La ultraderecha global hierve en contradicciones tras su unidad para la foto
Vox y el resto de fuerzas que entronizan a Trump intentan parecer un bloque sólido, pero el propio líder republicano deja al aire sus incoherencias
Dos escenas de una extrema derecha en efervescencia. La primera, en Madrid. Un curtido nacionalista español, que cuenta entre sus hazañas patrióticas haber colocado una bandera rojigualda gigante en Gibraltar antes de huir a nado, lanza un mensaje que suena a advertencia a la dirección de su partido, ahora en fase de desatado entusiasmo trumpista. El respaldo al presidente de EE UU, afirma, “no significa” que “tengamos que compra...
Dos escenas de una extrema derecha en efervescencia. La primera, en Madrid. Un curtido nacionalista español, que cuenta entre sus hazañas patrióticas haber colocado una bandera rojigualda gigante en Gibraltar antes de huir a nado, lanza un mensaje que suena a advertencia a la dirección de su partido, ahora en fase de desatado entusiasmo trumpista. El respaldo al presidente de EE UU, afirma, “no significa” que “tengamos que comprar” todas sus políticas. Y cita expresamente Ucrania y los aranceles. “Nosotros no somos americanos, somos españoles”, recalca. La segunda, en Washington. Un joven puntal de la estrategia de “desdiabolización” de la extrema derecha francesa, con la que Marine Le Pen pretende disipar el hedor antisemita y filofascista del viejo Frente Nacional, cancela su discurso en una cumbre después de que el agitador Steve Bannon haga el saludo nazi.
Protagonizadas por Javier Ortega Smith, diputado y portavoz de Vox en el Ayuntamiento de Madrid, y Jordan Bardella, presidente de Reagrupamiento Nacional, las dos escenas son pequeñas piezas de un mosaico: el que forman las contradicciones del —supuesto— bloque ultraderechista internacional. No son relevantes por sí mismas, sino como síntomas de las incoherencias de una familia política que, aprovechando el impulso de Donald Trump, quiere presentarse como un movimiento imparable unido tras una agenda común.
¿Y no está unido? Es innegable que Trump, Le Pen, Javier Milei, Giorgia Meloni, Viktor Orbán, Alice Weidel, Geert Wilders o Santiago Abascal comparten objetivos, que ellos mismos no dejan de repetir: combatir la inmigración, recuperar la gloria nacional, combatir la ideología woke... Pero tras esa apariencia granítica hay un hervidero de discrepancias.
Precisamente el éxito de Trump —el que ha empujado a todos los líderes ultras a buscar hueco en la misma foto de familia, el que ha multiplicado los gestos de sintonía entre unos y otros con el mensaje compartido de que forman parte de un gran proyecto compartido— está aflorando contradicciones antes menos visibles, señala Pablo Stefanoni, autor de ¿La rebeldía se volvió de derechas? (Siglo XXI, 2021). Si hasta hace poco, con los extremistas “en fase de ascenso”, el “antiprogresismo” ha funcionado como “pegamento”, ahora su llegada al poder en países de gran relevancia regional —Italia, Argentina— o global —EE UU— implica tomar decisiones que “hacen más evidentes” las diferencias, añade.
El principal foco de tensión es el acercamiento de Trump a Vladímir Putin, analiza el ensayista argentino. Stefanoni ve en su propio país un ejemplo de cómo este bandazo de Trump fuerza a sus socios externos a hacer escorzos imposibles. De un día para otro, Milei ha cambiado de posición sobre Ucrania para alinearse con Trump. Algo parecido ha pasado en España, donde Vox lleva desde 2019 borrando las huellas de su sintonía con Putin. Tanto esfuerzo para que de repente Trump, su referente máximo, valide el argumentario del Kremlin, llame “dictador” a Zelenski, lo culpe de la guerra y luego trate de humillarlo públicamente en el Despacho Oval.
Si Trump no estuviera en el poder, Abascal no podría presumir de que lo mencione en público el hombre más poderoso del mundo —“Santiago Obiscal. Thank you”—, pero tampoco hubiera quedado en evidencia la inconsistencia de la posición de Vox sobre Ucrania, que no solo empieza a levantar ampollas en su partido —además de las advertencias de Ortega Smith, el militar retirado Agustín Rosety ha abandonado Vox—, sino que deja un flanco libre para la crítica de otros referentes de la derecha como José María Aznar y el locutor Federico Jiménez Losantos.
Rusia y los aranceles exhiben las dos contradicciones más evidentes, porque muestran cómo Vox y otros partidos hermanos renuncian a su discurso habitual para adaptarse a Trump. Pero hay más. Como dice Stefanoni, son previas al regreso de Trump, pero en la medida en que las fuerzas ultras ganen poder se harán más indisimulables. Abascal ejemplifica muchas. Españolista ante todo, no chista cuando Trump se carga la web en español de la Casa Blanca. Declarado antiabortista, soslaya el respaldo al derecho al aborto de Le Pen. Antiindependentista hasta la médula, comparte grupo europeo con La Liga de Matteo Salvini y los nacionalistas flamencos, dos de las fuerzas europeas que más cobertura dieron al procés. Mientras presume de tener un sindicato, en una imitación de la apuesta obrerista de la ultraderecha francesa, admira también a Milei, que abomina públicamente de la “justicia social”.
Mención aparte merece la moda de imitar el saludo nazi —primero Elon Musk, luego Bannon, luego Eduardo Verástegui, celebridad de la ultraderecha mexicana—, que choca con el intento de desligar su imagen del nazifascismo por parte del grueso de la ultraderecha europea, sobre todo en Francia. Incluso Vox, que blanquea el franquismo, prescindió en 2019 de su cabeza de lista por Albacete a las generales por unos comentarios que minimizaban el Holocausto. Con el nazismo no se jugaba, parecía. Y todo para que ahora Musk, tenido por los ultras como adalid de la libertad de expresión, haga un gesto que evoca al que haría un oficial de la Schutzstaffel (SS) en 1940.
Ahí, en las formas, más que en el fondo, ve el estadounidense Connor Mulhern, investigador principal del Proyecto Internacional Reaccionaria, una de las mayores divisiones de la ultraderecha global. “Hay una parte que tiene una estrategia de dédiabolisation [lo dice en francés porque el lepenismo es su mejor ejemplo] y otra que muestra ruidosamente sus ideas. Vox se sitúa entre un punto y otro”, señala.
Una élite antielitista
Profesor en la Universidad Ramón Llull, el historiador Xavier Casals añade una incoherencia de base, de concepto: la pretensión de formar una “internacional ultrapatriótica”. Superficialmente, explica, sus integrantes pueden aparentar consenso, pero si entraran en detalle tendrían difícil hablar de historia o política internacional. Un ejemplo: Nigel Farage, Milei o Abascal comparten referentes y se muestran parte de algo común, pero habría que verlos hablando de Gibraltar o de Las Malvinas. “La extrema derecha es un movimiento nacionalista y antiglobalización que se ha internacionalizado y globalizado. Por su propia naturaleza, es imposible que sea coherente y homogéneo”, afirma el autor de La Transición española. El voto ignorado de las armas (Pasado y Presente, 2016), que incide en otra contradicción que afecta a la mayoría de sus líderes, que quieren “ser a la vez outsiders e insiders”. Una supuesta élite antielitista.
En el caso de la corte de Trump, es un contraste clamoroso: una pléyade de superricos con intereses multinacionales van de antisistema. El propio Bannon, que tras pasar por la cárcel va sin frenos, lo ha puesto de relieve dirigiéndose a Musk: “No eres un nacionalista estadounidense, no eres ni estadounidense. Solo eres un globalista”. En realidad, es una contradicción inherente a todo el trumpismo en EE UU. Avalado por compañías globales con sofisticados intereses geopolíticos, su base social es un rústico movimiento ultranacionalista, MAGA (Make America Great Again), que propugna un repliegue peleado con los tiempos.
¿No tienen coste político todas estas contradicciones? No hay una sola respuesta. Stefanoni cree que sí podrían tenerlo. A su juicio, el mismo éxito electoral que incentiva la puesta en escena de una “internacional reaccionaria” dificulta la cohesión de la misma, porque dicha cohesión se complica al pasar de la retórica del “movimiento de protesta” a las decisiones de gobierno.
Casals responde que el coste es relativo, ya que pese a las discrepancias hay “un sustrato ideológico compartido que constituye una base sólida que fideliza el electorado”. “Así se explica que a pesar de las incoherencias se esté conformando un movimiento global más eficiente que el del ámbito progresista”, afirma. Hay dos factores que, según Casals, “facilitan la confluencia”: el primero es la acción de fundaciones, asociaciones y laboratorios de ideas; el segundo, que las fuerzas progresistas también contribuyen a cohesionar a este bloque al usarlo como recurso para la polarización en el juego electoral.
Comprender la galaxia ultra exige, a juicio de Connor Mulhern, contemplar el fenómeno como un conjunto de “redes” donde se entrecruzan actores con diferente grado de radicalización. Con tanta variedad, es normal que existan diferencias, pero Mulhern cree que son manejables porque sus “alianzas” se basan “más en el método y en la búsqueda de financiación que en la coincidencia ideológica exacta”. Según Mulhern, es posible que Trump “cause problemas” a Abascal, por ejemplo, con los aranceles. Pero cree que Vox se adaptará, igual que cuando se movió de los Conservadores y Reformistas de Meloni a los Patriotas por Europa de Le Pen y Orbán. Son, señala, maniobras bajo las que laten discrepancias profundas, pero que estos partidos —al menos ahora que están creciendo— están sabiendo tapar.