La política del fin del mundo
El debate público español vive en una taquicardia permanente, en la que un acontecimiento tras otro va construyendo y deshaciendo relatos
Al ritmo de taquicardia de los medios y de las redes, la política se agita cada semana en España. En ese carrusel no hay mes que no parezca certificar una “crisis” o un “fin de ciclo”. Al Gobierno se le expiden certificados de defunción a diario, aunque todavía no ha perdido una votación importante en el Parlamento. El PP estaba en la UCI en marzo y tres meses después volvía a ser presentado como el ganador virtual de las elecciones. En el mismo periodo, Vox pasó de acariciar lo que ya han logra...
Al ritmo de taquicardia de los medios y de las redes, la política se agita cada semana en España. En ese carrusel no hay mes que no parezca certificar una “crisis” o un “fin de ciclo”. Al Gobierno se le expiden certificados de defunción a diario, aunque todavía no ha perdido una votación importante en el Parlamento. El PP estaba en la UCI en marzo y tres meses después volvía a ser presentado como el ganador virtual de las elecciones. En el mismo periodo, Vox pasó de acariciar lo que ya han logrado sus camaradas en Italia y Francia —arrinconar a la derecha tradicional— a ser percibido casi como un zombi. Los hechos se suceden a toda velocidad —de una guerra en Europa a un terremoto interno en el primer partido de la oposición— y políticos y medios construyen sobre ellos un relato tan cambiante que resulta difícil de digerir. Solo con repasar los últimos meses encontramos una lista inacabable de episodios vividos casi como grandes crisis en la política española.
Casado enfila La Moncloa. El año comenzó entre la trompetería de una jugada maestra que preparaba el PP. Algunas encuestas situaban a los populares al borde de la mayoría absoluta en Castilla y León. Pablo Casado se frotaba las manos. Todavía con los ecos de la gran victoria madrileña en mayo, solo restaba disolver primero las Cortes de Valladolid y unas semanas más tarde el Parlamento andaluz para encadenar una racha triunfal que depararía lo que no había logrado la pandemia: dejar noqueado a Pedro Sánchez. En esos días, el Gobierno se asomó además a un abismo, que esquivó gracias a una carambola, el 3 de febrero, cuando un error de un diputado del PP evitó una derrota en la votación de la reforma laboral que le hubiese infligido una herida difícil de recomponer. Las urnas en Castilla y León se abrieron 11 días después: victoria pírrica del PP, mientras Vox salía encumbrado por primera vez a un Gobierno. Ahora era Casado el que tiritaba.
Vox, una nueva esperanza. No habían pasado ni 72 horas desde las elecciones y estalló la guerra entre Casado e Isabel Díaz Ayuso. Durante unos días, los populares se entregaron a la exhibición pública de sus miserias. De nuevo entraron en acción las encuestas. Algunos medios de derechas ya pregonaban el sorpasso de Vox. Sin llegar a tanto, el barómetro de EL PAÍS y la SER situaba a los de Abascal a solo un punto y medio de distancia del PP. En la calle, una huelga de transportistas, desdeñada al principio por el Gobierno, empujaba la corriente a favor de la extrema derecha. Había estallado la guerra, el precio de los combustibles se disparaba y el Ejecutivo discutía sobre si había que mandar armas a Ucrania. Solo Vox parecía en forma.
Llega el ‘efecto Feijóo’. Las tormentas de primavera ahogaban al Gobierno. Las cifras de inflación eran como un viaje en el tiempo a los años 80. Y el Gabinete volvía a crujir por dentro. Los socios discutían acaloradamente sobre el entusiasmo atlantista del jefe del Ejecutivo y sobre las medidas para frenar el deterioro económico. En un Consejo de Ministros, Sánchez llegó a amenazar con destituir a los miembros de Unidas Podemos. En el PP ya se había acomodado Alberto Núñez Feijóo, un líder flamante, con una sensacional trayectoria de triunfos electorales en Galicia y bien visto entre las capas más moderadas de la población. El cuadro se acabó de cerrar con la apabullante victoria del PP en el gran territorio sentimental del PSOE, Andalucía. Las marchas fúnebres sonaron de nuevo por Sánchez. Y esta vez también por Vox, la fuerza emergente tres meses atrás, frustrada en su apuesta de entrar en el Gobierno andaluz y arrastrada a su primera crisis de envergadura por quien había sido su candidata en esas elecciones, Macarena Olona. El imaginario que cada poco se va cociendo en Madrid entre políticos, medios y opinadores de toda laya tenía una nueva foto fija: Feijóo entrando en La Moncloa.
Sánchez renace. Los socialistas se fueron de veraneo con un optimismo que hasta a algunos de sus más próximos les parecía injustificado. El presidente había elevado la moral de los suyos en el debate sobre el estado de la nación. Tras unos meses intentando cuidar un perfil más moderado, Sánchez desempolvó banderas de la izquierda, se entregó a combatir el discurso económico liberal y anunció impuestos extraordinarios a grandes compañías y fortunas. Era lo que UP venía pidiendo desde tiempo atrás. De repente, todo volvían a ser sonrisas y buenas vibraciones entre los socios del Ejecutivo.
La estrella se apaga. Tras las vacaciones, La Moncloa se lanzó a tumba abierta contra Feijóo. Sánchez lo retó en el Senado y el combate no resultó muy provechoso para el líder del PP. La monotemática oferta económica de los populares —bajar impuestos— quedó enmudecida tras el descalabro de la política fiscal de los conservadores británicos, y la catástrofe económica que se aventuraba no resulta tal por el momento. La ruptura de las negociaciones para renovar el Poder Judicial brindó a los adversarios de Feijóo —con la muy estimable ayuda de algún fuego amigo— la ocasión para dibujar la imagen de un líder demasiado sometido a presiones. Circularon nuevas encuestas y con ellas el relato del enésimo fin de ciclo. El efecto Feijóo era una nube pasajera, mientras Sánchez escribía nuevas páginas para la segunda parte de su Manual de resistencia.
Tempestades navideñas. En esas estábamos, con la estrella de Feijóo perdiendo brillo y el Gobierno exhibiendo músculo tras aprobar el 24 de noviembre sus terceros Presupuestos consecutivos —un certificado de supervivencia para un año más— cuando nuevas borrascas acechan camino de la Navidad. Una de ellas estaba cantada para el Gobierno, la reforma del delito de sedición, que, por mucho que ambas partes lo nieguen oficialmente, ha figurado en el centro de las negociaciones con ERC que culminaron en el respaldo del grupo republicano a los Presupuestos. La otra ha sido imprevista: la reducción de penas a agresores sexuales en aplicación de la ley del solo sí es sí. Hay más leyes, como la trans o la de vivienda, que han reavivado los rescoldos entre los socios del Gobierno. A los ministros se les vuelve a preguntar en cada entrevista si el Ejecutivo se va a romper. Hay además otra amenaza de ruptura en el horizonte: la del espacio a la izquierda del PSOE que, en la práctica, ya funciona dentro del Gabinete como dos patas diferentes, Podemos, por un lado, y Yolanda Díaz y sus partidarios por el otro. Vox no se hunde y el PP, aunque haya perdido fuelle, está mejor que con Casado. El carrusel sigue y ahora llegan la controvertida rebaja de penas para algunas formas de malversación, la última caja de los truenos en la recta final de 2022, junto a una reforma legal para vencer las resistencias del Tribunal Constitucional a ser renovado. Al acecho está un nuevo año, seguramente cargado de esos acontecimientos extraordinarios que se han vuelto tan ordinarios. Y con tres citas electorales a la vista, la mejor invitación para seguir coleccionando fragmentos del apocalipsis.