazo enhiesto. Calles de Bailén, de Ferraz, del Pintor Rosales, de Moret, Avenida de la Victoria.
El ataúd, cubierto por una bandera española, lleva encima la gorra de gala de capitán general, el bastón de mando y la espada del finado. Rodean el féretro los caballos de los lanceros, con capa blanca y casco en punta. El cortejo avanza, ceremonioso, al trote. El sonido de los cascos de la caballería se mezcla con el batir de palmas en toda la carrera. La comitiva atraviesa el Arco de la Victoria: 40 metros de altura con aroma a viejos muertos que el relato embadurnó de épica en Ciudad Universitaria. Presentes.
Una bandera española flanqueada por dos crespones negros saluda el paso del féretro por el Arco. Los caballos de los lanceros se apartan y, al dejar atrás la Moncloa, asumen la escolta del caudillo la guardia motorizada. Es domingo y la gente se ha echado a la calle. El régimen aún sueña con una despedida, para nada un final. Por eso la imprenta del Ministerio de Educación ya prepara dos millones de ejemplares del testamento político de Franco para repartirlos en colegios e institutos. Todos los estudiantes tienen que leer ese escrito adonde el dictador moribundo pide perdón y perdona y a la vez advierte a los españoles, mientras Queen graba Bohemian Rapsody y Spielberg estrena Tiburón, que los enemigos de España y de la civilización cristiana están alerta. La hoja se imprimirá en papel sepia con tipografía marrón oscuro.
6.
La muerte se siente en el Valle de los Caídos, aunque es indescriptible el sentimiento de adentrarse por ese frío túnel del tiempo, del silencio y de la muerte que arranca entre el pinar de la subida y termina al pie del espartano enebro convertido en cruz del altar mayor.
Afuera, la cruz de 152 metros. Dentro, un simple enebro. El poder de la evocación por caminos distintos.
Antes del altar, la tumba de José Antonio, fundador de la Falange. Detrás del presbiterio, el sepulcro de Franco. El poder de la megalomanía por caminos distintos.
El Valle fue una obra muy personal de Franco. Soñada, tutelada, admirada por él. Nadie se atrevía a preguntarle al Generalísimo si deseaba ser enterrado allí. Parece indecoroso mentarle la muerte a quien camina bajo palio. Pero un día, 19 años después de que empezaran las obras, el mausoleo se inauguró. Y en un aparte, Franco llevó del brazo al arquitecto hasta el presbiterio y le dijo: “Méndez, y aquí, luego, yo”.
Ese luego ha llegado.
7.
Desde la noche anterior han ido llegando grupos de entusiastas. Muchos han dormido en el interior de sus vehículos, protegidos del viento gélido del Guadarrama. Ahora aguardan de pie. Hay millares de banderas y de guiones militares. Estandartes. Armas. Uniformes. Cuatrocientas coronas florales. Brilla un sol espléndido en el cielo azul de Cuelgamuros. Unos 12 grados. Viento ligero. Hablan de 40.000, de 80.000, de 100.00 personas, qué más da. Lo impactante es que al acercarse el ataúd a la basílica, a hombros ya de sus familiares, el público de esta función estalla. “Franco, Franco, Franco”. “Cara al sol con la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer”. “Españauna, Españagrande, Españalibre”. “Caudillo de España, Presente. Caudillo de España, Presente. Caudillo de España, Presente”. “Arribaespaña”. “Vivaespaña”. Las voces pías que exhortan al silencio no pueden contener a la multitud. Alguien grita: “Franco, este es tu pueblo”. La familia y el Estado nacionalcatólico entregan el cadáver a la comunidad de monjes benedictinos.
Ya dentro, una cruz procesional abre la comitiva por la vía sacra de la basílica. Parece un cuadro del Equipo Crónica: militares tenebrosos, políticos exánimes, muchos bigotes y gafas oscuras, ninguna sonrisa. Detrás de la cruz van las 36 voces blancas de la Escolanía. Hay un responso del abad. Luego, al ataúd lo procesionan en torno al altar mayor.
Ha llegado el momento.
Son las dos y once de la tarde. La tumba está forrada de plomo y zinc. Mide 2,26 de largo por 1,26 de ancho. Tiene cuatro escudos labrados en su interior. El de España, en la cabecera. Su guión militar, a los pies. El yugo y las flechas, a la izquierda. Sus insignias de capitán general, a la derecha.
“¿Juráis que el cuerpo que contiene esta caja es el de Francisco Franco Bahamonde, el mismo que os fue entregado en el Palacio de Oriente a las seis treinta horas de la mañana del viernes día 21 de noviembre?” “Sí lo es, lo juro”, responden uno a uno el jefe de la Casa Militar del Generalísimo, su segundo de a bordo y el jefe de la Casa Civil del Caudillo. Mariola, una hija del marqués de Villaverde, se desmaya. Nada raro: la Cruz Roja ha hecho 291 asistencias y 50 traslados afuera.
Unos operarios descienden el féretro con cuerdas. La lápida —1.500 kilos, 20 centímetros de espesor, una única inscripción con dos palabras, Francisco Franco, y la cruz— es empujada por 10 hombres con la ayuda de tres barras cilíndricas y dos gatos hidráulicos.
Dentro, la Escolanía canta “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá”.
Afuera, los que creen en él, aunque esté muerto y bajo tierra, disparan una salva de 21 cañonazos.
El Rey camina hasta la tumba. Inclina la cabeza, se emociona y sale de la basílica con los ojos enrojecidos. En la explanada suena el Cara al Sol, el Oriamendi, el Yo tenía un camarada, el himno de la Legión. Cantan los mutilados de la guerra y cantan los jóvenes de la OJE. Cantan los falangistas y las chicas de la Sección Femenina. Canta la Vieja Guardia y los alféreces provisionales. Cantan los viejos divisionarios y cantan los legionarios. Canta a coro el mundo de ayer, temeroso de ver amanecer.
Paco Cerdà es autor de Presentes, libro por el que ha recibido el Premio Nacional de Ensayo 2025.