‘Mi sur’, un relato de Brenda Navarro

Sal, sol, arena. Una pareja vive un romance contagiada por la humedad y el calor. De pronto, una grieta. La grieta del mundo roto en el que la felicidad es un concepto de poder

Rubén Chumillas

Pongamos que se llamaba Juan, por darle un nombre. Y que lo recuerdo por el sur de su cuerpo. Del mío. Nuestros sur, como cordilleras meciéndose por placas tectónicas. Espasmos telúricos. Sudor, fluidos. El sur del sur. Toda historia tiene un inicio feliz y una desgracia que le precede.

Solíamos bromear con los tópicos, los estereotipos, los insultos. El insulto, esa perorata que si ocupas bien y susurras en el momento preciso, te lleva a lugares carnales no previstos. Una bomba. La aceleración de los sentidos. Mientras más vulgar, mejor. ¿Qué hay detrás de ese desprecio que aviva todo ...

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Pongamos que se llamaba Juan, por darle un nombre. Y que lo recuerdo por el sur de su cuerpo. Del mío. Nuestros sur, como cordilleras meciéndose por placas tectónicas. Espasmos telúricos. Sudor, fluidos. El sur del sur. Toda historia tiene un inicio feliz y una desgracia que le precede.

Solíamos bromear con los tópicos, los estereotipos, los insultos. El insulto, esa perorata que si ocupas bien y susurras en el momento preciso, te lleva a lugares carnales no previstos. Una bomba. La aceleración de los sentidos. Mientras más vulgar, mejor. ¿Qué hay detrás de ese desprecio que aviva todo a su paso? ¿Qué lo motiva, qué oculta del razonamiento? Qué nos decíamos sin decir. Y así varios años. Nosotros seísmos.

Pero en el sur siempre sucede algo, demasiado de todo: sequía, cincuenta grados, pedazos de pollo empanado que se caen en la arena y son imposibles de comer, aunque el mar siempre da demasiada hambre. La cerveza caliente, la toalla húmeda, el mar frío. Los chiringuitos caros. La desigualdad. Nadie es tan desigual como el que no lo sabe. Como el que nace, crece y desayuna todos los días más de lo mismo y no se entera que hay algo más. Nada tan desigual como soñar lo que la televisión te dice que sueñes. La ausencia de originalidad. Todos desiguales, no como la ropa, sino como los que se tienen que ir para volver con el paso de los años a ver morir lentamente a los padres que la sanidad pública ya no quiere cuidar. Pasa de todo. Nonina. Y no hay escala Richter que lo pueda medir.

Primero fue la falta de dinero. ¿Cómo no? Tres trabajos temporales, a veces enganchados uno a otro y otras veces simultáneamente. No se vaya a creer que es porque una no quiere trabajar, sino porque si se trabaja mucho es que ya no se quiere. De querer, se quiere. De querer parar también. Ahora está de moda quejarse. Ay, que nuestros padres tuvieron algo mejor. Pero mejor a qué. Ahí está la desigualdad, pero no la que te dicen los programas o los políticos en sus discursitos, la desigualdad de verdad. Qué fue lo que tuvieron mejor, que yo no lo veo. Él decía que las expectativas. Hay que tener expectativas del apartamento, de la familia, de las vacaciones. Peor, vacaciones de verdad, no esas que te vas en un dos por tres a Huelva y te regresas al final del día. Vacaciones, vacaciones. Comer bien, descansar bien. Que los demás hagan las cosas por ti. Pero ¿quién hace algo por ti si no es con billete de frente? Ahí está el asunto. ¿Expectativas de poder sentarte en donde te cobran a siete cincuenta la copa? Expectativas de no remendar la ropa que te pasó tu amiga porque ella sí que puede ir al outlet ese en las afueras de la ciudad. Expectativas de qué, le preguntaba yo. De ser feliz. Y la carcajada. Mi carcajada. Porque si en la cama o en el sofá o donde sea, mientras te follan, tú dices, sí, dale duro, dime más. Eso de la búsqueda de la felicidad mientras friegas los platos, el piso o haces la colada, es un enfriador instantáneo y dan ganas de gritar que vaya por la cerveza y el vinito que si en ese momento te la ponen entre las piernas, se las dejas heladas. Felicidad, qué. De qué hablas. Ya te jodió el discurso de la felicidad. Chico, no me toques más que estoy más fría que la nevera. Qué bajón. Qué pocas ganas de follarte a alguien cuando te habla de felicidad. Expectativas y felicidad. Como si las cordilleras que éramos al inicio de la relación fueran invadidas por una empresa que quiere explotar los paisajes naturales y poner un puente, hoteles y una estación de esquí. Y ya no temblar de ganas, sino porque te están haciendo fracking y te van a succionar el suelo. No el pélvico, que ojalá. Sino el de la desigualdad invadida por expectativas de felicidad. Hazme el requeteimbécil favor. El pica pica destruyéndonos por dentro en pos del desarrollo. Ya te dejaste abducir, ¿no? Ya te fueron con el cuento de que si estás con la empresa un día vas a ser la empresa. Ya te hicieron creer que el fin último no es temblar sino hacer temblar. Con su oficinita, su camisa manga larga y la americana compradas online en una tienda china. Cuánta mierda, de verdad. Ya te creíste que sí vas a tener pensión, que vas a ser igual que tus papás. Pero cuánto tiene de pensión tu papá. ¿Tú crees que esos señores que apenas y pueden moverse del sofá y toman un gazpacho fresquito fueron felices? ¿Qué es lo que vamos a hacer ahora? ¿Pagar por ver a nuestros amigos casarse? ¿Aspirar a follar para tener hijos y que luego que no puedes y que el tratamiento y que la neurosis y el agotamiento y todo eso porque ya te creíste que te vas a convertir en empresa? Juan —por decirle de alguna manera—, S.A. Que porque te abrieron la cuenta nómina, ya, empresita. No como yo, claro. Que un mes autónoma y al otro también. Y haz como quieras mientras se te paga con dos meses de retraso. Ay no, qué risa y qué desolación porque cuando te hablan de dinero e inversión de tu tiempo y de tu vida en busca de la gloria es como la gangrena, cuestión de tiempo de que se te pudra todo. Todo. Y si acaso te puedas bañar, que ya dicen que va a haber cortes de agua, como en los noventa. Como cuando ibas corriendo a la playa y te metías al mar y te gritaban que no tardaras, que todos tenían que ducharse antes de las ocho que nos cortaban toda el agua en las casas. Mutilación de la rutina. Qué íbamos a saber, de verdad, no de especulación, de verdad, que había quienes no solo no se quedaban sin agua sino que no tenían nuestros tipos de preocupaciones.

La felicidad se inventó para los pobres, pero solo la poseen los libros. ¿O tú has visto felices a los que salen en la tele, o a los reyes, o al presidente? Poderosos sí, pero felices no. Ahora, escúchame bien. Le dije, claro. Escúchame, ¿tú quieres algo más? Piensa en poder. No en poder de yo puedo, y si quiero puedo. No, piensa en poder, en acumular poder, en ir por la calle y que piensen, ese, así como lo ves, tiene poder. Y quien tiene poder, puede. No de poder, no insistas en la literalidad, hablo de poder de verdad. De que la gente afirme, ese tiene poder. Y te teman. Porque más que ser querido, hay que ser temido. Porque si la felicidad nos está negada, imagínate el poder. El poder es para unos pocos. Un puñadito nomás. Si tú vas a aspirar a algo distinto, a algo fuera de tus manos, a la situación que nadie espera de ti, entonces busca el poder, porque no es felicidad, pero cómo se le parece y quien te diga que es mentira, es porque nunca ha podido poder.

Y así fue ese verano. ¿Y qué era el poder? No sabíamos. Qué podía ser el poder si nunca lo habíamos tenido. Si nuestros únicos momentos salvajes eran cuando nuestros sur se tocaban y se rozaban y mezclaban uno con otro. Y ahí no había poder, ni lucha, sino acoplamiento, consenso, acuerdo. Dime una guarrada, ay. Muévete así. Ay. Ahora esto y luego aquello y luego la paz de por medio. El sueño. Los cuerpos calmados y abrazados perdiendo la juventud. Y él, que vale, que sí, que lo que yo dijera y se puso a buscar el poder. Y dejamos de tocarnos, porque si eso no te va a enseñar qué es el poder, no pierdas el tiempo. Y si el box, correr cuarenta y cinco minutos diarios a lo loco por el parque. Y si el fútbol y si salir con esos que ya no son tus amigos desde que salieron del instituto, pero quizá ahí, como manada, como comunidad, como machos. Entonces, empezó a salir todas las noches. Y nos dejamos de ver. Éramos dos cordilleras, de la misma tierra, con los mismos materiales. Ramplones, simples, transparentes y casi que nobles. Lo digo con la seguridad de que nunca hicimos ni nos hicimos daño. Ni cuando nos conocimos de chiquitos porque nuestras madres amasaban mazapán de temporada y jugábamos con las demás crías. Daño, no. Ni cuando su madre se puso enferma y yo comencé a ayudarle. Quedarme en su casa fue tan sencillo que ni mi madre pidió explicaciones. Ayudar, se ayuda, hasta las últimas consecuencias. Luego, su madre murió y llegó la inquietud de la felicidad, el estar inconforme del verano, de la quietud, del sol quemando. Y claro, la búsqueda de la felicidad te lleva al poder. El maldito poder. Se acabó el verano. Nos acabamos nosotros. Él dejó de ser sur, mi sur y se fue al norte, donde todo está industrializado y nada tiembla.

CUATRO PUNTOS CARDINALES | ‘Tormentazo’, un relato de Juan Tallón

Tarde lluviosa. Sala de espera. Oferta de trabajo. Entrevista personal. Los minutos transcurren lentos para conseguir el deseado empleo de creativo publicitario. Él, corbata, y ella, tacones. La semilla de un ‘thriller’

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