Indultos: desfaciendo el entuerto

En Europa occidental no existe un delito como el de sedición o una figura similar con penas siquiera parecidas

En el centro de la imagen, el expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, entre el exvicepresidente, Oriol Junqueras, y la expresidenta del Parlament, Carme Forcadell, tras aprobarse la declaración de independencia, en octubre de 2017.Albert Garcia

Más allá del debate político sobre los indultos a los presos independentistas catalanes —de discutir si se trata de perseguir la concordia y la reconciliación o de exigir la justa retribución a un delito de lesa patria (española)— ¿hay argumentos jurídicos que esgrimir en esta cuestión?

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Más allá del debate político sobre los indultos a los presos independentistas catalanes —de discutir si se trata de perseguir la concordia y la reconciliación o de exigir la justa retribución a un delito de lesa patria (española)— ¿hay argumentos jurídicos que esgrimir en esta cuestión?

El indulto es una anomalía, una institución arcaica cuya existencia en nuestro derecho muestra que hay cosas que se tuercen en los tribunales penales. Era una prerrogativa del monarca soberano antes de que hubiera un sistema parlamentario. En un ordenamiento jurídico en orden, no hay necesidad ni espacio para que el Gobierno enmiende la plana a lo que decidan los tribunales. Sin embargo, en España, como es sabido —de nuevo: Spain is different—, el indulto se usa mucho. ¿Hay algo que esté mal, entonces, jurídicamente?

Uno de los ciudadanos condenados por hechos relacionados con la organización parapolicial y terrorista GAL ha dicho últimamente que el indulto que él recibió del Gobierno de Aznar no tiene nada que ver con el que ahora se discute para los presos catalanes. Es cierto: nada tiene que ver constituir “comandos de podredumbre / torturando impunemente” —como dice Rosendo— con la escenificación de la alucinación colectiva de los separatistas —rebelión para la representación procesal de la extrema derecha, sedición para el Tribunal Supremo— a través de actos pretendidamente peligrosos para el orden político, pero tan mansos que ni corrió la sangre ni siquiera se pensó en ello. Se ha dicho que es difícil ver desproporción entre los hechos y las penas en la sentencia del Supremo. Quizás sea difícil verla en este ambiente de crispación, pero haberla, la hay.

Sobre todo, es difícil no ver esta grave desproporción (que sí han visto con toda claridad los dos integrantes del Tribunal Constitucional que firmaron el voto particular contrario a la sentencia de la mayoría, que valida la resolución del Supremo) si se contempla nuestro entorno en Europa occidental, en donde no existe un delito como el de sedición, no existe una figura similar con penas siquiera parecidas. No es casualidad que el informe del Supremo, contrario a los indultos, se confunda continuamente cuando cita derecho comparado, mezclando la rebelión con la sedición y refiriéndose a penas graves respecto de ordenamientos —como el alemán— en el que la sedición fue expresamente derogada… en 1968, por Willy Brandt, ante las protestas estudiantiles.

El delito de sedición es una rémora de otros tiempos, de tiempos autoritarios y violentos. Es lo que está mal en nuestro derecho. Los especialistas lo vienen diciendo hace mucho tiempo: hace ya 14 años —mucho antes de que siquiera nos imagináramos la pesadilla del procés y sus consecuencias—, el profesor García Rivas escribió: “Esta figura debería desaparecer para dejar su espacio a los desórdenes públicos, pues de un desorden público se trata”, y ahora sigue diciendo: “El delito de sedición es muestra de un derecho penal arbitrario y debe derogarse”.

La inacción del legislador, que debería haber derogado esta figura absurda —y muy poco aplicada— hace años, ha impedido hasta ahora la solución limpia y democrática: que desaparezca de nuestro Código Penal un delito que no debería existir, y que ha hecho posibles penas tan fuera de lugar. Y si no, el indulto puede ser el freno de emergencia para drenar los lodos en los que se han convertido los polvos de la desidia política del Parlamento.

Manuel Cancio Meliá es catedrático de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid y vocal permanente de la Comisión General de Codificación.

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