Lavapiés, ni tan ‘cool’ ni en guerra
El barrio madrileño intenta mantener un equilibrio entre el mestizaje, el turismo, la droga y la dejadez del Ayuntamiento
Lavapiés es el rompeolas de muchos mundos. El escritor Arturo Barea dejó dicho que a este barrio de la almendra central de Madrid se accede de arriba o de abajo; tras precipitarse uno por la pirámide social o, muy al contrario, escalando sus primeros peldaños. Más allá de licencias literarias, el destino de la antigua judería de la capital, donde hoy residen 47.200 vecinos, se adivinaba el viernes en la calle del Amparo. Allí transitan de arriba abajo turistas con sus maletas rodantes, trajeados comerciales de una inmobili...
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Lavapiés es el rompeolas de muchos mundos. El escritor Arturo Barea dejó dicho que a este barrio de la almendra central de Madrid se accede de arriba o de abajo; tras precipitarse uno por la pirámide social o, muy al contrario, escalando sus primeros peldaños. Más allá de licencias literarias, el destino de la antigua judería de la capital, donde hoy residen 47.200 vecinos, se adivinaba el viernes en la calle del Amparo. Allí transitan de arriba abajo turistas con sus maletas rodantes, trajeados comerciales de una inmobiliaria, niños y abuelitas, toxicómanos que caminan en zigzag y fieles con túnica en dirección a la mezquita. Trayectorias que esquivan la tienda de alimentación del número 31, donde su tendero Abdul Hakim fue acuchillado la noche del 15 de octubre. La policía todavía busca al autor. “Están mal las calles”, advierte un compañero del herido, aún convaleciente en casa.
El escaparate roto del establecimiento recuerda la agresión, que no fue la primera. Lo cierto es que la plaza de Nelson Mandela, hacia donde se orienta el local de Hakim, anuncia peleas, tráfico de drogas, suciedad y turismo exacerbado en un Lavapiés que hace solo cuatro años fue elegido por la revista Time Out como el mejor lugar del mundo para vivir. “Ni entonces era tan cool ni hoy es una guerra”, afirman fuentes policiales conocedoras del terreno. La elitización del barrio, que alcanzó su máximo esplendor en febrero de 2020 —cuando alquilar una vivienda costaba 19 euros por metro cuadrado, un 3,7% más que ahora, según el portal Idealista—, nunca pudo enterrar los fantasmas de la degradación. Esta ha convivido en silencio con las terrazas y las galerías de arte en un submundo paralelo que va tomado cuerpo con las crisis.
En septiembre se desalojó aquí La Quimera, uno de los mayores edificios ocupados de la capital, donde vivían 70 personas entre la queja de numerosas asociaciones vecinales. El inmueble estuvo habitado primero por colectivos del barrio que llevaban a cabo actividades culturales, si bien todo cambió tras la pandemia, cuando la policía detectó la presencia de traficantes y drogodependientes que también se han desplegado por los aledaños. En la calle de Abades, una pareja de yonquis deambula hacia las seis de la tarde. Sus cuerpos tambaleantes se pierden bajo la ropa. Ambos toman asiento en un portal, y él extrae de su mochila papel de plata que calienta con el mechero hasta disolver la mezcla de cocaína con heroína. Uno y otro aspiran en seguida el humo denso y se toman de la mano antes de caer dormidos.
“En este barrio hay droga y basura desde los ochenta, pero por épocas se ve más”, sostiene Adela Sánchez, residente en la zona. “El problema es que los que vivían en La Quimera ahora están en la calle, no quieren ir a los albergues”, agrega. El comisario del distrito Centro, Alberto Carba, certificó ante la prensa el día del desalojo de La Quimera el final del fenómeno de los narcopisos, inmuebles ocupados donde además de vender droga se consume: “Ahora hay pisos en los que viven consumidores y movimiento de otros drogodependientes, pero son sus pisos. Hemos hecho entradas y registros, pero no se puede desmantelar un punto de venta si es su propiedad”. No obstante, la presencia de Policía Municipal y Nacional ciertamente se ha incrementado en los últimos meses, hasta el punto de que una patrulla está instalada de forma permanente en Nelson Mandela.
La plaza era un símbolo multicultural que se ha derrumbado. Aquí, el restaurante Baobab no solo sirvió barato arroz halal a la comunidad senegalesa, también a turistas, jipis, modernos, estudiantes precarios, escritores en ciernes y vecinos de siempre. Aquel aparente equilibrio acabó poco antes de la crisis sanitaria, cuando el dueño rescindió el contrato de alquiler de su local con el objetivo de venderlo a una hotelera. Talaron el Baobab, mientras que en su lugar el nuevo hotel no termina de germinar, y lo que ha venido después se antoja hostil. El sociólogo Santiago Ruiz Chasco, autor de Las dos caras de la inseguridad (Dado), apunta que los procesos de gentrificación suelen traer “una limpia” previa en nombre del orden. Y agrega: “Hace tiempo que se anuncia Lavapiés como el nuevo Chueca o el nuevo Malasaña, donde apenas quedan residentes de clases populares, pero la verdad es que se está resistiendo al cambio”.
La calle del Olmo ejemplifica bien un nuevo equilibrio urbano. De sus 16 locales comerciales, solo tres operan como tal, todos bares, y dos de ellos lo hacen solo en horario de tarde-noche. El resto de los comercios se han convertido en viviendas turísticas (el barrio suma en total 1.859 registradas, además de una veintena de hoteles y hostales), aunque únicamente tres cuentan con licencia de cambio de uso, como ha podido comprobar este diario. La Agencia de Actividades del Ayuntamiento efectúa inspecciones periódicas por oficio o denuncia de un particular, pero la tarea es ingente. Solo en Olmo existen cinco edificios de distintas empresas dedicados en exclusiva al alquiler de estancias cortas. Jorge Bolaños, residente desde hace casi dos décadas, apunta: “Vivimos en una calle fantasma, sin comercio ni vida de barrio. Es una pena, pero se la han quedado los turistas”.
Bolaños es padre, empleado público, ciego y ha dirigido durante años los Dragones de Lavapiés, un club premiado por la UEFA que forman chavales de 35 nacionalidades. “He visto cómo muchas familias tenían que irse del barrio por la subida en el precio del alquiler. Luego paseaba por mi calle, hecha para quienes vienen de vacaciones, y me sentía como en un decorado”, relata el técnico antes de un encuentro de la agrupación en su campo de entrenamiento, antiguo solar rehabilitado. Unos meses atrás echó el cierre la única tienda de ultramarinos de la calle del Olmo, donde hoy se alojan turistas. En la misma acera, el Colegio Público Antonio Moreno Rosales permanece clausurado desde 2018 por unas obras que no avanzan. De ellas se encarga la Empresa Municipal de la Vivienda y Suelo (EMVS), que además gestiona en el barrio un parque inmobiliario de 649 pisos, 52 sin adjudicar, según cifras del ente.“Tenemos cierta sensación de abandono”, admite Bolaños.
Se diría que el actual Ayuntamiento de Madrid, gobernado por el PP y Ciudadanos, descarta la idea de extraer rédito electoral de Lavapiés. El partido que más apoyos recabó en los últimos comicios municipales fue Más Madrid, con un 35% de los votos. La inclinación hacia la izquierda viene de lejos y parece asegurada en este barrio con un pasado tan humilde como el de Elahi Fazle, que pasó por Francia, Alemania y Dinamarca antes de recalar en Madrid hacia 2004. Hoy preside la asociación Valiente Bangla, al cuidado de sus compatriotas bangladesíes; muchos de ellos regentan restaurantes o tiendas de alimentación como la asaltada el 15 de octubre. Los inmigrantes recién llegados de su país, explica, ya no buscan piso aquí, sino en Villaverde o Vallecas, donde alquilar sale más económico. Las cosas están cambiando, pero Lavapiés todavía resuena en Fazle. “Hemos construido este barrio, para mí es mi sangre”, declara.